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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (42 page)

BOOK: El cebo
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Hasta que el estallido cegador en que se convirtió Claudia Cabildo nos detuvo.

28

A veces me ha parecido como si yo no tuviera nada por dentro. Como si fuese solo capas y capas de barro moldeadas como una mujer. Acostumbrada a fingir tantas emociones, a menudo me ha costado averiguar lo que de verdad sentía.

No me ocurrió así en el funeral de Claudia.

Claudia Cabildo no había sido mi amiga. Jamás hubiese ido con ella al cine o a una fiesta, nunca me acordaba de felicitarla en su cumpleaños. Pero era como un símbolo para mí: de nuestra lucha, nuestro sufrimiento, nuestra derrota. Y ahora, también, del engaño en que vivíamos, la terrible farsa en la que nos hacían actuar.

No estaba vacía, en este caso. Tenía cosas dentro: un dolor profundo, aunque no abrumador, que dejaba suficiente espacio para una furia contenida a duras penas. Todo mi cuerpo se hallaba tenso, las lágrimas me quemaban como surgidas de un volcán. Era como si me dispusiera a pelear de nuevo contra el Espectador.

Y mi ánimo solo empeoró ante el ritual que presencié.

El día previo había sido agotador. Después de que los bomberos y el personal sanitario salvaran lo que quedaba de la casa de la calle Teseo en Las Rozas —un cuerpo carbonizado y cuatro paredes ennegrecidas—, vino el extenuante interrogatorio de la policía. No sé cuántas veces conté cómo Claudia se inmolo a lo bonzo, quizá con escalofriante premeditación, tras hurtar el combustible sobrante de una vieja cortadora de césped. O cómo Nely y yo corrimos de un lado a otro intentando vanamente encontrar algo, lo que fuese, para apagar la bola de llamas que se tambaleaba entre aullidos quemándolo todo a su paso y, derrotadas ante lo inevitable, yo decidía sacar a la fuerza a Nely de la casa. Por suerte, Padilla llegó a la comisaría justo a tiempo de tomar el relevo, liberándome de mis responsabilidades como testigo. De regreso a mi apartamento desconecté el teléfono y me eché vestida sobre la cama. A partir de ese punto ya no recuerdo mucho más. Fue como si el lunes hubiera desaparecido de mi calendario.

Por la noche hallé fuerzas para revisar los mensajes, y había uno de Miguel: al día siguiente se celebraría una ceremonia en honor de la que había sido «una de las grandes». En privado, por supuesto, en el tanatorio de Las Columnas, carretera Norte. Estábamos invitados. Decidí acudir, en parte, para poder hablar a solas con Miguel si se presentaba la ocasión. Pero las cosas no salieron como esperaba.

El martes, último día de octubre, no llovía cuando llegué a Las Columnas, aunque las nubes se congregaban, grises, en la gran explanada del cielo. Decir que fue un funeral íntimo sería un eufemismo. Más bien fue clandestino. Cinco años de aberraciones y combates y otros cinco de locura se resumían en dos coches oficiales y una decena de personas: Padilla, Gonzalo Seseña, la subdirectora Olga Campos, los perfiladores Nacho Puentes y Ricardo Montemayor, algunos ex cebos, Miguel y yo. Cosa extraña, también la madre de Claudia, alta, enlutada, de pelo muy corto y gris, a quien yo nunca había visto. Me sorprendió que a Claudia le quedaran seres queridos, y quizá no le quedaban, porque el semblante de aquella mujer no se inmutó en los momentos en que lo volvía hacia mí desde la primera fila de la capilla. Pensé que había venido porque la etiqueta lo exigía, como Padilla y Seseña: cónsules mezclados con la plebe durante el último adiós al soldado.

La capilla era estúpidamente artística, y dentro se oían el estúpido
Claro de luna
y un estúpido coro infantil. Un cura joven, calvo, bajito como un niño, titubeó al ir a pronunciar el apellido de Claudia e hizo una pausa para leer el guión. El féretro había sido colocado sobre dos soportes que parecían sillas, y antes de la misa Nacho Puentes me había susurrado, para restar gravedad con una broma: «Falta de presupuesto». Pero no me reí. Fue como si de improviso me percatara de lo teatral que era todo.

O casi. Miguel me abrazó y me dedicó un sincero «te amo» en un par de ocasiones. Y hubo un momento de llanto estremecedor procedente de la pobre Nely, que llegó cuando la ceremonia ya había comenzado. Se había recogido el cabello y parecía haber envejecido veinte años. «Ahora también ella necesita que la cuiden», se me ocurrió al verla. El dolor de Nely, sin duda la única verdadera amiga que Claudia había tenido en toda su vida, me impresionó más de lo que esperaba. Tal vez porque la envidiaba. Yo deseaba, como ella, poder expresar lo que sentía ante aquellos políticos, cebos y perfiladores que fingían una pena circunspecta. Paradójicamente, solo Nely, única espectadora entre tanto actor, le daba voz a las emociones.

Nadie salió a hablar como en los funerales americanos. En España no teníamos esa costumbre. Además, no era fácil decir nada sobre Claudia. Su biografía carecía de grandes tragedias familiares, a diferencia de la mayoría de nosotros: padres oriundos de Valencia, separados, algún problema infantil de carácter, poco más. Gens la había elegido para formarla personalmente, eso era lo que importaba.

Y también, por lo que yo creía saber, la había destruido personalmente.

Pero mi furia no solo iba dirigida contra Gens, o contra unas autoridades encubridoras. Sobre todo, me odiaba a mí misma.

Aunque me costase admitirlo, había sido yo quien había resucitado la pesadilla de Claudia tras tres años de olvido. Y no me consolaba pensar que era preferible la verdad, porque la verdad apenas consistía en un miserable ataúd que albergaba los restos retorcidos, y pronto incinerados, de una muchacha traicionada por sus propios mentores («Oh, querida —hubiese dicho Nacho Puentes—: a ti sí que
te ha quemado el trabajo»).
La conciencia de culpa me resultaba insufrible.

Quizá a ello se debiera lo que después sucedió.

—Amén.

La breve ceremonia concluyó, el cura hizo mutis por un lateral y la primera fila empezó a vaciarse. Padilla, con abrigo y jersey de cuello vuelto negros, flanqueado por Olga Campos y un preparador cuyo nombre no recordaba, pasó junto a mí, me dedicó una mirada fugaz y suspiró.

—En fin, todo ha acabado ya —comentó con aire pesaroso.

Fue oírle decir eso, mientras el resto de asistentes, incluyendo a la señora que hacía el papel de madre, daban la espalda al féretro casi antes de que lo trasladaran fuera del recinto, lo que me hizo reaccionar.

Todo ha acabado ya.

Aparté el brazo de Miguel y me volví hacia Padilla, los ojos llorosos bajo los cristales negros de las gafas de sol que me había puesto.

—No, no todo ha acabado ya —dije, y la voz me temblaba—. No ha hecho más que empezar. —Padilla se paró en seco, aunque manifestó menos sorpresa de la que cabría esperar si hubiese sido inocente. Su rostro ovoide de cabeza rapada estaba pálido y parecía avejentado. Supuse que los remordimientos lo consumían como a Álvarez, y eso me dio energía para proseguir—. Voy a llegar hasta el fondo, Julio. Será lo último que haga antes de dejar este puto trabajo, pero te juro que a partir de ahora no vas a poder sentarte en tu puto despacho sin pensar en mí... Seré un grano en tu puto culo...

—No entiendo nada, perdón —repuso Padilla, parpadeando.

Por desgracia, nunca he sabido hacer las cosas bien cuando doy rienda suelta a mis
verdaderas
emociones. Casi siempre pierdo el control, como Coriolano, el orgulloso militar de la obra de Shakespeare. Tras aquel par de disparos certeros, comencé una absurda ráfaga:

—Aún no sé si lo de mi hermana tiene que ver con lo de Claudia... Creo que sí... Vamos, estoy segura... Conseguiré pruebas, te lo advierto...

—Diana, cielo... —decía Miguel a mi espalda.

Yo no alzaba la voz, y pese a todo empezábamos a tener público; tras asegurarse de que la madre de Claudia había salido ya, Seseña se había vuelto a mirarnos, y lo mismo hacían Olga, Nacho y Montemayor.

—Mejor vete a casa y descansa, Blanco —cortó Padilla—. Estás agotada.

—¿Quieres que lo cuente yo? —Me había acercado tanto a él que mi jersey azul bajo la cazadora rozaba su abrigo—. ¿Les cuento a Seseña y Olga cómo cayó al foso Claudia, o ya lo saben? —Padilla movió la cabeza, como dando a entender que yo no era digna de una réplica, y se alejó perseguido por mi voz—. ¡Claudia ha muerto, pero yo no! ¿Me oyes? ¡Y aún no he caído al foso! Suéltame, por favor... —Rechacé la mano de Miguel, y de repente, al observar su expresión, me avergoncé—. Lo siento.

—Diana, quiero hablar contigo —dijo Miguel—, pero no aquí.

—Yo también quiero hablar contigo —repliqué con dureza—. Vámonos.

La capilla, ya vacía, me agobiaba con su denso olor a flores de coronas de muertos, pero afuera, el gris y frío día de otoño me despejó. Los coches oficiales se estaban marchando y el escaso público no tan oficial se dirigía, parsimonioso, hacia el aparcamiento. Ya no quedaba nadie en el interior del largo porche acristalado del tanatorio.

O apenas.

Lo reconocí de inmediato: una silueta oscura avanzando con paso renqueante hacia el fondo del porche. Pese a su lentitud, se hallaba lejos, por lo que deduje que había asistido a la ceremonia desde la entrada, como quien adquiere una butaca de última fila para poder abandonar antes que nadie la función.

«Y discretamente, ¿verdad? Oh sí, sobre todo
discretamente.»

Tomé una decisión rápida: hablar con Miguel podía esperar, pero no sabía cuándo se me iba a presentar una oportunidad semejante. Lo besé, le aseguré que ese mismo día lo llamaría, ignoré sus aturdidas preguntas y corrí en pos de aquella sombra huidiza.

—¡Señor Peoples! ¿Ya se va? Se perderá la fiesta. Padilla nos invita a todos a una copa para celebrar el éxito de la operación Renard...

Víctor Gens apenas modificó sus pasos al oírme, aunque la mención del nombre de Renard le hizo envararse. Vestía de negro riguroso de pies a cabeza: sombrero, abrigo, guantes. De espaldas, solo el área de pelo blanco entre el sombrero y el cuello del abrigo representaba una variación. La madera barnizada de su bastón reflejaba la luz.

—Diana... —le oí murmurar, como si mi nombre fuese un dolor inguinal—. No tengo ganas de hablar contigo, querida.

—Entonces sabrá lo que se siente al hacer algo sin ganas. —Le corté el paso. Me creía capaz de ponerle una zancadilla si era preciso—. Quiero a mi hermana, Gens.

Soltó una risa hueca.

—Nunca he dudado de eso, ella es tu punto débil. ¿Cómo está Vera?

—Le diré cómo si usted me dice
dónde.
—Me esquivó, pero volví a ponerme frente él—. Por favor, devuélvamela, y le doy mi palabra de que no lo denunciaré, doctor...

Aquel ruego lo detuvo. Me miró un instante. Llevaba unas gafas de cristales redondos tan negros que, sobre su rostro blanco y huesudo, parecían órbitas vacías. Era como si me observase un cráneo con sombrero.

—El gran problema de todos los profesionales —dijo—: mezclar el afecto con el trabajo. De verdad, querida, no pienso hablar contigo. Estoy cansado...

Hubiese podido incrustarle el puño en su rostro de anciano, pero no fue el respeto lo que me lo impidió sino el gesto que hizo con la mano que no sostenía el bastón, como llamando a alguien. Nos encontrábamos cerca de una salida lateral, y más allá del muro blanco del tanatorio había una cancela abierta y un coche oscuro aparcado junto a ella, con dos hombres esperando de pie. Uno parecía un robusto conductor de camión, y podía ser el chófer. El otro, joven y flaco, se acercó con aire guerrero haciendo balancear sus brazos enfundados en una cazadora vaquera.

—¿Sí, doctor? —Su acento del Este era fuerte—. ¿La señorita lo está molestando?

—Así es, Vasili —convino Gens—. Échala, por favor.

Supuse que Vasili intentaría ponerme las manos encima y me preparé. Pero, en vez de ello, se plantó con las flacas piernas abiertas delante de mí, llevó los dedos al pecho y los entrelazó, al tiempo que doblaba en ángulo la cintura y desplazaba el peso de una pierna a otra. Reconocí un primer paso de Bassiani en la clásica máscara de Enigma. El conjunto de gestos y el decorado del muro blanco que enmarcaba su figura me pusieron la piel de gallina, y sentí escalofríos de confuso placer. Aquella técnica era muy, muy efectiva para repeler agresiones o gestos violentos, y su realización había sido aceptable. Solo había cometido un error, pequeño pero jodido. Yo no estaba agrediendo a nadie.

Es como si quieres dormir y alguien te da un beso: lo mismo puedes despertarte del todo que dormirte antes. A mi psinoma le
gustó
lo que hizo, pero no lo suficiente como para bloquearme. En cambio, yo intenté otra cosa. Había observado la expresión de Vasili al oír la orden de Gens, y pensé que podía ser fílico de Orador. Realicé una técnica de Orville: convertí el deseo de interrogar a Gens en un falso afecto, junté las manos en la cabeza y murmuré «cuánto lo siento». Sabía que el efecto se vería reforzado con mi vestuario de cazadora negra de solapas alzadas y pantalones de cuero. La máscara pretendía representar a un ser poderoso a quien le costara mucho implorar a los demás, como Coriolano, en la gran tragedia política de Shakespeare, que apenas logra rebajar un ápice su orgullo para solicitar el apoyo del pueblo. Un Orador rápido es puro azar, no sirve como máscara de urgencia, pero si aciertas te toca siempre el premio gordo, así que conviene arriesgarse.

Yo acerté.

Cuando el tal Vasili puso cara de idiota, o dejó de fingir que no lo era, sonreí.

—¿Ahora contrata a temporeros para hacer de cebos, Gens?

Gens rió. Su risa era como si nos hubiesen adjudicado a todos al nacer un número concreto de carcajadas y a él apenas le quedara un par.

—¡Pobre Vasili! —graznó—. Es un buen ayudante que ha aprendido algunos trucos, tan solo... En realidad, te equivocaste: no es un Orador sino un Inocente, pero ambas filias se relacionan y has logrado confundirle... Anda, Vasili, vete al coche, no tardaré... Y no te enfades, hombre, hiciste lo posible, pero ella es Diana Blanco. La entrené yo —agregó con orgullo—. Ni cien como tú podrían detenerla. —Vasili dejó de contemplarme como si yo me hubiese materializado desnuda una noche en su cama entre su mujer y él, y se alejó con pasos de zombi. Gens me sonrió—. Bien, tú ganas. Hay una vereda muy bonita por aquí, daremos un paseo otoñal de tanatorio...

Las Columnas debían su nombre a un camino serpenteante y corto donde el arquitecto había empleado el granito y la imaginación sobrantes en esculpir media docena de pilares. Eran simples cilindros altos sin adornos, pero la presencia de Gens pareció convertirlos, de algún modo, en el decorado de una película de romanos. Se detuvo junto a uno y me escrutó. Me sentí en desventaja de repente, como en un ensayo.

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