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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (23 page)

BOOK: El cebo
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Estuvo así cierto tiempo, sentado frente a mí, mirándome en silencio, su rostro deshecho en sombras. La luz, sobre su cabeza, hacía arder su pelo blanco.

Entonces me dijo lo que quería.

16

Más o menos a la misma hora de la mañana del martes en que Víctor Gens decía a Diana Blanco lo que quería, Alberto Álvarez Correa, Comisionado de Enlace entre Interior y Psicología Criminal, descubrió el coche. Estaba aparcado al otro lado de la calle y era un modelo nuevo de BMW gris marengo con cristales tintados. Álvarez no podía ver a su ocupante, pero sabía que allí tendría lugar la cita.

Enfundado en un abrigo oscuro y balanceando un maletín de ejecutivo, Álvarez miró, como buen ciudadano, a un lado y otro de la calle antes de disponerse a atravesarla. La calle tenía el nombre de una batalla de un rey famoso, pero Álvarez no recordaba ni qué rey ni qué batalla eran. Estaba como encajada entre dos grandes edificios de oficinas en Campo de las Naciones, y solo la poblaban jóvenes ejecutivos y empleados de lujosos concesionarios de automóviles. Había también un par de restaurantes y una vinoteca. Esta última, que se hallaba a pocos pasos del coche, estaba adornada con barriles y recordó a Álvarez, inevitablemente, la estúpida anécdota que habían contado aquella mañana durante el desayuno «informal» con el ministro del Interior y los directores de Inteligencia, Recursos y Operaciones en el Centro Nacional de Inteligencia. Se burlaban del secretario de organización de un encuentro veraniego con unos colegas extranjeros, que había incluido entre las diversiones una visita a unas bodegas de vino.

—La próxima vez tendríamos que llevarlos a ver zarzuela —decía el ministro. Se hallaba de buen humor, aunque a Álvarez le apenaba que el buen humor en la clase política casi siempre delatara ignorancia—. ¿Vienen a España? ¡Pues, hombre, natural! Una visita guiada a unas bodegas. Por Dios, qué cutrez.

—Para eso, mejor las corridas de toros —había apuntado, siguiendo la burla, el director de Inteligencia, espigado, moreno, muy necesitado de ortodoncia cuando sonreía.

Álvarez había sonreído sin ganas, arrinconado en un extremo de la larga mesa, mientras cortaba el cruasán endurecido y lo convertía en una masa aceptablemente tierna mediante sorbos del horroroso zumo de naranja. En aquellas reuniones tenía la sensación de que el mundo se caía a pedazos y que a nadie le importaba, porque, a fin de cuentas, ahí estaba él para sostenerlo, Alberto Álvarez Correa, digno Comisionado de Enlace entre Interior y todo lo demás. Él y sus «chicos».

Se percató de que estaba apretando la mandíbula al recordar aquel desayuno, y procuró desviar la tensión hacia la mano con que sostenía el maletín. Echó un vistazo al reloj: llegaba con un minuto de adelanto a la hora prevista, lo cual era un tiempo más que adecuado para llegar. Ser puntual, decía su padre, es tener la mitad de las cosas bien hechas. «¿Y la otra mitad, papá?», preguntaba él cuando era niño.

«Mis chicos», pensó mientras comenzaba a atravesar la calle, enterrando su indignación, y todas sus emociones, a kilómetros bajo su conciencia, como solía hacer.

Así los llamaba el ministro: «los chicos». Álvarez debía admitir que la expresión le gustaba más que «las agentes», como los denominaba la anterior ministra de Interior, dando erróneamente por supuesto que siempre eran mujeres. Además, la ministra no quería ni oír hablar de que aquellas «agentes» hiciesen nada impropio o indigno de su sexo, ni de la posibilidad de que pudieran «no respetarse los derechos constitucionales» a la hora de encargarles un trabajo. Sospechaba Álvarez que aquella señora pensaba que los cebos eran poco menos que chicas 007, duchas en artes marciales, espionaje y conducción de coches deportivos. El se limitaba, como siempre, a escucharla y ofrecerle su informe. Durante sus más de doce años al frente del digno y honroso cargo de Comisionado de Enlace etcétera se había acostumbrado a tratar con las sucesivas ideas absurdas que cada ministro se hacía de aquel mundo. La de los «chicos» no era, ni de lejos, la peor.

—¿Y qué tal los chicos, Alberto? —había preguntado el ministro en el desayuno.

Álvarez se había encogido de hombros mientras ofrecía su respuesta preferida.

—Bien, señor ministro. Están distribuidos. —Era la respuesta idiota tipo A. Normalmente no necesitaba otra, pero en aquel momento se cernían nubes de tormenta y consideró necesario agregar la tipo B, más elaborada—: Pero creo que es mejor que me pregunten caso por caso.

—Hombre, ya que lo mencionas... —Comenzó Inteligencia, y expresó su preocupación por la célula neotalibán recientemente constituida en España. Dijo que se necesitaba con urgencia algún tipo de infiltración entre sus miembros. Un «chico», precisó.

Por su parte, Operaciones quería saber qué decir a la Interpol respecto de la banda de trata de blancas que actuaba en la costa andaluza, cuyas ramificaciones hacían sospechar que formaba parte de una conocida banda «soviética» (empleaba la jerga con que se designaba a los delincuentes del Este). Se necesitaban «un par o tres» de chicas. No agregó, ya que era obvio, que tales chicas tendrían que ofrecerse para ser contratadas. Cuando le llegó el turno, el ministro confesó que dormía con los expedientes del Espectador y el Envenedador de Madrid bajo la almohada, o más bien, que estos no le dejaban dormir.

Y todos miraban a Álvarez al acabar

El les explicó de qué forma estaban distribuidos los «chicos», y cuál había sido la prioridad en cada caso, sin dar detalles. «Cómo os joderían los detalles —pensaba—. Os importa solo el resumen.» Los miraba uno a uno mientras les arrojaba huesecillos de explicaciones, sabiendo cuánto les asustaría que él les dijera que ya no veía a ningún «chico» si podía evitarlo. Que trataba aquellos asuntos con Padilla, y siempre lejos de los teatros. Que había levantado un muro entre los cebos y él, como a su vez los políticos lo construían entre el propio Álvarez y ellos. «Porque quizá alguien pueda pensar que existen seres humanos así —suponía—, pero no que trabajan en este país, en esta ciudad, a tu lado.»

—De modo que todos se encuentran tendiendo redes —había concluido Álvarez, recordando a tiempo que la palabra «cebo» se hallaba completamente prohibida en las conversaciones de la alta política española, incluyendo los desayunos «informales».

—Bien, bien, bien. —Jorge Martos, el ministro, se acariciaba la barba entrecana mientras sonreía. Álvarez había aguardado, sumiso: sabía que Martos usaba el político sistema de repetir tres veces lo mismo para disponer de tiempo para pensar—. Indudablemente, hay que obtener algún resultado, porque echas un vistazo a los informes de mi gente y no paras de llorar. Lo último que proponen con el asesino de chicas es conseguir una orden judicial para efectuar registros en más de medio centenar de casas de la provincia. —El ministro nunca lo llamaba «el Espectador», recordó Álvarez, apodo que, por cierto, nadie no vinculado a Psicología era capaz de entender—. Les he dicho: «Oye, por favor, seamos serios...».

—Qué absurdo —dijo Inteligencia.

—Ridículo —dijo Álvarez una fracción de segundo después.

—Pero yo les comprendo, coño, porque el
surveillance
no está haciendo nada, nada, nada. —Una de cal, una de arena, era la norma del ministro en las discusiones—. Tenemos diez helicópteros sobrevolando Madrid provistos de escáner de rastreo... ¿Resultado? Cinco registros en falso en domicilios. Demandas judiciales. Y cuesta un huevo mantenerlos.

—Se parte de... —Álvarez se detuvo para tragar una flema que atiplaba su voz—. Perdón... Se parte de la base de que posee un sótano grande de dos niveles bajo tierra. Pero probablemente usa bloqueadores de última generación, y a ello le suma algún tipo de convertidor virtual para falsear el mapeo de la casa. Tenemos un nuevo sistema que permite detectar ese equipo sofisticado, pero... si, por ejemplo, dispusiera de un F-SASAT, o sea, un activador de falsas señales de satélite, entonces...

Mientras leía datos, sintiéndose cada vez más absurdo en su papel de chico listo, Álvarez pensaba: «¿Y las granjas? Las hemos cerrado todas. Es cierto que en ellas los cebos eran tratados de forma inhumana... sobre todo en la que Gens tenía en Madrid... Sí, sí, de acuerdo, pero... ¿Ahora echamos de menos a los cebos bien formados, como en sus tiempos lo estaban la Blanco o la Cabildo? Hemos retirado la mitad del presupuesto de Psicología por causas éticas y económicas y ahora... ¿Qué es lo que quieres? Esto es lo que hay, 007, licencia para matar: esto es lo que hay...».

—Bien, bien, bien. Todo bajo control, entonces —había dicho el ministro.

«Todo bajo control, una
mierda»,
había pensado Álvarez.

Cuando el desayuno terminó, recordó que aquel mamarracho ni siquiera había mencionado una sola vez al cebo desaparecido en combate, «Elisa Iglesias», como la llamó el de Operaciones, así, de pasada, en un aparte a Álvarez. Elisa Catedral o Elisa Monasterio, sea lo que sea, por favor, no la mencionemos. Tenía
apenas
dieciocho años, había recalcado el de Operaciones. Por favor, no mencionemos a los cebos que aún no están en edad de merecer. No hablemos de los niños y niñas. «Ponéis el grito en el cielo cuando tenéis que explicar a la embajada francesa que una estudiante de dieciséis años de Tolouse ha sido secuestrada por nuestro
psico
nacional, pero no hablemos de las chiquillas que son cebos...»

Mientras cruzaba la calle, Álvarez Correa sintió que el cruasán se le revolvía en el estómago. Lo malo era que él podía comprender aquella negación, porque tenía hijos. «Imagínalos haciendo una mascarada... Imagínalos entrenándose en una granja para gustarle a un loco... Pero ahora imagínalos secuestrados por ese loco
debido
a que nadie ha querido mejorar el mundo de los cebos. Imagínalos torturados
debido
a que no existen buenos cebos capaces de entregarse al loco y destruirlo.» A fin de cuentas, como el doctor Gens le había dicho en cierta ocasión, «los cebos están haciendo lo que les gusta», por mucho que ningún legislador aceptase el placer de un cebo como prueba de la legalidad de sus actividades.

Su inquieto subconsciente le regaló otro mal recuerdo: la entrevista con Diana Blanco, hacía más de una semana. Blanco, una de las leyendas vivas del departamento, a quien, por azar, él había contemplado durante un ensayo en los teatros años atrás, experimentando así por primera vez en carne propia el poder de aquellos individuos. Los malditos cebos, sus demonios particulares, sus pesadillas diurnas, sus «chicos», a quienes no podía contemplar de frente pero tampoco dejar de lado. Los cebos, tan monstruosos como sus presas. «Y como sus instructores», pensó Álvarez con un escalofrío. Porque, ¿acaso era más humano Víctor Gens? Rememoró con alivio el día en que aquel psicólogo esperpéntico se había marchado para siempre. Por supuesto, sabía que Gens seguía vivo, y Padilla le había comentado que, de vez en cuando, le enviaban informes de casos para solicitar su opinión. «Pero al menos lo hemos perdido de vista. Al
menos.»

No soportaba el recuerdo de Gens. Los pecados de Gens eran también suyos.

Sus pecados, su caída. A raíz del incidente con Diana, y pese a que no comprendía nada de psicología psinómica, Álvarez había leído acerca de su propia filia. Filia de lo Ambiguo, emparentada con otra llamada «de Caída», relacionada de algún modo con la obra
Enrique V
de Shakespeare, donde se narra la muerte de Falstaff, símbolo de la «caída» en la edad madura, del placer que el joven rey debe reprimir. ¿Y también —se preguntaba Álvarez— de su caída personal, de la sensación de estar precipitándose al vacío moral, al tragante donde justos y pecadores eran devorados sin distinción?

El coche de cristales tintados parecía agrandarse conforme él se acercaba. Le habían asegurado que la entrevista no duraría más de una hora, lo cual le animaba, desde luego, ya que así podría regresar a tiempo a su despacho en Interior, cerrar las puertas y prepararse para recibir una holoconferencia desde Londres con su hijo menor, Ismael. Dieciséis años de alegrías y preocupaciones. Oh Dios, deseaba
tanto
volver a ver su rostro y su cuerpo flacucho de chiquillo. Su hijo se educaba en un selecto colegio de Londres donde daban prioridad a las artes y humanidades en general. Quería ser actor, y Álvarez se había doblegado de buen grado a su deseo. A fin de cuentas, ya tenía bastante con sus otros dos hijos, un flamante empresario y un estudiante del Trinity de Dublín deseoso de hacer alguna carrera política, para satisfacer las ansias familiares de alta burguesía. ¿Por qué no dejar que Ismael jugase a su modo? Recordó de improviso que, en su última holoconferencia, el chaval se había quejado del «tostón» de obra que había ido a ver al teatro El Globo —
Enrique V,
precisamente—, añadiendo: «Desde luego, no es la
mejor
que escribió ese
hombre,
¿verdad, papá?».

Deseaba alejar a sus hijos de aquel mundo y sus peligros, protegerlos de la existencia de los cebos, jóvenes como ellos que interpretaban a Shakespeare para proteger a otros. «Porque alguien tiene que hacer lo que debe hacerse», solía decir Gens.

Álvarez sintió compasión de sí mismo al verse reflejado por los cristales oscuros del coche. Allí contemplaba la clase de hombre que los demás pensaban que era: burócrata, calvo, caminando pesaroso bajo el gris del Madrid otoñal. «Comisionado de Enlace, qué coño: un cargo inventado que ni siquiera es político... Pero alguien tiene que hacerlo, ¿no es cierto? Y la mitad de las cosas bien hechas no es suficiente aquí, papá.»

El coche parecía vacío. Nada se escuchaba ni se movía en su interior. Mientras Álvarez lo rodeaba por la parte de atrás para abrir la puerta del copiloto, pensaba: «Acabarían cayendo, desde luego... El Espectador y el Envenenador... Los atraparíamos incluso sin cebos, claro. Sería cuestión de tiempo. La pregunta es
cuándo».
En cierto modo, se hallaba bastante esperanzado, ya que el motivo de aquella reunión confidencial era recibir nuevas y recientes pistas en ambos casos. Si podía entregarle al ministro ciertos progresos en las dos investigaciones, acabaría el día felizmente.

Llevó la mano a la portezuela del copiloto, y de repente pensó algo.

Siguiendo el protocolo de aquella entrevista secreta, había ordenado a sus guardaespaldas que no lo esperasen y regresaran a Interior. También había ahuyentado a su chófer y al secretario que siempre lo acompañaba. Estaba solo.

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