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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (50 page)

BOOK: El cebo
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Y, mientras caía al suelo, oyó el agónico grito de Miguel Laredo:

—¡Diana! ¡Su... pistola!

33

Me hallaba sumergida como en una melaza, densa, empalagosa.

¡Diana...

Los nombres no existían. ¿Qué era un nombre si no una forma de separar? Pero, en mi percepción, un brazo era parte del cuerpo y también del aire en que se movía. Decorado y actores formaban un todo indivisible.

... su...

Ruidos e imágenes se asemejaban a admirar un largo pasillo desde varias perspectivas o las facetas de una gema bajo la luz. La mano izquierda y la mandíbula me dolían, sí, pero se trataba tan solo de un color añadido al fondo, un bordado del ropaje. Mi única sensación importante, o la única que recuerdo, era casi geométrica: como si yo fuese un círculo aún no cerrado, un trazo que esperaba su momento para concluir.

... pistola!

Entonces aquellas
huesudas
rodillas chocaron contra mí. Hubo un leve cambio de escenario. La luz giró como el foco de un campo de concentración durante una fuga masiva de prisioneros. Y vi público: un nutrido grupo de cadáveres en trajes de época, puestos de pie. Uno se parecía a Ana Bolena, pero aún tenía la cabeza sobre su sitio.

A partir de ese instante la realidad se reanudó.

—Eh, sigues vivo, Miguel... —Escuché.

De repente todo sucedía demasiado rápido, como si alguien hubiese acelerado la imagen de vídeo. Yo me hallaba sentada en el suelo, aún aturdida por el golpe contra Claudia, y cerca de mí había una pistola. La reconocí; era el arma desmontable con que Miguel me había amenazado en casa. Creí recordar que Claudia la sostenía y acababa de caérsele. Miguel quería que yo la cogiese por algún motivo.

Tendí la mano hacia ella, pero la voz de Claudia volvió a sonar:

—Parece que no dediqué suficiente tiempo a mejorar la puntería estos años...

Se había levantado y, aprovechando el impulso, lanzó la pierna derecha contra el cuerpo de Miguel, que continuaba acurrucado en el suelo. Pese a no llevar zapatos, el golpe propinado con el hueso del talón fue brutal. Miguel soltó un gemido y rodó dejando un rastro húmedo y oscuro hasta alcanzar la base de un maniquí, que se desplomó sobre él. Allí se quedaron ambos, muy quietos. Entonces otra mano entró en mi campo visual como un fino tentáculo y atrapó la pistola.

—Pero mi error tiene remedio, ¿no? —dijo Claudia, y apuntó hacia Miguel.

Trae a las niñas, Oksa.

Ver a Claudia golpear a Miguel me hizo reaccionar.

Nada que Claudia me hubiese dicho o hecho hasta ese momento me importaba demasiado. Era consciente de que había estado preposeída y de que Claudia había perdido el control sobre mí debido al empujón de Miguel, que, pese a estar herido, se las había ingeniado para arrastrarse hasta sus piernas mientras ella hablaba. Intervine tan solo porque quería impedir que disparase.

Salté hacia ella en el instante en que, con un sonido de chapa de lata de cerveza, algo mortal e invisible escapaba del pequeño cañón. No llegué a tiempo de tocarla antes de que efectuara el disparo, pero mi ataque la hizo moverse para rechazarlo, con lo cual la bala cambió de rumbo. Mientras la embestía, escuché un impacto, y rogué por que fuese un destrozo inofensivo en la pared.

Ya no podía hacer nada más por Miguel, ahora tenía que preocuparme de mí.

Claudia podía estar delgada, pero era pura fibra, recia como una cuerda marinera, y casi me hice más daño yo al golpear su vientre. Al menos logré desplazarla y nos convertimos en uno de esos artilugios inventados por nuestros ancestros para volar: yo era el motor, Claudia manoteaba. Cruzamos media habitación, y pude apartar a tiempo las manos antes de que se produjese el choque final.

Pero no dimos contra la pared, y lo supe al escuchar el ruido del armazón metálico: era el gran espejo cubierto por el telón. El cristal no parecía haberse roto. Por fortuna, yo tampoco.

La pistola.

Ya he dicho que no soy una luchadora experta. Sin embargo, estaba entrenada en el orden de prioridad básico de cualquier pelea. «Primero
desármala.»
Aproveché el golpe contra el espejo y agarré la muñeca derecha de Claudia. Tuve que hacerlo con la mano derecha, ya que la izquierda, con el vendaje destrozado, me dolía en exceso. Vi de refilón que Claudia sonreía, sentí su aliento en mi cara como tras un ensayo extenuante en la que ambas nos hubiésemos acariciado. Me dijo algo, pero no la oí. Al fin la pistola saltó de sus dedos y cayó en algún lugar ignoto. Creí comprender lo que había dicho: «¿Quieres quitármela? Ahí va».

Ella misma la había soltado.

Claudia
tampoco
era una luchadora experta, claro. Éramos cebos, éramos tramposas. No se trataba de ver quién tenía más fuerza sino de quién engañaba mejor. Y mientras atraía mi atención hacia el gesto de soltar el arma, alzó el muslo izquierdo de una forma tal que su cuerpo casi pareció flotar en el aire.

Fui proyectada hacia atrás por la brutal patada. Extendí los brazos y una muchedumbre de fantasmas polvorientos me recibió, brindándome un falso apoyo, como una reina desfallecida ante súbditos aduladores. Intenté agarrarme a ellos, pero lo único que logré fue volcar algunos maniquíes. Creí que Claudia me golpearía de nuevo y procuré levantarme con rapidez, pero no lo hizo.

—¡Bien,
super-woman!
—exclamó—. ¡Así! ¡Levántate!

Me lanzó el puño, pero lo esquivé. Encajé el siguiente golpe, y la sangre me corrió por la barbilla.

—¡Vamos, muévete, Jirafa! ¡Pégame!

La táctica de Claudia no variaba: esperaba, golpeaba, esperaba. Entonces comprendí por qué. Quería mantenerme a distancia, no pelear. Su propósito no era que perdiese la conciencia, ni siquiera vencerme, sino engancharme de nuevo. Estaba
preparándose
para una máscara. Ello me llevó a improvisar un plan.

Me había desplazado hacia una esquina, la que se hallaba frente a la salida y el espejo que usábamos en los ensayos. El telón que lo cubría se había desprendido de un lado y colgaba del otro, bloqueándolo parcialmente. Amagué una caída tras un nuevo golpe, para quedar de espaldas a Claudia, muy cerca del espejo y preparé mi propia máscara en cuestión de décimas de segundo.

La filia de Claudia era de Sangre. No tenía nada que ver con los vampiros, sino con la atracción provocada por un cebo que ha inhibido su psinoma en beneficio de un decorado intenso donde predomina el color rojo. Gens la relacionaba con
Enrique VIII,
una de las últimas obras del dramaturgo, escrita en colaboración con otro supuesto miembro del Círculo Gnóstico, John Fletcher. Las curiosas y abundantes direcciones escénicas y los decorados majestuosos, así como el púrpura del vestuario de personajes como Wolsey, incluso el hecho de que el rey protagonista se hiciera célebre por decapitar a algunas de sus esposas, eran símbolos ocultos de la máscara. Los líquidos rojizos como la propia sangre reforzaban el efecto. Gens nos hacía ensayar la técnica derramándonos una botella de vino sobre la piel desnuda.

Hice un veloz repaso de los elementos: luz —la linterna en manos de Claudia—, disfraz —mi camiseta manchada de sangre— y fondo —el telón rojo ornamentado del espejo—, y decidí que eran ideales. En el siguiente turno de «espera» entre los golpes salté frente al espejo y giré hacia Claudia portando la máscara.

Me salió bastante bien, pero había olvidado un detalle. O dos.

Claudia también era buena.

Y se había vuelto incluso mejor.

Fue como un póquer. Sentí que giraba lanzándole un
full,
y casi creí ver en su sonrisa la mano que despliega cuatro ases.

Y un comodín al final.
El joker
de la baraja.
Yorick.

Parte de mi mente, la que no quedó nublada por completo en ese instante, comprendió que tenía que tratarse del Yorick, porque la Labor que ejecutó, aunque impecable (abrir los brazos, contraer los bíceps, apuntar con la linterna hacia su vientre),
jamás
me habría arrebatado de esa forma por sí sola.

Pero el Yorick la convirtió en algo
abrumador.

Di un respingo y golpeé contra el espejo, aferrando el telón con ambas manos.

—Ah —dijo Claudia, recobrando el resuello—. Mírala: cautivada.

Así era como me sentía: no estaba poseída aún, pero ya no podía apartar la vista de ella. Todavía era capaz de pensar, de buscar explicaciones, y sin embargo me estaba dejando arrastrar de nuevo por aquel cuerpecito menudo. Era como tragar un cargamento de afrodisíacos y comenzar a percibir los primeros síntomas: calor, pulso acelerado...

—Oh, por favor, Diana. —La pequeña diosa movía la cabeza de cabellos cortos y rubios, en gesto de reproche, frente a mí—. ¿Has intentado atacarme con una
máscara?
Tienes valor, desde luego... Déjame que te diga algo: llevo preparándome para esto desde hace años. Incluso sin el Yorick podría contigo, Jirafa.

Intenté pensar con claridad. Hablé, jadeante:

—Estás mordiendo el palo... Matarás a los que de verdad te amamos, Claudia...

—¿Amarme de verdad? —repuso extrañada—. No te entiendo. ¿Quién ama «de verdad»? ¿Mis padres? ¿Gens? ¿Nely? ¿Acaso tú? No existen los sentimientos «de verdad», Jirafa, ¿no lo sabías? Solo hay psinoma. Teatro. Máscaras.

—Yo nunca te he hecho daño, ni Miguel tampoco...

—Ya te expliqué: te necesito para salir bien librada. Y a tu chico lo trajiste tú.

—Estás enferma... Has caído al foso... Necesitas ayuda...

Confiaba en que mis palabras le provocaran rabia, y el afecto controlado con que me sujetaba se debilitara. Fue un error. Claudia lo percibió enseguida y contraatacó a su manera: girando en semiperfil, la rodilla izquierda flexionada y los músculos de sus largos y flacos muslos en tensión, mientras hablaba de manera que su voz parecía brotar con esfuerzo:

—¿Tú crees? Es posible...

Fue como si una oleada de fiebre me atravesara de pies a cabeza. Casi hubiese sido capaz de dibujar sobre mi cuerpo el trayecto de aquel rayo de placer. Me arqueé, aún aferrando el telón, proyecté las caderas hacia Claudia y emití un gemido prolongado. No pude articular ni una sola palabra más.

Todavía de perfil, Claudia estiró el elástico del tanga y sujetó la linterna entre la cinta y el vientre. La luz, colocada de esa forma, apuntaba hacia su torso y rostro desde abajo, creando insólitos contrastes. Sus músculos a flor de piel quedaban realzados, y hacia ellos se dirigió mi mirada prisionera. Claudia estaba construyendo con su cuerpo y la luz un decorado de Labor tan majestuoso que sentí que la saliva fluía de mi boca abierta. Entonces miró un instante a Miguel y a Vera, sin duda para asegurarse de que esta vez ninguno de los dos la interrumpiría. No parecía probable: Miguel yacía desmayado o muerto junto a la pared opuesta, y la forma de acurrucarse sobre la tarima de Vera hacía pensar que seguía poseída.

Sin apresurarse, Claudia se volvió de nuevo hacia mí. En sus ojos, alrededor de los cuales la linterna creaba un antifaz de sombras, flotaba un brillo burlón.

—Por fin solas, tú y yo. Imagínate el Yorick en este punto, colega. Mientras peleábamos, he seguido cargándolo. Será una experiencia pionera. Nadie ha sentido tanto placer en la puta historia... Te mearás de gusto mientras matas a tu hermana y a Miguel, tía, será la hostia, créeme. Qué lástima que después no recuerdes nada. Luego llamarás al departamento... Voy a hacerte viajar al cielo, Jirafa. Así descubrirás lo que yo supe con Renard: cuánto se parece
al infierno.
Dos extremos insoportables.

Sabía que no fanfarroneaba. Mientras hablaba, separó las flacas piernas afirmando los pies, las puntas dirigidas hacia mí, y comenzó a alzar los brazos iluminada por la linterna desde abajo. Era como si una luz procedente de sus ingles hiciera resplandecer toda su figura.

Comprendí que en pocos segundos ya no habría vuelta atrás. Los últimos jirones de pensamiento coherente escaparían de mi cabeza como los objetos de la cabina de un avión a gran altura con el fuselaje destrozado.

—Te diré una última cosa —susurró Claudia mientras las sombras de sus manos trepaban como hiedra, a un ritmo preciso, por la pared que tenía detrás—. Nunca fuiste mejor que yo. Eras guapa, chula... Gens te conservó por eso, a él le gustabas. Pero nunca fuiste
como yo.
—Sus flacos brazos se elevaban como un amanecer: cuando completaran su ascenso, el sol de la máscara me cegaría del todo. Casi podía oír la aplastante llegada del placer, su rumor de pesada maquinaria haciendo vibrar todos mis órganos. Disponía solo de algunos segundos. Pero era preciso calcularlos, y la concentración me costaba cada vez más—. Yo le di el Yorick, Jirafa... —agregó mientras sus brazos casi finalizaban su recorrido; me fijé en las manos, abiertas, girando con la suave exactitud de módulos de nave espacial—. Fui
yo
quien lo obtuvo, no tú... Recuérdalo para siempre.

—Enhorabuena, Cecé —dije.

Entonces lo hice.

Éramos cebos, éramos
tramposas.
Esperaba haberla engañado con el intento de máscara que había realizado antes. En realidad, tal como acostumbraba, contaba con un segundo plan, más extraño. Mi propósito había sido colocarme delante del espejo y aferrar el telón que lo cubría por una esquina. En el instante en que Claudia realizaba los gestos finales, hice lo único que se me permitía hacer en el estado en que me encontraba. No podía atacarla, no podía escapar, ni siquiera cerrar los ojos.

Pero podía dejar de resistirme,
caer
a sus pies.

Y eso hice, dejando que el peso de mi cuerpo me arrastrase, como una fan ante su actriz idolatrada. Mis manos, aún aferradas al telón, tiraron de él. Había esperado que bastara aquel impulso para arrancarlo del marco.

El telón cayó conmigo.

No grité al recibir el brutal golpe en las rodillas, y ni siquiera «desperté», como en las fantasías sobre hipnotizados. Pero comprobé que conservaba un reducto de conciencia, de voluntad propia.

Ignoraba si ocurría lo mismo con Claudia.

Seguía inmóvil frente al espejo, donde veía reflejada su propia imagen paralizada en el gesto final de la máscara. Yo había improvisado aquel plan esperando que, al ver su reflejo, Claudia perdiese la concentración y los efectos de la máscara sobre mí se atenuaran, pero el resultado final había superado todas mis expectativas. ¿Qué podía sucederle? No recordaba ningún precedente sobre un cebo poseído por sí mismo.

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