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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (22 page)

BOOK: El cebo
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Gens regresó arrastrando unas zapatillas grises y portando un pañuelo violeta atado al cuello, lo cual, unido al jersey verde, pantalones turquesa y pelo níveo, le hacía parecer una especie de artista extravagante. Se había quitado las gafas desnudando unos ojos azul desvaído, y al darme el vaso vislumbré en ellos el destello de poder del Gens de siempre. Luego la vejez lo apagó. Se disculpó como si hubiese olvidado algo, regresó a la mesa y movió la mano frente a la pantalla. Sin duda era un chequeo médico
online.
Observé el parpadeo de una pulsera clínica en su flaca muñeca izquierda.

—Tengo la tensión caprichosa —explicó mientras revisaba los datos en la pantalla y se escuchaban pitidos intermitentes—, y el hecho de que hoy casi me pegaran un tiro no ha servido para calmarla... También controlo la frecuencia y el ritmo cardíacos... Supongo que quiero seguir vivo y bien el mayor tiempo posible, porque si no, no me explico por qué coño tanta preocupación por todos estos detalles...

Bebí un par de sorbos y de repente decidí que el drama de Gens me importaba mucho menos que el mío. Y que, en cualquier caso, el mío era más urgente.

—¿Qué quiere de mí, Gens? —espeté—. Suéltelo de una vez.

—¿Qué quiero de ti? ¡Qué voy a querer! —Sus ojos me repasaron de arriba abajo antes de regresar a la pantalla—. Placer, por supuesto. Eso es lo que queremos todos, sin excepción, en todo momento. Incluso cuando queremos dolor, es placer lo único que queremos. Y tú lo sabes.

Apreté los puños. Recuerdos de ejercicios humillantes en la granja y fuera de ella me vinieron a la cabeza como explosiones al oírlo hablar de esa forma. Seguí mirándolo a través de mis gafas oscuras.

—Eso no es una respuesta.

—Pues es la única que puedo darte. —Apagó la pantalla con un vaivén—. Eres la misma de siempre: buscas respuestas que puedes comprender. La alumna frente al profesor... ¡Cuánto me he esforzado por quitarte esa manía! ¿Sabes lo que quiero? Quiero soñar. No dormir, fíjate bien... Duermo como un bebé, y sin sedantes. Pero mis noches son completamente negras, como si la película de mi inconsciente se hubiese acabado ya y no hubiera segundo pase. Todo lo que hago es solo lo que quiero hacer. Siento que hasta mi corazón late porque me empeño. Añoro hacer algo involuntario.

—Hágase cebo —repliqué.

—Muy graciosa... —Lanzó su ronca risita al tiempo que se alisaba, en un gesto coqueto, su notable mata de pelo blanco—. No trato de inspirarte compasión, querida, sino de responder a tu pregunta...

—No ha logrado ninguna de las dos cosas.

Hizo una pausa y señaló de repente la ventana.

—Quiero mar. Esa es otra cosa que quiero. Lo echo de menos. Me gustaban incluso los días grises de Barcelona, por el mar. Aquí en Madrid hay demasiado polvo. Mal sitio para esperar. Yo me limito a esperar, como todo el mundo. Fastidia un poco, pero ¿quién puede abandonar la sala de espera, así como así?

No me esforcé en descifrar el sentido de sus palabras. Estaba acostumbrada a no entenderlo. Gens vivía para ser enigmático. Ser comprendido era, para él, ser destruido.

—A fin de cuentas —agregó—, ni siquiera quiero tu amor. No soy tu padre.

—Hace bien —susurré.

—Solo deseo explicarte mi
vulgaridad.
Es decir, mi aparente vulgaridad. Si fueras poco atractiva, incluso siendo cebo... Pero, mírate: veinticinco años, tan hermosa... Has ganado un poquito de peso, lo cual te sienta de maravilla. Ese aire que tienes, tan... despampanante... Por la calle, las cabezas giraban a tu paso, querida. —Aferraba el respaldo de una silla mientras hablaba, como si necesitara el bastón también para estar quieto. Parecía tan viejo de repente que los piropos que me dedicaba adoptaban, en efecto, cualidades paternales—. Mañana seré la comidilla de este barrio en ruinas... Mis vecinos los vejetes se preguntarán quién eres... Algunos creerán haberte visto de estrella en una película. «¿Cómo se habrá podido permitir ese lujo de chica?», pensarán. Y eso es lo
vulgar.
Odio eso.

Lo corté, impaciente.

—Dígame lo que quiere, vulgar o no, y yo le diré si acepto.

Pareció más molesto que sorprendido, pero yo sabía que, a cierta edad, la molestia deja de sorprendernos.

—En parte, lo que quería era explicarte
por qué
lo quiero —contestó, y por un instante dejó de ser la abuelita cariñosa para mostrar los colmillos.

—Ya he entendido esa parte.

—No con tu cerebro emocional. Lo has razonado, tan solo. Pero tu emoción siempre prevalece, por mucho que tu gran inteligencia quiera controlarla... Tu inteligencia es como ese moño que te has hecho: complicado, pero incapaz de albergar del todo tu cabello. Es curioso. Recuerdo que te decía lo mismo en los primeros tiempos. Eras puro fuego a los dieciséis años. Habías descubierto el goce de ser cebo, y yo insistía: «Diana, quítale emoción. Si
quieres
ser cebo, no lo serás. Es el único trabajo que solo se hace bien cuando no se quiere hacer». Y sin embargo, sabía que serías de los mejores. Por eso te elegí, ¿no? Entrenamiento personal. Y este es el punto al que quiero llegar: estuve cuatro años formándote. Eras una chiquilla preciosa. Vi todo lo que había que ver en ti, y te hice hacer de todo. Hay amantes que mueren tras toda una vida de lujuria sin haber hecho ni la mitad de lo que tú hiciste frente a mí. Igual que Claudia Cabildo, o esa inglesa a la que entrené, Mia Anderson, o Miguel Laredo, o Alfredo Frommer... Disculpa, pero estoy obligado a ser muy claro. Si te pido algo, no quiero caer en la vulgaridad del viejo verde. Me sentiría mucho más humillado con mi petición de lo que tú podrías sentirte complaciéndola...

—Ya le he dicho que lo he entendido.

—Sea —admitió.

Nos quedamos un rato mirándonos. Yo hacía esfuerzos por dominar el asco y el miedo que me producía su presencia, demostrarle que ya no era una «alumna» que se ejercitaba con temor en el mástil de su balandro. Pero comprendí que él tenía razón en un punto: como cebo, yo había hecho ya demasiadas cosas como para que me importase hacer una más. Simplemente, tenía que aceptarlo.

Me quité las gafas y las plegué.

—Haré lo que quiera, pero no sin recibir algo a cambio.

—Claro, un trato es un trato. —Gens varió el tono, comportándose de manera estudiadamente natural—. Quieres atrapar al Espectador, ¿no?

—Quiero saber cómo puede elegirme.

—Eso es fácil: dándole placer. Lo único que queremos todos los seres vivos es eso. En nuestro lenguaje significa que eliges aquello que complace a tu psinoma. Por desgracia, lo que más complace al psinoma del Espectador es Vera, ya te lo he dicho.

—Digamos que estoy de acuerdo.

Mi réplica pareció sorprenderle.

—¿Entonces?

—Pero ese es el deseo que el Espectador
se reconoce a sí mismo.
El deseo que admite. Usted decía que eso es la punta del iceberg. Hay algo debajo, la parte oscura y enorme de su psinoma. Yo quiero convertirme para él en el deseo que
no puede admitir.

—Ni tampoco rechazar. —Gens asintió sonriendo, como si celebrara mis palabras—. Quieres ser inevitable y perfecta. Pero te olvidas, querida mía, de que entonces huiría de ti. Espantado. No podemos contemplar nuestro deseo más profundo sin sentir terror.

Yo tenía ya una réplica para esa objeción.

—Pero usted puede ayudarme a encontrar el grado exacto. El punto de equilibrio entre su placer y su miedo. Aquello que no lograría dejar de elegir aunque le asustara.

Gens parecía muy divertido con aquella especie de examen. Coloqué las manos en la espalda, como una alumna aplicada.

—El error de tu propuesta está en la forma —observó—. Cada
psico
es un universo de refinamiento y sutilezas psinómicas, y el Espectador, en cierto modo, es uno de los más sutiles. Un genio del placer. Posee el hedonismo de un Falstaff. Tú quieres descifrarlo en cinco minutos, y eso es imposible. Tampoco puedo explicarte a Miguel Ángel o a Beethoven en ese tiempo. —Y de improviso su tono se hizo gélido mientras entornaba los ojos—. Has acudido a mí vestida con esa ropa y esos colores porque sabes perfectamente que atraen a un fílico de Aura. Y pones las manos en la espalda mientras me entregas un texto burdo, una representación de payaso, para que el viejo profesor te ofrezca su sabiduría. Vamos, Diana... Hace un momento, frente a la loca de la fragmentadora, realizaste una obra maestra. No vengas ahora con este teatro de aficionados. No me ofendas con tu
vulgaridad.

Ni siquiera pestañeé. Gens era demasiado astuto, pero yo venía preparada.

—Usted habló de hacer un trato —dije—. Eso significa que tiene algo que ofrecer.

—Tengo simples conclusiones. A nadie le importan ya.

—Cuánto siento no poder endulzarle el trago de su jubilación.

Gens respondió al fuego como solía: contraatacando.

—Quieres salvar a tu hermana y tú misma la pones en peligro con tu deseo de protegerla, lo cual, como te expliqué, la idealiza más para el monstruo... —Meneó la cabeza, divertido—. ¡Ella es el cebo perfecto en este montaje!

Aquella última frase me hizo reaccionar. En ocasiones, durante las pruebas, Gens se comportaba como un sádico abogado del diablo y defendía justo la idea contraria a la que creía cierta. Pensé que podía estar haciendo lo mismo ahora.

—Quizá
demasiado
perfecto —dije.

—¿Perdón?

—Eran sus enseñanzas cuando ensayábamos placer de contacto: la satisfacción completa del deseo lo extingue completamente.

—Explícate. —Vi que me observaba con curiosidad.

—Vera puede ser lo que él más desea, pero si solo es eso, sin mezcla alguna de otra cosa, jamás podrá eliminarlo tras ser elegida. La escalada de placer del Espectador acabará en cuanto la posea. Vera se apresurará a hacer un Holocausto, y ya no habrá
nada
detrás. El deseo del Espectador se agotará por sí solo, sin llevarlo más allá. Usted decía que solo la frialdad puede lograr que el calor acuda. Si me convierto en su placer
secreto,
en aquello que desea y rechaza a la vez, puedo subir el dial todo lo que quiera hasta destruirlo. Y usted lo sabe, de modo que deje de fingir. Fue usted mi profesor, pero yo ya no soy su alumna. No me
ofenda
tampoco con su vulgaridad.

Me detuve como si me faltara el aliento. Gens tenía una expresión neutra.

—Quieres convertirte en su represión... En aquello que su represión encierra. Muy brillante —convino, tras aparentar valorarlo—. Pero no voy a aplaudirte por eso.

—¿Cómo decía usted? «No importa que el público no aplauda si el silencio en el teatro es absoluto.»

No recibir sus elogios me hizo saber que por primera vez me admiraba.

—El problema de decir «quiero convertirme en su represión» está en la primera palabra —objetó—. «Querer» ser el positivo y el negativo del deseo de otro es imposible. La voluntad se dedica a destrozar los contenidos inconscientes. El deseo
total
es siempre simbólico, irrepresentable: incluso verbalizarlo lo estropea. Dime, ¿qué
quiere
Falstaff? Me refiero al Falstaff del
Enrique IV,
no al de
Las alegres comadres...

Sabía que Gens se refería al cómico y genial caballero gordo que había popularizado Orson Welles en la antigua película
Campanadas a medianoche.

—Sobrevivir —dije.

—Ni siquiera eso. Falstaff es puro placer: epicúreo, mentiroso, emocional... No quiere nada porque lo quiere todo. Es un gran muñeco de goma relleno de azúcar, la clave del placer puro... Hace tiempo especulé, incluso, con la idea de que este personaje pudiera contener el secreto de la máscara que atrajera a
todas
las filias...

Asentí, recordando aquella vieja ilusión teórica de Gens.

—La máscara Yorick.

—Sí, el comodín del juego. Estaba convencido de que, en nuestro interior, en el epicentro de nuestro deseo, donde late el magma que nos hace estallar de placer, las imágenes que poseemos son las mismas. Si no, ¿por qué existen los símbolos? Allí abajo, en ese abismo, tu placer y el mío poseen idéntica forma. Él lo sabía. —Señaló el retrato Chandos de Shakespeare mientras hablaba—. Por eso sus obras nos afectan a todos... Siempre creí que la máscara Yorick se ocultaba en ellas. Trabajé tanto para obtenerla...

Por un instante ambos contemplamos al escritor: su barbita picuda, el pendiente en el lóbulo, la mirada lejana y astuta. Me parecía increíble, y también desasosegante, que Gens siguiera creyendo en aquel Eldorado de la psinómica, la leyenda que él mismo había contribuido a forjar, la existencia de una máscara que pudiese enganchar a
todas
las filias, y a la que él mismo había bautizado como «Yorick», el cadavérico bufón cuyo cráneo sostiene Hamlet en la célebre escena. Quizá era un signo de vejez.

—Pero no lo logré —dijo al fin, como si le hablara al retrato—. Una máscara así requiere del cebo un grado de involuntariedad ajeno a los seres vivos. Habría que estar tan
muerto
como el verdadero Yorick para hacer un Yorick, si es que existe... —Me miró, y observé en su expresión cierto aire divertido—. De modo que la única solución de la que dispones es imposible... Ni Shakespeare logró encontrarla.

—Hay cosas más convencionales. Aprovechar mi deseo de salvar a mi hermana...

—Utilizarlo como implicación emocional, sí. —Fingió meditar en ello, rascándose la barbita—. Al estilo de la técnica de Feder para la máscara de Ocio: no
querrías
atraer al Espectador,
querrías
salvar a tu hermana, y de ese modo
atraerías
de forma inconsciente... Has hecho tus deberes. —No respondí. Gens esbozó una fea sonrisa—. Pero no te saldrá. El Espectador utiliza un habilísimo
y... y yo
diría que
terrible
truco para eludir a los cebos... A menos que superes esa barrera, no lo conseguirás.

De repente lo supe. Tuve la absoluta certeza de que Gens jugaba conmigo, como siempre: había estado jugando desde el principio, para obtener de mí lo que deseaba.

—Usted sabe cuál es... —dije con lentitud—. Dígame qué quiere a cambio. Sea lo que sea, dígamelo y
lo haré.

Como si aquella declaración fuese la contraseña que esperaba, Gens movió súbitamente la mano y la persiana electrónica a su espalda descendió, sumiendo el salón en total oscuridad. Una lámpara de pie me cegó, apuntándome. Sentí calor. Oí el ruido de una silla.

BOOK: El cebo
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