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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (44 page)

BOOK: El cebo
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Alvaro, un chaval de dieciocho años alto y apuesto, estaba en el salón rastreando vídeos musicales en el ordenador de la televisión para descargarlos en su portátil, sin duda con el fin de llevarlos esa noche. Se hallaba de rodillas y de espaldas a la entrada, y sus largas piernas sobresalían de las bermudas. El sonido de los vídeos atronaba.

—Baja eso, Alvaro —gritó Padilla.

—Has llegado pronto, papá. —Su hijo apenas volvió la cabeza mientras obedecía.

—Me he tomado el día libre. ¿Y mamá?

—No ha llegado. —Esta vez Alvaro sí lo miró, sonriendo—.
Es
pronto.

—Ya.

Rebeca, su mujer, era abogada y trabajaba en un bufete. Padilla la había conocido en la Facultad de Derecho, donde él mismo había estado varios cursos. A veces Alvaro se burlaba de él diciendo que había estudiado «todo lo que después no había hecho»: leyes y dirección de empresas, entre otras cosas. En parte la ironía era cierta, porque su puesto al frente del departamento de Psicología Criminal no implicaba la posesión de ninguno de esos conocimientos, y en realidad había realizado estudios de psicología
después
de ser nombrado para el cargo. Pero el demonio entendía qué se necesitaba para dirigir un departamento así, y al final, suponía, le había tocado a él.

Se quitó el abrigo, lo colgó en el armario del recibidor y aprovechó para asegurarse de que todos los sistemas de vigilancia, que incluían visores de conducta, estuvieran encendidos. Lo hacía por costumbre, pero en esa ocasión los revisó con especial esmero. Seguía inquieto. Desde el vestíbulo le llegaba el sonido de la lluvia derramada sobre el porche como el de una ducha en el interior de un baño.

—¿Vas a salir esta noche, Alvaro?

Su hijo se volvió de nuevo y lo miró como si estuviera loco.

—Hoy es Halloween, papá. Tengo la fiesta. ¿Te pasa algo?

—No, nada. ¿Qué has decidido por fin con lo de tu hermana?

Alvaro resopló, pero al menos Padilla consiguió que dejara de preguntarle si le ocurría algo.

—Papá, he quedado con Michelle en Plaza de Castilla a las diez, ¿vale? Voy a ir en moto. Ya te lo dije, no puedo llevar a Carola.

—Puedes —cortó Padilla con peor humor del que habría deseado—. Cogerás el coche de tu madre, la llevarás a las nueve y regresarás a tiempo para tu maldita moto y tu Michelle... Luego la recogeré yo. Tu hermana tiene derecho a divertirse.

—¡Perfecto, pues llevadla vosotros!

—No quiero discutir, Alvaro. —Y en verdad no quería, pero oyó a su hijo replicar:

—¡La semana pasada dijiste que intentarías llevarla tú!

Lo había olvidado. Ese golpe bajo a su memoria le hizo enrojecer, y se vio reflejado en el espejo del recibidor, toda la cabeza ovoide y rapada en color rosado. Él no era así. ¿Qué le ocurría? Era la inquietud, sin duda. Pero ¿por qué?

Decidió postergar la discusión y se encaminó a su dormitorio para acabar de desnudarse, pero entonces vio a la criada salir del cuarto de Carolina y cayó en la cuenta de que su hija también habría vuelto del colegio y estaría en casa.

Padilla dejó pasar a la chica y entró en la habitación de su hija como en busca de oxígeno. El cuarto era luminoso y radiante, con paredes pintadas de azul turquesa y verde claro. Carolina estaba sentada en su silla de ruedas eléctrica frente al caballete, deslizando un fino pincel que olía a acuarela, como el resto del aire. A Padilla se le alegró el corazón mientras la contemplaba con el orgullo de siempre: el pelo largo y lacio del color rubio de Rebeca, los ojos azules y el rostro redondo heredados de él, vestida con aquella camiseta naranja y la malla negra de gimnasia de rehabilitación. Un observador imparcial juzgaría que no era la adolescente de catorce años más bella del mundo, pero Padilla pensaba que la belleza era también cuestión de conocer el alma. Y Carolina, por dentro y por fuera, era lo más bello que él había visto jamás.

—Hola, papi, has venido temprano.

—Hola, corazón. —Quizá era su estado de nervios, pero instantes después se percató de que había exagerado el saludo: la había envuelto entre sus grandes brazos y la había besado en la cabeza, impidiéndole seguir pintando.

—¿Qué pasa? —dijo Carolina de inmediato, sin perder la sonrisa pero con semblante de duda—. ¿Te ha pasado algo en el trabajo?

—No, nada. Es que me alegro mucho de verte.

Nunca hablaba de su trabajo. Ni siquiera Rebeca lo sabía todo, tan solo que dirigía una unidad especializada en trazar perfiles psicológicos de los criminales. El mundo de los cebos era un compartimiento estanco que guardaba siempre fuera de su hogar.

«No, nada, no me pasa nada —pensó mientras abrazaba a su hija—. Hoy hemos enterrado a un cebo, y eso te pone nervioso. Pero ya no tiene remedio.» Aceptar que Víctor Gens hiciera lo que hizo con Claudia Cabildo había sido un error, sí, pero ¿y qué? Álvarez también lo había permitido, aunque fingió lavarse las manos. Y si el muy gilipollas hubiese escogido otro sitio para ahorcarse, el tema no estaría ahora de nuevo sobre la mesa de Seseña. Sin embargo, tampoco había ningún problema con eso. Olga tenía razón, el gobierno actual conocía, y admitía, lo ocurrido con Claudia. Lo único que deseaban era echar tierra sobre el asunto. En cuanto a Diana, se ocuparían de ella, le taparían la boca con dinero, como siempre, o la presionarían a través de Miguel Laredo. A nadie le interesaba resucitar cosas muertas, nunca mejor dicho en aquel caso.

«Cálmate. Todo está bien. Hay asuntos por resolver, tan solo...»

—A mí también me alegra verte, papá —dijo Carolina, siempre animosa—. ¿Qué te parece? —Señaló el lienzo y Padilla la liberó del abrazo, pero siguió inclinado sobre su hombro para besarle la fresca mejilla al tiempo que miraba la pintura.

—Es genial —admitió—. Pero el ángel está muy serio.

—Es que es un ángel. No sonríe ni llora. Lo voy a titular «Resurrección».

—Te ha quedado precioso, reina.

Padilla observaba pensativo la figura de camisón blanco, con alas y brazos extendidos, flotando sobre el mar. Le dolía comprobar que Carolina siempre dibujaba recintos con agua en sus pinturas: un mar, un lago... Era como si intentara asumir el recuerdo de su accidente, cuando, con seis años de edad, una estúpida caída sobre el borde de la piscina de su anterior colegio le había seccionado la médula espinal. Fue por entonces que Padilla asumió el cargo de director del departamento de Psicología Criminal y se sintió con la energía y frialdad suficientes para enviar a una chica, a veces de la edad de su hija, a ser inmolada para cazar a un monstruo. Los cebos eran cebos, y trabajaban precisamente para que otras chicas y chicos pudiesen vivir tranquilos, qué carajo. Tal era su convicción, y él creía que así había pensado siempre, y que el accidente de su hija no había influido en eso.

Siguió mirando el cuadro. «Resurrección», pensó.

Carolina le estaba diciendo algo.

—... en poner a Thaisa, pero al final he decidido dejarlo así...

—¿A quién?

Ella resopló, medio en broma.

—Papá, te odio cuando no me escuchas.

—Lo siento.

—Te decía que quería poner a Thaisa en brazos del ángel, pero al final no la he puesto. ¿Sabes quién es? Thaisa, la mujer del príncipe ese del libro que me diste...

Lo recordó por fin. Le había regalado a Carolina una versión en cuento de varias obras de Shakespeare, entre ellas
Perieles.
Era una de sus últimas piezas, y en ella había aventuras, magia y amor. Gens hallaba en aquella obra las claves de la propia filia de Padilla, la de Petición, en la impresionante escena del reencuentro entre el protagonista y su hija. Pero Padilla jamás le habría contado a Carolina esto último.

—Te ha quedado muy bien así —dijo intentando disimular el malestar que le había producido recordar a aquel viejo tramposo—. No es preciso que añadas nada más...

—Papá, sé lo que te pasa.

La seriedad de su hija le hizo volver a mirarla. En el jardín, Pirata, el golden retriever de la familia, ladraba a los transeúntes en medio de la lluvia.

—Es por mi fiesta de esta tarde, ¿verdad? Os he oído discutir a Alvaro y a ti, y de verdad, no quiero que me lleve, no quiero que se enfade por mí...

Padilla iba a decir algo cuando sonó el teléfono fuera de la habitación. Oyó la voz de Alvaro: «¡El teléfono, papá!». Besó de nuevo a su hija y se dirigió a la puerta.

—Ya hablaremos —dijo mientras se alejaba—, pero vas a ir a esa fiesta de tus compañeros de clase, Carola, te lleve quien te lleve. Sé que te lo pasarás bien.

Su hija lo aceptó. A diferencia de Alvaro, ella nunca discutía. Quizá porque, como decía su hermano, «siempre conseguía sus propósitos». Con ese alegre pensamiento en la cabeza, y sintiéndose mejor, Padilla se dirigió al dormitorio, donde estaba el teléfono más cercano. «Número desconocido», leyó en el visor.

—Sí —dijo al auricular.

Tras un instante de perplejidad, volvió a colgar. No había oído nada. Sin duda, se había tratado de una llamada a un número equivocado.

Se levantó y, desde el dormitorio, accedió a su despacho.

«No pasa nada. Es que quedan cosas por hacer...» Encendió el ordenador del escritorio y abrió el correo electrónico. Envió un archivo a una dirección concreta y lo cerró. Regresó al dormitorio silbando una cancioncilla y recordó que había olvidado el maletín del trabajo dentro del coche. Pero disponía de tiempo para ir a por él. Mucho tiempo. Antes debía disfrutar. Se inclinó hacia el visor del teléfono.

—Teléfonos —dijo—. Desconectar.

Observó divertido cómo las luces de todos los canales del teléfono se apagaban una a una. Luego pasó al salón, donde Alvaro seguía grabando vídeos que sonaban en toda la casa, y desconectó los sensores de vigilancia. Titubeó mirando a su hijo, pero pensó: «No: todavía no. Lo primero es lo primero...».

Entró en la cocina. Amelia, la chica de servicio, entornaba los ojos manipulando la pantalla táctil del microondas. Padilla se agachó tras ella, tiró de un cajón, lo abrió y sacó un objeto alargado. Se giró hacia la chica.

«Lo primero antes que lo segundo...»

Dejó a Amelia en el suelo sobre un charco rojizo que empapó sus zapatos y las perneras de su pantalón y regresó al salón por la otra puerta. Su hijo seguía de espaldas, concentrado en el aparato de música. Padilla se acercó a él con pasos suaves pero decididos, sosteniendo el cuchillo de carne goteante.

Carolina Padilla retocaba el cuadro cuando un ruido, como de algo que se hiciera pedazos en algún lugar de la casa, la sobresaltó.

—¿Qué ha pasado? —exclamó.

Nadie respondió. Quizá no la habían oído, porque la puerta de su cuarto estaba cerrada y los vídeos que grababa su hermano seguían sonando en el salón. Afuera, Pirata ladraba más que nunca y la lluvia no había cesado.

Dedujo que la tragedia no había sido grave. «Amelia habrá hecho de las suyas: otro adorno a la basura», pensó sonriendo, y retornó al cuadro. Pero decidió que estaba cansada de pintar, dejó el pincel en el pequeño recipiente de agua donde tenía los otros y se secó las manos. Era muy cuidadosa y limpia, le gustaba recoger sus cosas y tenía su habitación inmaculada. Años atrás, criticado por sus padres debido a su propio desorden, su hermano se había burlado: «Carola no desordena porque no se mueve». Hubo un enfado mayúsculo, gritos, y hasta llanto de mamá. Pero a ella no le afectó aquella frase cruel. Quería mucho a Alvaro y sabía que el sentimiento era recíproco. «Es solo que es un chico —pensaba—. Los chicos son así de tontos.» Desde luego, no iba a ser ella quien le aguara la fiesta esa noche a él.

Echó un vistazo a la hora y supo que Amelia iba a llamar a su puerta de un momento a otro para decirle que la comida ya estaba servida. A ella siempre la avisaban, a su hermano nunca. Carolina no soportaba que sus padres la trataran de forma «especial». A veces pensaba que cuidaban más a su invalidez que a ella: dedicaban tiempo y dinero a procurarle cuantiosos ejercicios de rehabilitación o molestas e inútiles terapias con las llamadas «células madre». ¿Por qué no la aceptaban tal como era? Eso la incordiaba, pero también el no saber cómo expresar aquel sentimiento sin ofenderlos.

Le pareció sentir que alguien se acercaba a la puerta. Amelia, sin duda. Pero quienquiera que fuese no se decidía a entrar. Se preguntó si sería su hermano tratando de gastarle una broma.

—Te estoy oyendo —dijo en voz alta, sonriente.

Nadie contestó. Iba a encender los mandos de la silla eléctrica para acercarse cuando, de repente, algo le llamó la atención en su cuadro.

Papá tenía razón: el ángel estaba demasiado serio. Lo había pintado con los brazos tan extendidos que no parecía invitar a nadie a refugiarse en ellos sino querer atrapar a una víctima inocente. Los dedos se abrían como garras.

Eres mía, Carolina.

Estaba mal hecho, era irreal. Solo su expresión resultaba llamativa, porque, a pesar de su seriedad, a Carolina se le antojaba que en sus ojos había un brillo de...

La puerta se abrió de golpe y la figura que entró tambaleándose en su habitación también estaba mal hecha y era irreal. Parecía haber surgido de una película de terror, con toda aquella sangre por encima, enarbolando aquel cuchillo. Carolina ni siquiera gritó. Sencillamente,
no se lo creyó.
Una garra aferró su camiseta y se sintió alzada en vilo desde la silla, sus inútiles piernas bailando en el aire como tentáculos de calamar, para luego caer de espaldas contra la cama en la que dormía. No le había dolido: estaba como desconectada de lo que sucedía, contemplándolo todo como parte de la misma pintura. Y cuando el hombre se arrojó sobre ella aplastándola con sus gruñidos, su olor a carne cruda y sus gestos animales y comenzó a tirar de sus pantalones de malla para bajárselos, Carolina supo que no era su padre,
no podía serlo,
sino el ángel.

Lo supo porque había visto en los ojos del ángel lo mismo que ahora veía, desde tan cerca, en los del hombre.

Placer.

30

Pasé el resto de la tarde haciéndome las mismas preguntas. ¿Por qué tenía la sensación de que Gens me ocultaba algo? ¿Acaso sabía dónde se encontraba Vera? ¿Y qué pensar del secuestro de Elisa? ¿Estaban ambas desapariciones relacionadas con lo de Renard?

Intenté hablar con Padilla, pero en Los Guardeses me dijeron que se había tomado el día libre y yo no conocía sus teléfonos privados. Mi única esperanza era Miguel. Tampoco contestaba. Le dejé un mensaje. A última hora, cuando ya anochecía, mi teléfono sonó y era él. Parecía contento, se disculpó por no haber llamado antes y me propuso algo inusual: vernos en un mexicano de Princesa que nos gustaba a los dos. Yo no tenía ningún deseo de salir a cenar, pero Miguel aseguró que solo buscaba un sitio agradable en el que poder hablar. Terminé aceptando, me puse la cazadora y llegué al restaurante antes que él tras recorrer un Madrid frío y lluvioso. Tuve que admitir que el ambiente del local, bastante lleno en víspera de festivo, los recuerdos de otras cenas disfrutadas allí y los primeros sorbos del margarita me animaron. Y mientras le echaba un vistazo a la carta, que contenía fotos de los platos, una sombra me hizo alzar la vista, y allí estaba.

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