Yo amaba no sólo el mero tamaño y el bullicio cosmopolita de Berlín Oeste, sino el inconfundible, ligeramente agorero ruido sordo que yacía bajo la superficie. Todo en Berlín apestaba no sólo a guerra fría, sino al conflicto que la había precedido. Incluso a aquella edad, nuestra familiaridad y gusto morboso por el Muro, el Checkpoint Charlie, los carteles de
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y todo lo demás, servía para recalcar el hecho de que, fuera lo que fuese lo que había hecho nuestra familia alemana, sin duda había vivido tiempos interesantes.
En ninguna parte se advertía mejor esto que en el otro fabuloso apartamento del Berlín antiguo que visitábamos periódicamente. Era propiedad del más viejo de nuestros parientes vivos, mi bisabuela, la suegra de Bruno y, como él, dentista, y todavía en activo con más de setenta años. Se llamaba Ida Pahnke-Lietzner y era tan imponente como su nombre, una matriarca prusiana hasta la médula. Vivía a treinta segundos de la casa de mi abuela, pero era como si las separasen decenios. Si la ciudad nos transmitía sólo murmullos lejanos de su pasado oculto, el piso de Ida convertía aquellos ecos en un grito.
Era el tipo de vivienda que sólo existe en la Europa metropolitana. Estaba en el primer piso, al que se accedía a través de un vestíbulo de mármol, con un número infinito de espejos hundidos en paredes opuestas, y de un ascensor con puertas retumbantes de metal. Se abría una puerta pesada y nos introducían en un recibidor espacioso del que arrancaba un pasillo largo y oscuro que daba a los salones principales. El recibidor hacía las veces de sala de espera, donde guardaba su instrumental en pleno funcionamiento, completado con hileras de dentaduras de muestra y revistas para tranquilizar los nervios de los pacientes que aguardaban.
Aquí ya se habían desvanecido todos los sonidos del exterior, acallados por paredes gruesas cubiertas con docenas de alfombras persas, demasiadas para tapizar sólo el suelo. Y alrededor de ellas colgaban los frutos de su otra gran pasión: la pintura al óleo. Ocupaba el lugar de honor el gran acorazado
Graf Spee
. El crujido del parqué, los lienzos de madera oscuros y las grandes ventanas dobles que daban a la anchurosa Kaiserdamm nos indicaban cómo querían que nos comportásemos: muy formalmente y muy educadamente. Nos adentrábamos hasta el corazón del piso, las grandes puertas corredizas detrás de las cuales estaba el
Herrenzimmer
. Ahora tendríamos nuestra entrevista con la bisabuela.
Nerviosamente sentados, trasladados a una época anterior, la vitrina Biedermaier, con su infinitud de vinos, licores, copas de champán y vasos, y los sofás de piel oscura y terciopelo evocaban poderosamente un tiempo antiguo de la vida berlinesa. No era el piso donde ella había vivido antes o durante la guerra, situado unos cuantos kilómetros más al oeste, pero bien podría haberlo sido. La parte más perturbadora de cualquier visita era que hacía esperar al paciente hasta que había acabado su conversación con nosotros. La cara de tensa concentración de mi madre me expresaba que su abuela no era una persona con la que jugar. Yo sospechaba que era una lección que había aprendido muy pronto en la vida.
De modo que aunque no fueses husmeando en su busca, y a pesar del revestimiento urbano de Berlín, febrilmente moderno, y de sus tiendas, neones y edificios de firma, su historia seguía formando parte visible de su ADN. Estaba el tanque ruso T-34 sobre un pedestal cerca de la puerta de Brandeburgo. Estaban los agujeros de balas en la fachada lateral de edificios más antiguos. Estaba el Teufelsberg, una colina totalmente artificial construida con escombros de bombardeos y de la que se rumoreaba absurdamente que había sido la sede de toda suerte de actividades secretas británicas. Y sobre todo estaba la Zona de Muerte, una franja de yermo por el que ahora sólo podían transitar los perros guardianes, pero donde en otro tiempo estaba el distrito más importante del Berlín nazi, sede de la cancillería de Hitler y de su búnker subterráneo, que en la actualidad no era más que un pequeño montículo en la tierra. (Fue finalmente apisonado en 1989, cuando cayó el Muro.) Así pues, junto con los hermosos lagos de Grünewald, la Nueva Galería Nacional, destacada arquitectura moderna de Mies van der Rohe, y la extensión seductora de los grandes almacenes KaDeWe, que hacían tan emocionantes nuestras vacaciones berlinesas, existía también, innegablemente, un aspecto más siniestro. Hasta de niños lo sabíamos.
Berlín albergaba otras huellas de familia, los nombres de personas que, aunque vivían aún, nunca conocimos. Estaba el tío de mi madre, Ewald (cuñado de Bruno), la oveja negra que había sido expulsada de la familia después de haber dejado embarazada a una sirvienta. La bisabuela Ida era claramente una mujer que no se detenía en su objetivo de éxito familiar y no muy indulgente con la debilidad y los descarríos. Pero se hablaba con mucha mayor frecuencia —y afecto— del alte
Herr
, el viejo caballero, su segundo marido (el primero había muerto en la Primera Guerra Mundial). Había sido un militar profesional toda su vida y había accedido al rango de comandante al final de la Segunda Guerra Mundial: era un oficial de la vieja escuela, con la reputación de haber librado una contienda decente. Mi madre siempre hablaba con cariño de él, con un respeto palpable y contagioso, algo que nunca hacía de su padre, un hombre mucho más áspero.
Pero ninguno de estos familiares podía competir con Bruno en notoriedad y mística. Las reforzaron su ausencia repentina: un año, ya no estaba allí. Sólo más tarde descubrimos la verdadera razón. Mi abuela se había divorciado de él después de que la dejara y se fuera a vivir con la otrora mejor amiga de ella. Era una penosa recompensa por todos los años en que había mantenido unida a la familia. Mi madre se puso firmemente de parte de mi abuela y Bruno se vengó cortando todo contacto con nosotros. Una consecuencia de esta ruptura fue que cuando más adelante restablecimos la relación, sus visitas cobraron las proporciones (las complejidades) de trascendentes sucesos diplomáticos, cargados de tensión. No había posibilidad de que él entrara y saliera furtivamente de nuestras vidas como antaño; en adelante, nuestros encuentros con él serían especialmente duros para mi madre, todavía irritada por el trato que había dispensado a mi abuela.
Bruno vino a vernos en el largo y caluroso verano de 1976, cuando yo tenía quince años. Era la primera vez que le veíamos como es debido desde el divorcio. Supe que sería la ocasión para apreciar por mí mismo qué clase de persona era en realidad. El encuentro no podría haber sido más distinto del anterior, casi diez años antes, en Berlín. Esta vez el escenario fue completamente incongruente: un partido de críquet escolar. Sospecho que el lugar le divirtió a él también. La distancia entre el mundo de mi educación y el de mi madre alemana era crudamente visible cuando crucé el campo de juego con mis pantalones de franela blancos para saludarle. Mi primera impresión fue que físicamente había cambiado mucho. La última vez que le había visto era alto, incluso algo desgarbado (como yo mismo). Pero el hombre que caminaba al lado de mi madre era a todas luces un anciano que avanzaba despacio con ayuda de un bastón, las piernas arqueadas y la cara dominada por una imponente papada. Yo estaba mucho más nervioso por el encuentro de lo que él aparentaba. Me rodeó los hombros con los brazos y sonrió, diciéndome que había crecido mucho. La jactancia de su porte me sorprendió. Su saludable y contagiosa vitalidad disipó todo nerviosismo por los diez años transcurridos.
Tampoco la perdió en los años siguientes. No era un hombre que perdiese el tiempo con bromas y banalidades. Recuerdo que me vi arrastrado por su sociabilidad de bon vivant. A los veinte minutos de conocerle nos estaba cautivando a mi hermana y a mí con historias de su reciente viaje a Estados Unidos, lleno de anécdotas apuntaladas por el hecho de que su única visita le había convertido en un experto impecable sobre todo lo norteamericano. (Y más adelante comprendí que tendría que haber rellenado una solicitud de visado. Ahora me pregunto qué respondería a la pregunta: «¿Alguna vez ha sido miembro del Partido Nazi o de las SS?, pregunta que todavía subsiste.») Ante todo le encantaba su capacidad de no dejarse impresionar por nada; habían sobrevolado el Gran Cañón en un avión ligero, pero él nos contó que había dormido durante todo el vuelo, disfrutando de la incredulidad que despertaba en mi hermana y en mí, que no podíamos comprender que existiera alguien tan despreocupado.
Lo que más me asombró de su carácter no fue su impulso de interpretar ni su franqueza excéntrica, sino lo último que habría esperado de él: lo libre de secretos que parecía estar. No había en él la más mínima modestia o retraimiento. Era un hombre grande en todos los sentidos; aunque ya no medía más de uno ochenta, por culpa de la gruesa cintura y la figura encorvada de anciano, su cara rubicunda y resuelta, la vibrante floración de pelo blanco y sus corbatas vistosas llamaban la atención. Era un personaje de tecnicolor, cuya gallardía y exuberancia parecían tanto más brillantes cuando se las comparaba con la tediosa monocromía de la vida en el Edimburgo de los años setenta. Nunca buscaba integrarse, quitarse importancia o pasar inadvertido. Era carismático y lo sabía, y tengo que admitir que su personalidad, si no atractiva, me parecía magnética. Pero esto, como se vería, fue su mayor acto de ocultamiento.
Aquella noche nos llevó a Vanessa y a mí a cenar en su hotel y nos hizo beber un estante entero de licores y bebidas alcohólicas, con el resultado más que previsible. Cuando volvimos a casa estábamos completamente ebrios, lo que nos valió una filípica de mi madre. Él no se arrepintió lo más mínimo. Era evidente que le gustaba causar problemas, y se burló de la indignación de mi madre al vernos en semejante estado. Fue una acción de hipocresía descarada, sin embargo, si se la comparaba con el modo en que él la había educado de adolescente —con una inflexibilidad férrea, repleta de prohibiciones—, vetándole el jazz en la radio, las citas con compañeros del colegio, la ropa de moda, y no digamos la atrevida.
Pero hubo otras ocasiones en que la bravuconería que le había protegido toda su vida estuvo a punto de ganarle la batalla, ocasiones en que quiso hacer algo más que ser el centro de atención. Eran los momentos en que empezaba a jugar a un juego bastante más peligroso, momentos en que yo me percataba de que nos habíamos internado en territorio prohibido y él comenzaba a hablar más abiertamente del pasado. No para reflexionar sobre él, y desde luego no para arrepentirse —no era su estilo—, sino para atormentar, provocar y presumir al respecto. Cuando yo tenía poco más de veinte años, me sentaba con un vaso bien lleno de brandy y un puro aún más grande y dejaba caer una serie de insinuaciones cada vez más incisivas, alusiones y comentarios crípticos que ahora comprendo que en realidad eran una especie de cebo.
Soltaba una espesa y deliberada bocanada de humo y se inclinaba hacia mí: «
Mateen
», murmuraba, augurando con la sincopada pronunciación alemana de mi nombre una intimidad instantánea y cuasi conspiratoria, y entonces empezaba. Algunas de sus pullas eran históricas: «¿Sabes? Lo único que queríamos era tener un imperio como el de vuestro Churchill.» Era la primera vez que yo escuchaba lo que actualmente es un argumento muy conocido de la posracionalización alemana: que la búsqueda de
Lebensraum
(espacio vital) había nacido del mismo impulso que contribuyó a plantar la bandera inglesa en tantos lugares del globo terráqueo en los siglos XVIII y XIX. Otras alusiones suyas eran mucho más opacas; parecían comentarios prosaicos, sin dobleces, pero escondían el tufillo de algo más oscuro. Me dio una grabación de la «
Rapsodia húngara
» de Liszt. Sólo más tarde descubrí que era la fanfarria favorita utilizada al comienzo de los más importantes noticiarios cinematográficos y anuncios radiofónicos nazis. Me dijo que amaba la cultura húngara, la consideraba maravillosa. Su predilecta. Sólo más adelante me paré a pensar: ¿y cuándo demonios estuviste tú en Hungría?
Después me describió lo que hacía para divertirse. Dijo que le gustaba ver jugar al fútbol, pero lo mejor de todo era reunirse con su
Kriegskameraden
(camaradas de guerra) alrededor de la
Stammtisch
de siempre, la mesa que muchas tabernas alemanas tienen reservada para clientes que quieren un lugar de reunión habitual, perfecta para comer, beber y recordar. La palabra
Krieg
(guerra) permaneció trémula delante de mí, y ni siquiera había sido yo quien la había mencionado.
Durante años me habían enseñado a ser circunspecto, codificado, discreto, y ahora el hombre que había motivado todo aquel secretismo me hablaba con aquella franqueza tan explícita como un espetón. ¿Me estaba sugiriendo que el tema ya no era inabordable? Remató el efecto con otro obsequio, esta vez 1.000 marcos alemanes, para ayudarme a ir tirando. «Todos necesitamos ayuda al empezar nuestra vida», dijo. «A mí también me ayudaron cuando tuve que empezar de nuevo.» ¿Empezar de nuevo? ¿Quieres decir como hiciste en 1945? Pero en vez de recoger el guante, me quedé allí sentado, aturdido por el alcohol y el humo y no dije nada. Nunca me levanté; no me alcé nunca para picar la carnada de provocación que me tendía. Me limitaba a vacilar y retrocedía hacia un suelo más firme.
¿Por qué me resultaba tan difícil el simple hecho de hacerle preguntas? Yo no era un estúpido. Incluso entonces veía lo que él estaba haciendo, que en algún nivel deseaba ansiosamente que yo iniciase una conversación. De haberlo hecho estoy seguro de que me lo habría contado todo; al menos, su versión personal. Toda la historia. Dónde había estado. Lo que había visto. Lo que había hecho. El hombre tan importante que había sido. Pero no lo hice porque en el fondo creo que no quería saber. De entrada, sabía que no estaba intentando reclutarme como a una especie de confidente auténtico; me estaba adiestrando como a un florete contra el cual librar una justa histórica. Cómo le habría gustado trastornar de arriba abajo mi renqueante desasosiego humanista, demoler todas mis protestas y desaprobaciones. Yo habría sido una presa tan fácil que no quería que me arrastrase al juego, fuera el que fuese, al que se estaba entregando.
Pero había un motivo más profundo. ¿Qué haría yo con las confidencias, después de haberlas recibido? ¿Cómo me harían sentirme no sólo con respecto a él, sino conmigo mismo? Una cosa es conocer uno de los grandes males del siglo XX a través del testimonio ajeno, en novelas, fotos y películas. Otra muy distinta es aceptar que una pequeña porción de ese fenómeno maligno se haya aposentado dentro de los confines de tu propia familia, que todo lo presida silenciosamente un terrible secreto, un secreto que contiene no sólo los pecados veniales de la infidelidad, la bancarrota o el alcoholismo, sino algo que afecta al verdadero corazón de las tinieblas. Bueno, como yo no podía asimilarlo, asentía y callaba, almacenando lo que Bruno intentaba decirme hasta que pudiese decidir qué hacer con ello. Era lo más cerca que yo había estado de descubrir, de sus propios labios, quién y qué había sido veinte años antes de mi nacimiento. ¿Llegaría a descubrirlo algún día?