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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (16 page)

BOOK: El hombre que fue Jueves
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Toda la tierra cobraba, a sus ojos, un extraño valor. La yerba, bajo sus plantas, parecía vivir. El amor de la vida lo invadía todo. Hasta se figuró que oía crecer la yerba. Hasta se figuró que, en aquel momento, estaban brotando nuevas flores: flores rojas, flores amarillas y azules: toda la gama de la primavera. Y cuando sus ojos se encontraban con los ojos fríos, fijos, hipnóticos del Marqués, veía detrás de éste el almendro florido, contrastando sobre el azul del cielo. Se decía que, si por casualidad salía con vida de aquel lance, no desearía ya más en la vida que poder sentarse a contemplar el almendro.

Pero, mientras que una parte de su alma se entregaba a contemplar la tierra, el cielo y todas las cosas, considerándolas como otras tantas bellezas perdidas, la otra era como claro espejo de la realidad inmediata. Y, así Syme paraba los ataques de su enemigo con una exactitud del reloj, de que no se había creído capaz. Una vez la punta del arma enemiga corrió por su muñeca, trazando una línea de sangre; pero nadie lo advirtió o todos afectaron ignorarlo. De tiempo en tiempo contestaba, y una o dos veces le pareció que había tocado, pero como no había sangre en la camisa del contrario ni en la propia espada, supuso que se había equivocado.

Hubo un descanso y cambio de terreno. Después, continuaron.

A riesgo de perderlo todo, el Marqués, desviando los ojos, echó una mirada hacia la vía férrea. Después volvió hacia Syme una cara de demonio, y comenzó a multiplicar su ataques como si tuviera veinte espadas. Los ataques eran tan furiosos y continuos, que aquella espada parecía un chubasco de dardos. Syme no tuvo tiempo de echar un vistazo a los rieles; pero tampoco le hacía falta. Aquel frenesí que se había apoderado del Marqués indicaba a las claras que el tren de París estaba a la vista.

La energía desesperada del Marqués era superior a sus medios. Dos veces, Syme, al parar, lanzó fuera de la línea la punta del adversario; y la tercera, su respuesta fue tan rápida que no hubo duda: la espada de Syme se había doblado contra el cuerpo del Marqués, penetrándole. Syme estaba tan seguro de ello, como puede estar el jardinero de haber clavado en la tierra su azadón. Pero el Marqués había saltado atrás sin desconcertarse, y Syme, perplejo, examinaba la punta de su espada, buscando en vano una mancha de sangre.

Hubo un silencio rígido, y, a su vez, Syme cayó furiosamente sobre su contrario, lleno ahora de curiosidad. Probablemente el Marqués le era superior, como lo advirtió al principio del combate, pero en este momento el Marqués parecía vacilar y perder ventajas. Luchaba de un modo irregular y hasta débil, y estaba mirando continuamente la línea del ferrocarril, como si temiera más al tren que a la espada de su adversario. Por su parte, Syme aunque ferozmente se batía con cálculo y cuidado, intrigadísimo por el enigma de que no apareciera sangre en su hoja. Entonces empezó a apuntar menos al cuerpo que al cuello y a la cabeza. Minuto y medio más tarde, vio claramente que su punta entraba en el cuello del Marqués, debajo de la quijada. Pero la hoja volvió a salir limpia. Medio loco, atacó de nuevo, dando de tal modo sobre las mejillas del Marqués que debió haber hecho una carnicería. Con todo, no hubo ni un rasguño. Por un instante, el cielo de Syme se nubló con terrores sobrenaturales. Aquel hombre estaba embrujado. Este terror espiritual era más terrible que el simple enigma espiritual simbolizado en el paralítico que lo perseguía. El Profesor le había parecido un duende; pero este hombre era un diablo ¡tal vez era el Diablo! En todo caso, era seguro que tres veces le había penetrado la espada sin dejar huella. A este pensamiento, Syme se enardeció. Todo lo que en él había de bueno cantó en el aire como en los árboles las alas del viento. Recordó todas las circunstancias de su aventura: los farolillos venecianos del Saffron Park, los cabellos rojos de la muchacha del jardín, los honrados marineros que bebían cerveza junto a los muelles, la lealtad de los compañeros que presenciaban su combate. Tal vez él había sido señalado como campeón de todas las cosas buenas y nobles para cruzar los aceros con el enemigo de la creación. «Después de todo —se dijo— yo soy más que un diablo, soy un hombre: yo puedo hacer algo que le es imposible a Satanás: morir». Y al articular mentalmente esta palabra, oyó como un silbido lejano: era el tren de París.

Y volvió a la carga con agilidad sobrenatural. Como mahometano que quiere ganarse el Paraíso. A medida que se aproximaba el tren, Syme creía ver al pueblo de París ocupado en adornar los arcos triunfales; se sentía unido al rumor y gloria de la gran República, cuyas puertas estaba defendiendo contra los poderes infernales. Y sus pensamientos se expandían al crecer el zumbido del tren, que acabó en un largo y penetrante silbido de orgullo. Paró el tren.

De pronto, con gran asombro de todos, el Marqués saltó fuera del alcance del enemigo, arrojando al suelo su espada. El salto fue prodigioso, y más todavía si se considera que Syme acababa de meterle la espada en el muslo.

—¡Alto! —dijo el Marqués con voz que no admitía réplica— tengo que decir una cosa.

—¿Qué pasa? —preguntó el coronel Ducroix—. ¿Ha habido alguna irregularidad?

—Alguna ha habido —dijo el Dr. Bull algo pálido— nuestro amigo ha herido al Marqués cuatro veces por lo menos, sin que éste parezca sentirlo.

El Marqués levantó la mano con aire de espantoso dolor:

—Por favor déjenme hablar, que es importante. —Y, enfrentándose con su adversario—. Mr. Syme: estamos batiéndonos, si mal no recuerdo, porque usted manifestó el deseo, muy irracional a mi entender, de pellizcarme las narices. Le ruego a usted que tenga la bondad de pellizcármelas lo más pronto posible. Tengo que alcanzar el tren.

—Protesto contra semejante irregularidad —dijo el Dr. Bull indignado.

—En efecto, es algo opuesto a los precedentes —dijo el coronel Ducroix mirando con severidad a su amigo—. Creo que solamente hay un caso (el del capitán Belle-garde y el Barón Zumpt) en que, a petición de uno de los adversarios, las armas fueron cambiadas en mitad del duelo. Pero me parece un poco forzado asimilar una nariz a una espada.

—¿Quiere usted hacerme el favor de pellizcarme las narices? —insistió desesperado el Marqués—. ¡Ande usted, Mr. Syme! ¿Pues no quería usted hacerlo, no sabe usted lo que me importa? No sea usted tan egoísta: le suplico a usted que me pellizque las narices.

Y al decir esto, inclinaba la cara con una sonrisa de Ioco. El tren de París, jadeando y gruñendo, había llegado a una parada junto a una colina próxima.

Syme sintió entonces lo que varias veces había ya sentido en el curso de sus aventuras: una ola sublime y enorme pareció subir hasta el cielo y derrumbarse con él.

Y entonces, caminando sobre un suelo que ya le parecía fantástico, dio unos pasos adelante y pellizcó la nariz romana de aquel célebre aristócrata. Tiró fuerte: ¡y la nariz se le quedó entre los dedos!

Permaneció unos segundos hundido en solemne perplejidad, contemplando aquel ridículo apéndice de cartón. El sol, las nubes, las colinas .boscosas parecían contemplar también aquella escena disparatada.

El Marqués rompió el silencio con voz clara y casi jovial:

—Si mi ceja del lado izquierdo puede serle útil a alguno, se la cedo. Coronel Ducroix, acepte usted mi ceja izquierda. Son cosas que pueden ser útiles algún día.

Y se arrancó gravemente una de aquellas admirables cejas asirías, trayéndose con ella casi la mitad de su gran frente morena. Después la ofreció cortésmente al Coronel, que permanecía mudo y encarnado de rabia.

—¡Si yo hubiera sabido —soltó al fin— que estaba apadrinando a un cobarde que se enmascara y se forra para batirse!...

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo el Marqués, que a la sazón regaba por el campo a derecha e izquierda diversas partes de sí mismo—. Usted se equivoca al juzgarme. Pero ahora no tengo tiempo de dar explicaciones. El tren está en la estación.

—Sí —dijo con ferocidad el Dr. Bull— y el tren se irá de la estación. Y se irá sin usted. De sobra sabemos la obra infernal que...

El misterioso Marqués levantó los brazos desesperado. Aquel hombre, en mitad del campo, expuesto al sol, gesticulando bajo la máscara, parecía un extraño espantajo.

—¿Quieren ustedes volverme loco? —gritó—. El tren...

—No alcanzará usted el tren —dijo Syme con energía, blandiendo la espada.

El espantajo se volvió hacia Syme, y pareció reconcentrarse en un esfuerzo sublime antes de hablar:

—¡Cerdo, condenado, ciego, insensato, excomulgado, maldito de Dios, estúpido, loco abominable! —dijo sin tomar resuello—. ¡Grandísimo imbécil, cabeza de chorlito, cabeza a pájaros!...

—No tomará usted el tren —repitió Syme.

—¿Y para qué demonios quiero yo tomar el tren? —rugió el otro.

—Harto lo sabemos —dijo el Profesor con energía—. Para arrojar una bomba en París.

—¡Bombas y rayos y centellas sobre París y sobre Jericó! —gritó el otro arrancándose la cabellera—. ¿Están ustedes reblandecidos del cerebro, que no entienden lo que soy? ¿Pero están ustedes creyendo que quiero alcanzar ese tren? Por mí ya pueden marcharse a París veinte trenes. ¡Condenados trenes de París!

—Pues entonces ¿qué es lo que a usted le preocupa? —preguntó el Profesor.

—¿Qué me preocupa? No ciertamente alcanzar ese tren, sino evitar que me alcanzara; y ahora ¡santos cielos! ya me ha alcanzado.

—Siento decirle —observó Syme reprimiéndose— que sus explicaciones me resultan inintelegibles. Tal vez si se quita usted ese fragmento de frente postiza y un poco de lo que antes fue su barba le entenderemos mejor. La lucidez mental camina por muchos caminos. ¿Qué quiere usted decir con eso de que el tren le ha alcanzado? Puede que sea efecto de mi imaginación literaria, pero me parece que con eso quiere usted decir algo.

—Quiero decir todo y más que todo —gritó el otro—. Quiero decir que hemos caído en manos del Domingo.


¿Hemos? —
repitió el Profesor estupefacto—. Y ¿quiénes
hemos
caído?

—Los de la policía, nosotros, naturalmente! —dijo el Marqués, arrancándose el cuero cabelludo y la otra media cara.

Y decubrió una cabeza rubia, bien peinada, lisa —la cabeza típica del alguacil inglés— y una cara sumamente pálida.

—Soy el inspector Ratcliffe —dijo con una precipitación que ya era dureza—. Mi nombre es harto conocido en la policía; ya comprendo de sobra que ustedes también pertenecen al servicio. Pero, por si hay dudas... —y sacó la clásica tarjetita azul del chaleco. El Profesor hizo un gesto de cansancio:

—Por Dios —dijo—, no nos la muestre usted que ya tenemos bastantes para un juego de naipes.

El joven Bull tuvo, como suelen tener muchos hombres que parecen estar llenos de vivacidad vulgar, un rasgo de verdadero buen gusto. Fue él quien salvó la situación. En mitad de esta escena de transformismo, se adelantó algunos pasos con toda la gravedad de un padrino duelista, y se dirigió en estos términos a los dos padrinos del Marqués.

—Caballeros: les debemos a ustedes una satisfacción muy clara. Pero ante todo he de asegurar a ustedes que no han sido víctimas de una bajeza, como podrían suponerlo, ni de nada que pueda afectar el honor de un hombre. No han perdido ustedes su tiempo. Han ayudado a una obra de salvación. No somos bufones, sino pobres hombres que luchamos contra una inmensa conspiración. Una sociedad secreta de anarquistas nos anda dando caza como a unas liebres. No se trata de esos desdichados locos que, atiborrados de filosofía alemana, se atreven de cuando en cuando a lanzar una bomba, no, sino de toda una iglesia rica, poderosa, fanática. Una iglesia del pesimismo oriental, que está empeñada en aniquilar a los hombres como si fueran una plaga. Del encarnizamiento con que nos persiguen , ya pueden ustedes juzgar por el hecho de que nos obligan a usar estos disfraces, de que pido a ustedes perdón, y a cometer estas locuras de que les ha tocado a ustedes ser víctimas.

El segundo padrino del Marqués, un joven de pequeña estatura y bigotes negros, se inclinó cortésmente, y dijo:

—Acepto desde luego las excusas que usted tan amablemente nos ofrece; pero, a mi vez, pido a ustedes que me dispensen de seguirles más adelante en sus difíciles trabajos, y me permitan desearles aquí mismo muy buena suerte. El espectáculo de ver por el aire los fragmentos de un conciudadano conocido y particularmente eminente, como éste, es muy desusado para mí y, en suma, es mucho para un solo día. Coronel Ducroix: no quiero influir en sus decisiones, pero si usted opina, como yo, que nos encontramos en un ambiente algo anormal, le advierto que regreso ahora mismo a la ciudad.

El Coronel Ducroix se volvió mecánicamente: pero de pronto atusó sus bigotes canos y exclamó:

—¡No, por San Jorge! ¡No quiero! Si realmente estos caballeros están en lucha con esa pandilla de bribones que dicen, quiero acompañarlos hasta el fin. Yo he combatido ya por Francia; no sé qué pueda impedirme combatir por la civilización.

El Dr. Bull se descubrió y agitó el sombrero, gritando como en un mitin.

—No haga usted mucho ruido —dijo el inspector Ratcliffe—. El Domingo puede oírle.

—¿Domingo? —exclamó Bull dejando caer el sombrero.

—Si —replicó Ratcliffe—. Puede venir con los otros.

—¿Con quiénes? —preguntó Syme.

—Con los que bajen de ese tren —dijo el otro.

—Es desconcertante lo que usted dice —confesó Syme—. Pero vamos a los hechos... —Y de pronto, como el que presencia de lejos una explosión—: Pero ¡Dios mío! ¿De modo que todo el Consejo Anarquista estaba contra la anarquía? Todos éramos detectives menos el Presidente y su Secretario personal. ¿Qué significa esto?

—¿Qué significa? —dijo el descubierto policía con increíble violencia—. Significa que somos hombres muertos. ¿Acaso no conoce usted al Domingo? ¿No sabe usted que sus golpes son siempre tan sencillos y enormes que nunca se los espera? ¿Hay nada más conforme a la táctica de Domingo que el poner a sus enemigos más poderosos en el Supremo Consejo, y después cuidarse de que este consejo no pueda ser supremo? Les aseguro a ustedes que ha comprado todas las confianzas, ha cortado todos los cables, tiene en su mano todas las líneas del ferrocarril, y
ésta
especialmente.

Y señalaba con tembloroso índice a la pequeña estación.

—Todo el movimiento está regido por él. Medio mundo está dispuesto a levantarse en su nombre. Pero quedaban cinco desdichados que podían habérsele resistido... Y el demonio del viejo los metió en su Consejo Supremo para que se pasaran el tiempo acechándose mutuamente. ¡Somos unos imbéciles, y nuestra imbecilidad se conduce de acuerdo con las previsiones de ese hombre! Domingo comprendía que al Profesor se le había de ocurrir perseguir a Syme en Londres, y a Syme batirse conmigo en Francia. Y en tanto que él combinaba grandes masas de capitales y se apoderaba de las líneas telegráficas, nosotros, como buenos idiotas, andábamos uno tras otro como los nenes jugando al escondite.

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