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Authors: G. K. Chesterton

El hombre que fue Jueves (15 page)

BOOK: El hombre que fue Jueves
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—¿Qué diablos está usted diciendo? —exclamó el Profesor.

—La familia de los Symes —continuó Syme— aparece mencionada por primera vez en el siglo XIV; según cierta tradición, uno de ellos fue a Bannockburn en el séquito de Bruce. A partir de 1350, nuestro árbol genealógico está ya bien establecido.

—Se ha vuelto loco —dijo el Doctorcete sorprendido.

—Nuestras armas —continuó Syme imperturbable— son: cheurrón de gules en campo de plata, con tres cruces flordeliseadas. La divisa es variable.

El Profesor cogió brutalmente a Syme por la solapa.

—Ya estamos para desembarcar —le dijo—. ¿Está usted mareado o haciendo chistes inoportunos? Syme contestó sin desconcertarse:

—Mis observaciones tienen un sentido práctico casi doloroso: la casa de San Eustaquio también es muy antigua. El Marqués no puede negar que yo sea un gentleman. Y para poner fuera de discusión este asunto, me propongo, a la primera oportunidad, arrancarle el sombrero de la cabeza. Pero hemos llegado al puerto.

Desembarcaron deslumbrados por el resplandor del sol. Syme hacía ahora de guía, como Bull lo había hecho en Londres. Llevó a sus amigos a lo largo de una avenida que recorre la playa hasta unos cafés que, escondidos entre la verdura, dominan la marina. Syme caminaba adelante con aire fanfarrón y blandiendo el bastón como si fuera una espada. Se proponía llegar hasta el último café, pero se detuvo súbitamente. Impuso silencio con un gesto. Su dedo enguantado señaló a una mesa donde, bajo la espesura del follaje, estaba sentado el Marqués de San Eustaquio. Sus dientes blancos brillaban entre la barba espesa y negra. Su cara morena y audaz, matizada por un ligero sombrero de paja, resaltaba sobre la mar violeta.

CAPÍTULO X

EL DUELO

Syme y sus compañeros se sentaron a una mesa. Los ojos azules de Syme parecían brillar como el mar. Pidió, con alegre impaciencia, una botella de Saumur. Se encontraba en un singular estado de hilaridad. Su ánimo, ya excitable de suyo, se excitó más con el Saumur, y a la media hora su charla era un torrente de disparates. Ahora pretendía estar trazando el plan de la conversación que iba a tener con el fatal Marqués. Hizo unos apuntes con lápiz: una especie de catecismo con preguntas y respuestas, que iba recitando con extraordinaria fluidez.

—Me acercaré. Antes de quitarle el sombrero, me quitaré el mío. Diré: «¿El Marqués de San Eustaquio, si no me equivoco?». Él dirá: «¿El célebre Mr. Syme, supongo?». Y añadirá en excelente francés: «Comment allez-vous?». A lo cual yo contestaré: «¡Oh, siempre el mismo Syme!»
[5]
.

—Basta —dijo el de las gafas—. Modérese usted y tire ese papel. ¿Qué se propone usted hacer realmente? Syme, patéticamente:

—¿Pero no es encantador mi catecismo? Permítanme ustedes que lo lea. Sólo tiene cuarenta y tres preguntas y respuestas, y algunas respuestas del Marqués son ingeniosísimas: hay que hacer justicia al enemigo.

—Pero ¿a qué conduce todo eso? —preguntó el Dr. Bull, impaciente.

—A mi desafío. ¿No se da usted cuenta? —dijo Syme, radiante—. Cuando el Marqués ha dado la respuesta número treinta y nueve, que a la letra dice...

—¿Y no le ha pasado a usted por la cabeza —dijo el Profesor con una sencillez admirable— que bien pudiera el Marqués no repetir todas las cuarenta y tres respuestas que usted ha previsto para él? Porque, en tal caso, los epigramas que usted le dirija tendrán que resultar un tanto forzados.

Syme dio un puñetazo en la mesa, deslumbrado.

—¡Pues es verdad! Y a mí que no se me había ocurrido! Caballero, tiene usted una inteligencia no común, usted llegará...

—Está usted más ebrio que una lechuza —dijo el Doctor.

—No hay más remedio —continuó Syme, sin hacer hacer caso— que adoptar otro método para romper el hielo, si se me permite expresarme así, entre mi persona y ese hombre a quien quiero matar. Y puesto que las peripecias de un diálogo no pueden ser previstas por una sola de las partes (como usted con tan recóndita sutileza, ha tenido a bien observarlo) a esta parte no le queda más, me parece, que desempeñar por sí misma, hasta donde sea posible, todo el diálogo. ¡Y así ha de ser, voto a San Jorge!

Y se levantó. La brisa marina hacía vibrar sus amarillos cabellos.

Escondida entre los árboles, estaba tocando una banda en el próximo café cantante. Una mujer había comenzado una canción. En el cerebro excitado de Syme, el resoplido de los cobres produjo el mismo efecto de aquel organillo de Leicester Square, a cuyos compases se había encaminado el otro día hacia la muerte. Contempló la mesita donde estaba el Marqués. Había ya con él dos compañeros, solemnes franceses de levita y sombrero de copa; uno de ellos llevaba la roseta de la Legión de Honor. Eran, sin duda alguna, gente de sólida posición social. Junto a estas figuras negras y cilíndricas, el Marqués, con su sombrero de paja y traje primaveral, parecía bohemio y hasta bárbaro. Syme examinó al Marqués; verdaderamente, aquel hombre parecía un rey, con su elegancia animal, sus ojos altivos, su cabeza orgullosa destacada sobre el mar purpurino. Pero no un rey cristiano en manera alguna; sino más bien un déspota trigueño, semigriego y medio asiático que, en los días en que la esclavitud era cosa natural, contemplara, sobre el Mediterráneo, sus galeras atestadas de quejumbrosos esclavos.

—¿Va usted a dirigirse a ese mitin? —dijo el Profesor con sorna, viendo que Syme permanecía de pie, inmóvil, como quien reflexiona antes de empezar un discurso.

Syme apuró el último vaso de espumoso.

—Sí —contestó señalando al Marqués y a sus compañeros—, a ese mitin. Ese mitin me disgusta: voy a pellizcarle a ese mitin las feas y flojas narices de caoba que gasta.

Y avanzó con paso decidido, aunque no muy en línea recta. El Marqués, al verlo, arqueó las cejas negras y asirias, pero en su sorpresa hubo una sonrisa de cortesía.

—Usted es Mr. Syme, si no me equivoco, interrogó. Syme se inclinó correctamente.

—Y usted el Marqués de San Eustaquio —dijo con suave gracia—. Permítame usted que le pellizque las narices.

Y, en efecto, se acercó a hacerlo. Pero el Marqués se echó atrás, derribando la silla, y los dos caballeros de sombrero de copa cogieron a Syme por los hombros.

—¡Ese hombre me ha insultado! —dijo Syme como dando explicaciones.

—¿Insultado? —gritó el caballero del botón rojo— ¿Cuándo?

—Ahora mismo —contestó Syme con atolondramiento—. Ha insultado a mi madre.

—¿Insultado a su madre? —dijo con asombro el caballero condecorado.

—Bueno —dijo Syme concediendo el punto—. A mi señora tía, por lo menos.

—Pero ¿cómo es posible que el Marqués haya insultado ahora mismo a la señora tía de usted? —dijo el otro caballero con legítimo asombro—. ¡Si no se ha movido de aquí!

—El insulto estuvo en sus palabras —dijo Syme con acento sombrío.

—¡Si yo no he dicho nada! —explicó el Marqués—, salvo no sé qué observación sobre la orquesta: que me hubiera gustado que trataran mejor a Wagner, o algo así.

—Pues fue una alusión a mi familia —dijo Syme con firmeza—. Porque mi tía tocaba Wagner muy mal. Siempre ha sido eso una causa de disgustos: siempre nos han insultado por eso.

—¡Pero esto es extraordinario! —dijo el caballero condecorado, mirando con asombro al Marqués.

—¡Oh, se lo aseguro a usted! —dijo Syme con aire sincero—. Toda la conversación de ustedes estaba llena de siniestras alusiones a la debilidad de mi tía.

—¡Disparate! —dijo el otro compañero del Marqués—. Yo, durante media hora, apenas habré despegado los labios para decir que me gusta como canta esa chica de cabellos negros.

—¡Pues ya lo ve usted! —dijo Syme indignado— ¡mi tía era rubia!

—Se me figura —observó el otro— que usted busca un pretexto para insultar al Marqués.

—¡Voto a San Jorge! —dijo Syme enfrentándose con su interlocutor—. ¡Es usted un hombre de talento! El Marqués le echó una mirada de tigre.

—¿Buscarme a mí camorra? —exclamó—. ¿Batirse conmigo? Juro a Dios que el que me busca me encuentra. Creo que estos caballeros aceptarán mi representación. De aquí a la noche faltan cuatro horas. Podemos batirnos esta misma tarde.

Syme se inclinó con cortesía exquisita.

—Marqués —dijo— su acción es digna de su fama y su sangre. Permítame usted consultar con los que han de ser mis testigos.

De tres zancadas se reunió a los suyos. ¡Éstos, que habían presenciado su ataque, inspirado por la champaña, y oído sus absurdas explicaciones, lo vieron acercarse llenos de perplejidad. En efecto, Syme estaba ahora en pleno uso de razón, algo pálido, y hablaba con la precisión y mesura del hombre práctico.

—Ya está hecho —dijo con voz ronca—. Ya está provocada la bestia. Ahora, atención, óiganme ustedes bien. No hay que perder tiempo en palabras. Ustedes son mis testigos, y les toca arreglarlo todo. Hay que insistir, de un modo absoluto, en que el duelo sea mañana después de las siete, para impedirle que tome el tren de París a las siete y cuarenta y cinco. Si pierde este tren, pierde la ocasión del crimen. Él no puede rehusarse a aceptar el sitio y hora que se señale, pero seguramente intentará que se elija para el caso algún sitio cercano a la estación, a fin de dar alcance al tren. Maneja muy bien la espada, y puede confiar en que podrá darme muerte a tiempo. Pero yo también entiendo algo de eso, y espero poder entretenerlo a lo menos hasta que pierda el tren. Después, para consolarse, probablemente me matará. ¿Entendido? Perfectamente. Pues permítanme ustedes presentarlos con aquellos distinguidos caballeros.

Se acercaron al grupo del Marqués, y Syme los presentó dándoles unos nombres aristocráticos que ellos no habían oído en su vida. Syme tenía de tiempo en tiempo unos raptos singulares de sentido común, cosa que más bien le faltaba de ordinario. Estos raptos, eran como él mismo dijo cuando la ocurrencia de las gafas, intuiciones poéticas, y a veces verdaderas profecías.

Había previsto bien las pretensiones de su adversario. Cuando el Marqués fue informado por sus testigos de que Syme sólo podía batirse a la mañana siguiente, vio aparecer un obstáculo para su misión dinamitera en París. Pero no pudiendo explicarlo a sus amigos, obró como Syme lo esperaba. Indujo a sus testigos a que señalaran para el duelo un pradito que había cerca del ferrocarril, confiándolo todo a la fatalidad del primer encuentro.

Al verlo llegar impasible al campo de honor, nadie hubiera dicho que le inquietaba sobre todo la idea de perder el tren. Las manos en los bolsillos, el sombrero de paja echado hacia atrás, el sol daba sobre su hermosa cara bronceada. Pero —cosa extraña para el que ignorase su situación—, no sólo le acompañaban sus dos testigos con las armas, sino dos criados con una maleta y una cesta de comestibles.

Era muy temprano, pero el sol calentaba ya; Syme se admiraba de ver tantas flores de oro y plata entre aquella yerba que casi les llegaba hasta las rodillas. Con excepción del Marqués, todos llevaban el traje solemne, y unos sombreros negros como tubos de chimeneas. El Doctorcete, con la adición de sus famosas gafas negras, parecía un empresario de pompas fúnebres. Syme no pudo menos de advertir el contraste cómico de aquella procesión funeraria en aquel prado tan gozoso, brillante y florido. Sin duda el contraste cómico entre los capullos amarillos y los sombreros negros no era más que un símbolo de contraste trágico entre los capullos amarillos y la negrura moral de aquella escena. A la derecha se veía una mancha de bosque, y lejos, a la izquierda, brillaba la curva del ferrocarril, que Syme, por decirlo así, tenía que defender del Marqués, para quien aquella línea era la meta y el punto de escape. Al frente, detrás de los adversarios, Syme podía ver, semejante a una nube, un pequeño almendro florecido, sobre la vaga cinta del mar.

El miembro de la Legión de Honor, cuyo nombre era según parece el Coronel Ducroix, se acercó cortésmente al Profesor y al Dr. Bull, y propuso que el duelo fuera a primera sangre.

Pero el Dr. Bull, bien aleccionado por Syme sobre este punto estratégico, insistió con mucha dignidad y en un francés muy malo, sobre la necesidad de continuar hasta que uno de los contrincantes quedara inútil. Syme contaba con poder abstenerse de inutilizar al Marqués e impedir que éste lo inutilizara a él, por espacio mínimo de veinte minutos: tiempo bastante para que su contrincante perdiera el tren de París.

—Para un hombre de tanta presteza y valor como el señor de San Eustaquio —dijo el Profesor solemnemente—, sin duda es indiferente el método que se adopte, y nuestro apadrinado tiene buenas razones para pedir que el encuentro sea largo, razones cuya delicadeza me impide el ser más explícito, pero de cuya naturaleza justa y honorable yo puedo...

—¡Peste! —interrumpió el Marqués, a su espalda, poniendo una cara sombría—. Dejémonos de hablar, y empecemos.

Y decapitó una florecilla con el bastón.

Syme, que comprendía, miró de reojo instintivamente, por si el tren estaba a la vista: ni el humo se veía...

El Coronel Ducroix se arrodilló entonces, abrió la caja de espadas y escogió un par. Al sol, las espadas lanzaron dos vivos resplandores.

Ofreció una al Marqués, que se apoderó de ella sin ceremonia, y otra a Syme, que la tomó, la dobló, la pesó, y todo con tanta lentitud como lo consentía la decencia. Después, el Coronel sacó otras dos hojas, tomó una, ofreció al Dr. Bull la otra, y procedió a partir el campo.

Ambos combatientes se habían quedado en mangas de camisa y empuñaban ya las espadas. Los padrinos se mantenían a uno y otro lado del campo, con sus espadas también desnudas, pero conservando sus trajes y sombreros negros. Los combatientes se saludaron. El Coronel dijo:


¡Engagez!

Y las dos hojas chocaron.

Al contacto del hierro, Syme sintió disiparse todos los fantásticos temores de antes, como se disipan los sueños al abrir los ojos. Los recordaba uno a uno, y le parecían meras alucinaciones nerviosas: el temor que el Profesor le infundiera, había sido como la opresión de una pesadilla; el miedo que le inspirara el Doctor, como el del vacío científico. En el primer caso, era el miedo tradicional ante la perenne posibilidad del milagro; en el segundo, el miedo mucho más moderno ante la absoluta imposibilidad del milagro. Pero en uno y otro caso, se trataba de temores imaginarios, comparados con el actual temor de la muerte, lleno de sentido común, despiadado y cruel. Syme se sentía como el que sueña toda la noche que rueda por un precipicio y, al despertar, recuerda que va a ser ahorcado. En cuanto vio brillar el reflejo del sol en la hoja del adversario, en cuanto sintió que se tocaban las dos lenguas de acero, vibrantes y vivas, comprendió que tenía que habérselas con un enemigo poderoso. Tal vez había llegado su última hora.

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