—Eso es lo que parece —consiguió articular McCoy mientras Tylmaurek volvía a hundirse en un silencio jadeante. Pocos segundos más tarde les hizo detener a poca distancia de una línea de arbustos de hoja perenne. Más allá había lo que podría haber sido, excepto por los contornos suavemente redondeados de las casas y la total ausencia de curvas en el trazado, una calle residencial algo deslucida del siglo veintiuno de la Tierra. Incluso los postes del alumbrado, unos tubos circulares relumbrantes, no se diferenciaban mucho de los del planeta de McCoy. Sin embargo no se veía a nadie que hubiese salido a dar un paseo, aunque el tiempo, claro y seco, invitaba a hacerlo. Un solo vehículo de color gris oscuro, que se desplazaba por un sistema flotante casi silencioso, siseó al pasar. Cuando hubo desaparecido de la vista, Tylmaurek les hizo un gesto para que avanzaran a través de una abertura que había en la hilera de arbustos.
—El toque de queda chyrellkano no comienza hasta dentro de una hora —les comentó Tylmaurek, que empezaba a recobrar el aliento—, pero no hay necesidad de correr riesgos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó finalmente en un tono casi plañidero el más joven de los otros dos miembros sobrevivientes del consejo—. Yo puedo enfrentarme con Delkondros y los chyrellkanos, pero esos alienígenas…
—Hay una casa —declaró Tylmaurek, y les dio una dirección—. Es otra de las precauciones que he tomado, al igual que la ruta de escape. Nadie más conoce su existencia, ni Delkondros ni ninguno de los otros miembros del consejo, así que debería ser segura… a menos que los alienígenas tengan máquinas parecidas a estos sensores —agregó con una mirada interrogativa dirigida a Spock.
—No puedo estar seguro de ello, consejero, pero no creo que tengan nada equiparable. Y aunque lo tuviesen, es casi seguro que no podrán utilizarlo para localizar e identificar a ninguna persona en concreto.
—Eso es un alivio —replicó Tylmaurek—. Por la forma en que usted y Delkondros hablaron del asunto dentro de aquel edificio, empezaba a pensar que se trataba de magia pura, y ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de preocuparnos por algo así. Por de pronto, Delkondros conoce los nombres que hemos utilizado desde que nos vimos obligados a pasar a la clandestinidad, y sabe también dónde vivimos. —Hizo una pausa, y su rostro se contorsionó con una mueca—. Debería haberle matado, ahora me doy cuenta de ello, pero ya es demasiado tarde. Doctor McCoy, ¿cuanto tiempo pasará hasta que se despierte de eso que le ha hecho usted?
—Nunca lo había empleado antes con un klingon, así que resulta difícil determinarlo. Podría haber despertado ya, o podría pasar otra hora dormido.
—Entonces será mejor que nos demos prisa. Estaremos más seguros en esa casa hasta que decidamos qué hacer y tracemos algún plan. En cualquier caso —les dijo a los otros dos miembros del consejo—, vosotros dos tenéis familias de las que debemos encargarnos. —Hizo una pausa y volvió a mirar a los dos tripulantes de la
Enterprise
.
—Ustedes saben sobre los klingon más que yo. He leído acerca de ellos en las historias de la Federación que nos proporcionaron, pero eso es todo. ¿Qué harán ahora? ¿Intentarán seguirnos la pista?
—Lo que vayan a hacer dependerá de cuántos son y de los recursos disponibles —le contestó Spock—, así como de las razones que tengan para estar aquí. No obstante, una vez sepan que ustedes han escapado, es razonable pensar que acudan a sus casas y aguarden su regreso. Tampoco sería algo muy insólito en ellos llevarse a las familias de ustedes como rehenes, con el fin de obligarles a que se entreguen.
—Y, en caso de que se entreguen —agregó McCoy con tono lúgubre—, lo más probable es que les maten a ustedes y a sus familias. Con ellos no se puede desechar ninguna posibilidad. La vida, incluida la de los mismos klingon, no significa mucho para ellos, a menos que se trate de la suya propia. Lo único que les importa es ganar; y, para un klingon, el ganador es el que continúa con vida al final de la historia.
Los dos hombres palidecieron.
—¿Es cierto que harían algo semejante? ¿Amenazar a nuestras familias? —preguntó el más joven con voz estrangulada.
—Es perfectamente posible —le respondió Spock.
«Más que simplemente posible», pensó McCoy, que de pronto advirtió que los klingon eran más alienígenas para aquella gente que para él o Spock. La historia de Chyrellka no estaba llena de canallas como Hitler y Genghis Khan, que podrían haberles preparado para enfrentarse a seres como los klingon. Habían vivido en paz durante al menos dos siglos, así que incluso a aquellos hombres, que acababan de ver cómo mataban a varios de sus amigos, les resultaba difícil creer hasta qué extremos podían llegar los klingon, capaces de ensañarse con personas totalmente inocentes si eso convenía a sus propósitos.
—Si yo fuera ustedes —declaró McCoy en voz baja, pero con tono apasionado—, acudiría a mi casa lo antes posible y llevaría las familias a esa casa segura de la que nos ha hablado Tylmaurek… antes de que Delkondros se despierte y le diga a su escuadrón de asesinos dónde viven ustedes.
—Tiene razón —confirmó Tylmaurek cuando vio que los otros dos seguían vacilantes y volvían sus rostros horrorizados e interrogativos hacia él—. Marchad mientras aún tenéis posibilidad de hacerlo.
Abruptamente, los dos hombres dieron media vuelta y echaron a correr por la calle en direcciones opuestas.
—Vámonos —dijo Tylmaurek, que comenzó a atravesar la calle—. Mi vehículo está a la vuelta de la esquina. —El hombre se estremeció—… Cuando antes desaparezcamos de la vista, mejor me sentiré.
Mientras Spock y McCoy seguían a Tylmaurek a lo largo de la calle sin aceras, el gemido de un vehículo flotante que se ponía en marcha llegó hasta ellos de la calle inmediatamente paralela, y luego su siseo cuando se puso en movimiento. Un instante después, el mismo sonido les llegó de la dirección opuesta. Luego Tylmaurek pulsó la combinación del panel cerradura de un vehículo flotante color verde oscuro y les hizo un gesto para indicarles que subieran.
Permaneció en silencio mientras el vehículo, que era aún menos ruidoso en el interior que fuera, se elevó sobre el colchón de aire y salió disparado calle abajo. Pasados algunos segundos, Tylmaurek dirigió la mirada hacia los dos tripulantes de la
Enterprise
; McCoy pudo ver el dolor y la confusión que inundaban los ojos del hombre.
—Supongo que debo asumir que los klingon están aquí —comentó—. Pero, ¿por qué? ¿Qué hacen aquí?
—¡Causan problemas, obviamente! —exclamó McCoy.
—Pero, ¿qué pueden querer de nosotros? No estamos ni lejanamente próximos a su nivel tecnológico, así que es imposible que vayan tras nuestros conocimientos. Y si lo que quieren es robar nuestras materias primas… Ni siquiera tenemos puestos avanzados en las tres cuartas partes de las tierras de Vancadia. Podrían aterrizar en cualquier lugar de esa zona, y nosotros no llegaríamos jamás a saber que estaban allí, y menos aún podríamos hallar una forma de detenerles. —Sacudió nuevamente la cabeza—. Para tomarse tantísimas molestias, debe haber una razón, ¿no creen?
—Esa es una manera lógica de pensar —le respondió McCoy con una mueca—, pero yo no apostaría mi vida por ello. Al menos no juraría que tengan una razón reconocible por ninguno de nosotros. Ya lo he dicho anteriormente, y lo repito ahora: los klingon hacen cosas sin más razón que la pura terquedad klingon. Demonios, yo siempre he pensado que ese era el único motivo que tuvo aquel otro grupo para crear problemas en Neural. Después de todo, ¿qué sacaron realmente de aquello? Incluso aunque les hubieran dejado obrar en libertad, ¿qué habrían obtenido… además del placer de observar cómo dos tribus hasta entonces pacíficas se masacraban mutuamente?
—Es difícil saberlo, doctor —comentó Spock cuando McCoy se retrajo en un sombrío silencio—. No obstante, fueran cuales fuesen los propósitos que les impulsaron en el caso de Neural, a primera vista parece que aquí siguen las mismas pautas de conducta.
Brevemente, Spock explicó, más por Tylmaurek que por McCoy, cómo los klingon habían entregado armas de fuego avanzadas a una de las tribus, y luego la habían alentado para que hiciera la guerra a la otra.
—El escudo —murmuró McCoy cuando Spock hizo una pausa—. En este caso, los klingon les han dado el escudo.
—Precisamente, doctor. Tylmaurek, ¿qué sabe usted de ese escudo? ¿Afirmó Delkondros haberlo inventado él?
Tylmaurek volvió la cabeza por encima del hombro para mirar al vulcaniano y negó con la cabeza.
—Nunca lo hizo de forma específica. No le habló a nadie de la existencia de ese escudo, al menos no me lo comentó a mí hasta que nos salió con ese descabellado plan suyo; e incluso entonces no dijo virtualmente nada al respecto, excepto que estaría listo para entrar en funcionamiento «cuando fuera necesario».
—¿No les dio en absoluto ningún tipo de información específica, consejero? ¿Ni acerca de su tamaño? ¿Ni de su alcance? ¿Quién construía el generador que lo alimenta? ¿Cuánta energía requería? ¿Nada en absoluto?
—Ni un sólo detalle. Pero desde que yo le dije lo que pensaba de ese plan y comencé a intentar hacer algo para contrarrestarlo, no hemos confiado mucho el uno en el otro. Yo no le hablé de las precauciones que estaba tomando, y él no me contó muchas cosas, aparte de la forma en que debía funcionar su plan.
—¿Y qué hay de lo que comentó cuando se apoderó de nuestros comunicadores? —le preguntó McCoy—. Eso de que el escudo consumía más energía de la que ustedes tenían disponible, razón por la cual deberían desactivarlo dentro de poco tiempo.
—Tampoco sé absolutamente nada de eso.
—En cualquier caso, parece que mentía una vez más —comentó McCoy—, lo cual no es demasiado sorprendente.
Mientras hablaban McCoy y el vancadiano, Spock había vuelto a sacar su comunicador e intentado contactar con la
Enterprise
. Tampoco en esa ocasión tuvo éxito, pero en lugar de volver a colocar el aparato en su cinturón le dio la vuelta, le quitó la tapa de atrás y lo estudió durante un instante. Finalmente, lo cerró, volvió a colocárselo en el cinturón y centró su atención en el sensor.
—Si no estoy equivocado, consejero —declaró el vulcaniano después de estudiar las lecturas durante unos instantes—, la fuente energética de esta ciudad es la fusión nuclear. La planta generadora se encuentra a unos quince kilómetros en dirección norte, ¿correcto?
Tylmaurek frunció el entrecejo, pero no apartó los ojos de la calle.
—Correcto. ¿Cómo lo ha averiguado?
—Porque aparece con bastante claridad en el sensor —le explicó Spock—. Lo que resulta intrigante es que no pueda encontrar ni un sólo indicio de la existencia de un escudo energético de ninguna clase.
Una repentina ola de esperanza se apoderó de McCoy.
—¡Tal vez lo hayan desactivado finalmente! —murmuró mientras sacaba su comunicador del cinturón y lo abría. McCoy a
Enterprise
. McCoy a
Enterprise
. Adelante,
Enterprise
.
Pero no obtuvo respuesta.
El momentáneo júbilo le abandonó a la misma velocidad con que había hecho acto de presencia.
—Tal vez mi comunicador esté averiado —comentó, no dispuesto aún a darse por vencido—. Spock, ¿lo ha intentado con…?
—No, doctor. Según mi sensor, funciona exactamente como corresponde a su diseño. Resulta obvio que el problema está en alguna otra parte, probablemente en la
Enterprise
.
—¿En la
Enterprise
? ¿Qué puede funcionar mal ahí arriba?
—Puesto que no estoy a bordo, no puedo decírselo. Repentinamente, la mente de McCoy comenzó a funcionar a toda velocidad.
—Si los klingon están implicados en esto… oiga, Spock, ¿y si los klingon hubieran conseguido inventar un nuevo tipo de escudo, algo que no pudiera ser detectado por nuestros sensores?
—Por supuesto, también esa sería una posibilidad. Sin embargo, no sugiere solución alguna para nuestro problema.
—Pero, eso, al menos, nos diría que el problema tiene su origen aquí abajo y no en la
Enterprise
. Podríamos intentar alejarnos a toda velocidad. Quizá de esa forma consiguiéramos llegar a una zona que esté fuera del alcance del escudo.
—Cosa que, en cualquier caso, deberá esperar hasta mañana —les advirtió Tylmaurek—, a menos que quieran que les detengan por violar el toque de queda.
La réplica de Spock fue interrumpida por un pitido y una luz que se puso a brillar intermitentemente en el panel de controles del vehículo flotante. Tylmaurek frunció el ceño y tendió una mano hacia el interruptor que había junto a la luz.
—¿Y ahora qué sucede? —masculló, tras lo cual se puso a explicar la situación—. Esto significa que el gobierno, el gobierno colonial chyrellkano, ha intervenido todas las transmisiones y tiene un mensaje para nosotros.
Cuando Tylmaurek acabó de hablar, un par de pantallas diminutas —una en la parte delantera, contigua a la luz que aún parpadeaba, y la otra alojada en la parte trasera del asiento de delante—, se habían encendido.
—Debe ser verdaderamente urgente —comentó Tylmaurek con el ceño fruncido—. Habitualmente no envían señales de vídeo a los vehículos en movimiento.
Apareció un hombre de rostro anguloso, vestido con un uniforme negro en cuyas mangas se veían las tiras con los colores verde y rojo de Chyrellka.
—Es el gobernador planetario —declaró Tylmaurek con gesto de repulsión—. Se llama Ulmar.
—Ciudadanos de Vancadia —comenzó a decir el gobernador, lo cual acentuó aún más la expresión de disgusto en el rostro de Tylmaurek—. Me dirijo hoy a ustedes para transmitir una información que podría significar la vida o la muerte para ambos mundos. No obstante, puesto que no ignoro los sentimientos negativos que muchos de ustedes abrigan contra la administración colonial chyrellkana, no seré yo quien les transmita esta información. No deseo en modo alguno que se haga caso omiso del mensaje a causa de la desconfianza que inspire el mensajero. Es demasiado vital para correr ese riesgo. Por lo tanto, permitiré que dicha información sea presentada por el hombre que la ha traído hasta mí.
El gobernador hizo una pausa, miró hacia un lado y por primera vez le abandonó la fachada de serenidad que había mantenido hasta aquel momento, un destello de desapacible nerviosismo destelló en sus ojos y en un momentáneo fruncimiento de sus labios.