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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (14 page)

BOOK: El hombre que fue Jueves
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—Como acabo, pues, de decirle —continuó el Profesor con esfuerzo semejante al del que tiene que abrirse camino por entre la arena pesada— el incidente que nos ha ocurrido, determinándonos a inquirir la suerte del Marqués, es de tal naturaleza que sin duda preferiría usted conocerlo; pero como más bien que a mí le aconteció al camarada Syme...

Sus palabras se arrastraban como las palabras de una antífona; pero Syme, que estaba en acecho, vio que los largos dedos de su amigo redoblaban nerviosamente sobre el borde de aquella mesa desvencijada, y leyó en ellos este mensaje:

—«Ayúdeme, que se me acaba».

Y Syme saltó a la brecha, con aquel arrojo de improvisación que se apoderaba de él en los momentos de alarma.

—En efecto —declaró apresurado—, la cosa me sucedió a mí más bien. Tuve la suerte de entrar en conversación con un detective que, gracias al sombrero, me tomó sin duda por persona respetable. Deseoso de conservar mi reputación, me lo llevé conmigo al Savoy, donde logré ponerlo en completo estado de embriaguez. Se manifestó muy efusivo, y me contó, con abundantes palabras, que esperaban detener en Francia al Marqués dentro de dos o tres días. De modo que, como no le sigamos la pista usted o yo...

Pero el Doctor seguía sonriendo amistosamente, y sus ojos tan impenetrables y ocultos. El Profesor le indicó por señas a Syme que él mismo se encargaría de seguir contando la historia, y en efecto continuó así, con la calma de antes.

—Syme me contó esto hace un instante, y juntos decidimos venir a ver a usted, a fin de que aprovechara nuestras informaciones. A mí me parece incuestionable que...

A todo esto, Syme había estado observando al Doctor con una atención semejante a la que éste ponía en observar al Profesor, aunque sin su peculiar sonrisa. Bajo la energía de aquella afabilidad inmóvil, los nervios de los dos compañeros de armas estaban a punto de estallar. De pronto, Syme se inclina ligeramente y manipula sobre la mesa este mensaje:

—«¡Tengo una idea!»

Y casi sin interrumpir su monólogo, su aliado contestó por los mismos signos:

—«Pues a ello».

—«Es una idea extraordinaria» —telegrafió Syme. Y el otro.

—«Será un disparate extraordinario».

—Y Syme:

—«No, que soy poeta». Y le retrucó su amigo:

—«Hombre muerto sí que es usted».

Syme se había sonrojado hasta la raíz de sus rubicundos cabellos, y los ojos le brillaban febrilmente. En efecto, había tenido una intuición que pronto se había convertido en viva corteza. Volviendo a la manipulación, le indicó a su amigo:

—«Verá usted qué idea más poética. No se la espera usted. Tiene el encanto sorprendente de la primavera».

Y descifró, en los dedos de su amigo, la siguiente respuesta:

—«Vayase al diablo». —Y el Profesor continuó endilgándole al Doctor su monólogo de meras palabras vacías.

—«Más bien puedo decirle —manipuló Syme— que se parece a ese súbito olor marino que exhalan a veces los bosques lozanos y empapados».

No se dignó el otro contestarle.

—«O más bien —continuaron los dedos de Syme— es conmovedora mi idea como los cabellos rojizos de una hermosa mujer».

El Profesor continuaba su monólogo, cuando Syme se decidió a intervenir. Inclinándose sobre la mesa, dijo con una voz que reclamaba la atención:

—¡Dr. Bull!

La risueña y suave cara del Doctor permaneció impasible, pero se hubiera jurado que, bajo sus gafas negras, sus ojos dardeaban hacia Syme.

—Dr. Bull —repitió Syme con un tono singularmente preciso, aunque cortés—. ¿Quiere usted hacerme un favor insignificante? ¿Quiere usted tener la amabilidad de quitarse las gafas?

El profesor se revolvió en la silla, y echó sobre Syme una mirada llena de extrañeza y furor. Syme, como el que ha arrojado sobre la mesa toda su fortuna, esperaba, encendido el rostro, y el busto inclinado. El Doctor no se movió.

Hubo un silencio de unos segundos, durante el cual pudo.haberse oído la caída de una aguja, silencio cortado a lo lejos por el silbido lejano de un steamer, sobre el Támesis. El Dr. Bull se levantó lentamente, siempre risueño, y se quitó las gafas.

Syme se irguió de un salto y retrocedió un poco, como el profesor de química ante la explosión inesperada. Sus ojos eran dos estrellas, y por un instante no pudo hacer más que señalar con el dedo sin decir palabra.

También el Profesor había saltado sobre sus pies olvirándose de su fingida parálisis. Apoyado ahora sobre el respaldo de la silla, contemplaba con dudosos ojos al Doctor, cual si éste se le hubiera metamorfoseado en un sapo. Y en verdad la metamorfosis había sido notable.

Los dos detectives se encontraron ante un joven de aspecto infantil, de ojos avellanados, expresión franca y dulce, de fisonomía despejada, vestido vulgarmente como un empleadillo, con aire decidido de excelente persona y naturaleza más bien común. La imborrable sonrisa parecía ahora la primera sonrisa de un bebé.

—¡Cuando yo decía que era poeta! —gritó Syme transportado—. ¡Cuando yo decía que mi intuición era tan infalible como el Papa! ¡Si todo eso lo hacían las gafas, sólo las gafas! Con esos endiablados ojos negros y su complexión, su salud, su buena cara, ya por lo menos parecía un diablo vivo, extraviado entre diablos muertos.

—En efecto —asintió el Profesor vacilante— la diferencia es notable. Pero, para volver al proyecto del Dr. Bull...

—¡Al diablo con el proyecto! —rugió Syme fuera de sí—. Mírelo: fíjese usted en su cara, vea usted ese cuello, vea usted esas honradísimas botas. ¿Cómo va usted a creer que eso es un anarquista?

—¡Syme! —gritó el otro agonizante de miedo.

—¡Por Dios! —dijo Symbe—. Yo corro con el riesgo. Dr. Bull: yo soy un agente de policía. He aquí mi tarjeta.

Y arrojó la cartulina azul sobre la mesa. El Profesor, aunque seguro de que todo estaba perdido, fue leal. Sacó su tarjeta y la puso al lado de la otra. ¿Qué hizo entonces el tercer personaje? Soltar una enorme risotada. Y, por primera vez durante aquella matinal entrevista, dejó oir su voz.

—Chichos, estoy verdaderamente encantado de esta visita matinal —dijo con un desembarazo de escolar—, porque así podremos embarcar juntos para Francia. Sí, yo también estoy en el servicio.

Y diciendo esto, como por cumplir con la forma, les mostró su tarjeta.

Tomó un sombrero hongo, se caló de nuevo las gafas diabólicas, y se adelantó con tal rapidez hacia la puerta que los otros le siguieron instintivamente. Syme parecía algo azorado; al cruzar la puerta dio con el bastón en las piedras del corredor haciéndolo sonar.

—¡Dios poderoso! —exclamó—. ¡De modo que había más condenados detectives que condenados dinamiteros en aquel condenado consejo!

—Hubiéramos podido librar batalla —dijo Bull—. Éramos cuatro contra tres.

El Profesor bajaba delante de ellos; su voz llegó a ellos desde abajo.

—No—dijo la voz— no éramos cuatro contra tres; no teníamos esa suerte. Éramos cuatro contra Uno. ¿Siguieron bajando en silencio.

El joven Bull, con la sencilla cortesía que le caracterizaba, insistía en ceder el paso a los otros. Pero, ya en la calle, su robusto paso lo arrastró inconscientemente, e iba delante de los demás, rumbo a una oficina del ferrocarril, hablándoles por encima del hombro.

—Da gusto encontrarse con amigos de la profesión. Estaba yo medio muerto de miedo al sentirme solo. Estuve a punto de darle un abrazo a Gogol, lo cual no hubiera sido muy prudente. Supongo que no se reirán ustedes de mis temores...

—¡Como que el miedo que yo tenía parecían atizarlo todos los diablos del infierno! —dijo Syme—. Pero el peor de todos era usted con sus infernales anteojos.

El joven, riendo de muy buena gana, le contestó:

—¿Verdad que era un acierto? una cosa tan sencilla... la idea no fue mía; yo no hubiera sido capaz. Vean ustedes: yo quería entrar en el servicio, especialmente como antidinamitero. Pero para eso hacía falta disfrazarse de dinamitero: y todos juraban que yo no lograría nunca. Aseguraban que hasta mi paso era respetable y que, visto de espaldas, me parecía a la constitución inglesa. Que tenía yo un aspecto muy saludable y optimista, muy confiado y benévolo; me ponían, en Scotland Yard, mil apodos. Me decían que, si hubiera yo sido criminal habría hecho mi fortuna, con sólo mi aspecto de persona nonrada; pero que, dada mi desgracia de ser hombre honrado, no había la menor esperanza de que pudiera yo servirles de algo disfrazado de criminal. Al fin me llevaron un día con un jefe que ha de ser persona importante, digo yo; hombre de cabeza superior. Le contaron mi caso desesperado: uno propuso ocultar la jovialidad de mi sonrisa con unas barbas; otro aseguró que pintado de negro parecería un negro anarquista. Pero el señor aquel salió de repente con una ocurrencia extraordinaria: «Unas gafas ahumadas lo harán bueno, dijo; ya veis que ahora parece un chico de oficina, de carácter angelical; ponedle un par de anteojos negros, y será el terror de los niños». Y así fue, por San Jorge. Una vez ocultos los ojos, todo lo demás, sonrisa, lomos fornidos, cabellos cortos, todo contribuyó a darme un aspecto infernal. Tan sencillo como un milagro, pero eso no fue lo más milagroso. Hay algo más asombroso todavía. Cuando lo pienso me da vueltas la cabeza.

—¿Y qué es? —preguntó.

—Voy a decírselo a usted —contestó el de las gafas—. Este personaje de la policía que a tal punto comprendió los rasgos de mi persona y adivinó cómo sentarían las gafas con mis cabellos rapados y hasta con mis calcetines, ese hombre —¡Dios poderoso!— ese hombre ni siquiera me vio.

Los ojos de Syme relampaguearon.

—¿Y cómo puede ser? ¿No dice usted que habló con él?

—Así fue, en efecto —dijo Bull con vivacidad—. Pero hablamos en un cuarto más oscuro que un sótano. No se lo figuraba usted ¿verdad?

—Verdaderamente, es inconcebible —dijo Syme con gravedad.

—Sí, la idea no deja de ser nueva —observó el Profesor.

El nuevo aliado era un huracán en materia de cosas prácticas. En la oficina de informaciones preguntó con brevedad de hombre de negocios, las horas de salida de trenes para Dover. Obtenidos los informes, hizo entrar a todos en un coche y, antes de que hubieran podido percatarse, ya los había instalado en el asiento del ferrocarril. Y antes de poder charlar a sus anchas, ya estaban a bordo del bote para Calais.

—Ya tenía yo decidido almorzar en Francia; me alegro de almorzar ahora en buena compañía. Comprenderán ustedes que no puedo menos de mandar por ahí al Marqués con su bomba, porque el Presidente no aparta los ojos de mí, aunque Dios sabe cómo. Algún día les contaré algo de esto. Es de lo más extravagante. Cada vez que me duermo un poco, me encuentro de manos a boca con el Presidente, que ya me sonríe desde el mirador de un club, ya me saluda con el sombrero desde la imperial de un ómnibus. Les diré: ustedes pensarán lo que gusten, pero ese hombre está vendido al diablo: puede estar presente en seis partes diferentes a un tiempo.

—De modo —preguntó el Profesor— que ya envió usted por delante al Marqués, si no he oído mal. ¿Hace mucho tiempo? ¿Podremos todavía darle alcance?

—Sí —contestó el guía—. Todo está calculado. Cuando lleguemos, todavía estará en Calais.

—Pero, una vez que le demos caza en Calais —dijo el Profesor— ¿qué hacemos?

A esta pregunta, el Dr. Bull perdió aplomo por primera vez. Reflexionó un poco, y dijo:

—En principio, supongo que debemos llamar a la policía.

—No opino yo así —opuso Syme—. En principio, prefiero echarme al agua. Yo le he dado mi palabra de honor de no decir nada a la policía a un pobre sujeto que es un tipo de pesimista moderno. Y, aunque no entiendo mucho de casuística, no me decido a quebrantar la palabra dada a un pesimista moderno. Sería como quebrantar la palabra empeñada a un niño.

—Yo estoy embarcado en el mismo barco —dijo el Profesor—. Ya he pensado en acudir a la policía, pero cierto estúpido compromiso me lo impide. Cuando yo era actor, en todo acostumbraba meterme. El único crimen que no he cometido es la traición, el perjurio. Si en éste hubiera yo incurrido, habría perdido la última noción del bien y del mal.

—También yo he pasado por eso —dijo el Dr. Bull— y he tomado mi decisión. Le he dado mi palabra al Secretario: ya sabe usted, el de la risa torcida. Amigos míos: ese hombre es el más desdichado de los hombres. Será su digestión, o su conciencia, o sus nervios, o su filosofía o lo que fuere: pero ese hombre está condenado; la vida es para él un infierno. A un hombre como éste yo no puedo traicionarlo ni dedicarme a perseguirlo: sería como azotar a una liebre. Puede que sea una locura mía, pero, con toda sinceridad, yo así lo pienso.

—No me parece locura —dijo Syme—; ya sabía yo que usted pensaría así desde el momento en que...

—¿Qué?

—Desde el momento en que se quitó usted las gafas.

El Dr. Bull sonrió y se dirigió al puente para contemplar el juego del sol en el agua. Después volvió a sus compañeros, dando grandes taconazos, y entre todos se produjo un amistoso silencio.

—¡Bueno! —dijo Syme—. Parece que todos tenemos la misma moralidad o la misma inmoralidad. Veamos, pues, de sacar las consecuencias prácticas de nuestra situación.

—¡Sí! —afirmó el Profesor—. Tiene usted mucha radón. Y hay que apresurarse, porque ya veo desde aquí asomar las narizotas al cabo de Gris-Nez.

—La principal consecuencia —continuó Syme— es que estamos solos en este planeta, Gogol se ha ido. Dios sabe dónde; tal vez el Presidente lo haya aplastado como a una mosca. En el Consejo quedamos tres contra tres, como los romanos que defendían el puente. Pero estamos peor que los contrarios, porque, en primer lugar, ellos pueden apelar a su organización y nosotros no. Y en segundo lugar...

—Porque uno de esos tres contrarios —dijo el Profesor— no es un hombre.

Syme asintió y calló por breves instantes. Después dijo:

—He aquí lo que se me ocurre. Hagamos lo posible para retener el Marqués en Calais hasta mañana a medio día. Ya he examinado para mí más de veinte planes distintos. No podemos denunciarlo como dinamitero, esto queda entendido. Tampoco hacerlo prender por cualquier cargo insignificante, porque tendríamos que aparecer en el pleito. Él nos conoce, y se olería algo. Tampoco podemos inmovilizarlo bajo pretexto de trabajos anarquistas; por muchas tragaderas que tenga, no se tragaría lo de quedarse en Calais mientras que el Zar pasea sano y salvo en París. Podríamos intentar secuestrarlo y encerrarlo nosotros mismos, pero es aquí muy conocido; cuenta con una verdadera guardia de corps entre sus amigos, es hombre fuerte y valeroso y el éxito no sería seguro. No veo más que aprovechar las mismas circunstancias que favorecen al Marqués. Quiero aprovecharme, del hecho de que tiene muchos amigos y frecuenta la mejor sociedad...

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