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Authors: Gene Deweese

Tags: #Ciencia ficción

El renegado (8 page)

BOOK: El renegado
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McCoy hizo una mueca, se sujetó el comunicador al cinturón y traspuso corriendo la puerta detrás de Spock.

—¡Si salimos de esta, Spock, quizá alguien se tome el trabajo de explicarme qué demonios pasa aquí!

Como los otros miembros del consejo se limitaban a dar vueltas sin ton ni son, Tylmaurek alzó la voz hasta casi un grito.

—¡Escuchadme todos! ¡Los vulcanianos no mienten! ¡Todos habéis leído la información que el capitán Mendez nos trajo referente a la Federación! Si el señor Spock dice que Delkondros es un alienígena, un klingon, entonces podéis dar por seguro que lo es. ¡Y si dice que los klingon vienen hacia aquí para matarnos a todos, sin duda es verdad! ¡Si queréis salvar la vida, seguidme ahora mismo!

Como para subrayar aquellas palabras, algo golpeó contra la puerta a la que Spock había echado el cerrojo. Un momento más tarde, el mortal crepitar de un disparo de láser puso en movimiento incluso a los más escépticos miembros del consejo. Aunque Tylmaurek volvió a llamarlos, todos salieron disparados por la puerta del otro extremo de la sala, uno de ellos se detuvo apenas lo suficiente como para recoger el arma de Delkondros y echarle una mirada de negra sospecha a Tylmaurek por encima del hombro.

—¡No! —les gritó Tylmaurek, pero lo único que pudo hacer fue verlos marchar. Bruscamente enfurecido, después de que el último hombre desapareciera por el pasillo, Tylmaurek dio media vuelta y siguió a Spock, McCoy y a los otros dos miembros del consejo por la puerta de incendios. Se detuvo y forcejeó con la puerta para cerrarla.

Pero estaba atascada. Los goznes, a pesar de no estar herrumbrosos, habían dejado caer la puerta hasta tocar el desigual y resquebrajado piso de cemento. Spock, al ver que la puerta estaba atascada, se metió el comunicador en el cinturón, la aferró con ambas manos y tiró hacia arriba. Desde la sala de conferencias, el sonido de los rayos láser con que los klingon intentaban agujerear la otra puerta se hizo más alto y menos amortiguado. Un momento después uno de los rayos la atravesó y comenzó a abrir una zanja de bordes dentados en el suelo, apenas a unos centímetros del inconsciente Delkondros.

Cuando los restos de la puerta saltaron y ésta se abrió, la otra, la de la salida de incendios, se cerró con un sonoro choque metálico y Tylmaurek hizo encajar el cerrojo y selló la entrada que dejaban a sus espaldas.

Se encontraron en un almacén enorme y pobremente iluminado, donde se amontonaban cajas de todos los tamaños que formaban corredores sombreados. Tylmaurek echó a andar inmediatamente por una de las naves.

—Por aquí —les dijo a los demás mientras echaba a correr al trote y les hacía una señal con el brazo para indicarles que le siguieran—. Hablaremos cuando hayamos salido de aquí y estemos a salvo. Entonces quizá podamos trazar algún plan.

Los otros le siguieron. Avanzaron por el edificio durante quizá un minuto y luego Tylmaurek se detuvo cerca de una plataforma baja de madera, una especie de muelle de carga y descarga, según advirtió McCoy. El vancadiano apoyó una llave electrónica contra el panel de una puerta pequeña que estaba junto al muelle, la abrió y salió por ella. Echó rápidas miradas arriba y abajo de la calle oscura y desierta, tras lo cual les hizo señas para que le siguieran.

—Por allí —les indicó el otro lado de la calle sin salida, hacia un área que parecía un parque densamente poblado de árboles.

Cuando cerraba la puerta después de haber salido, un grito débil les llegó desde algún punto del interior del edificio, luego la detonación apagada de un arma de proyectiles y el apenas audible pero inconfundible crepitar de los rayos láser. Tylmaurek dio tal respingo que casi se le cayó la llave electrónica al tratar de meterla otra vez en el bolsillo. Cuando dio media vuelta para echar a correr detrás de los otros, su rostro tenía una expresión implacable.

—¿Qué le dice ahora su máquina? —le preguntó a Spock, y miró con expresión ceñuda el sensor del vulcaniano mientras atravesaban la calle a la carrera—. ¿Sabe cuál de mis amigos ha muerto?

Al entrar en el área arbolada, Spock se detuvo y miró el sensor, después levantó los ojos nuevamente hacia Tylmaurek y McCoy, pues el médico también le observaba con expresión ceñuda.

—Lo siento —declaró con tristeza—. Las únicas formas que registra ahora en esa zona son las de los klingon.

5

«Debería haber estado con ellos», pensó amargamente Kirk, cuyos ojos continuaban sin poder apartarse de los diez mil kilómetros cuadrados de rielante distorsión que desdibujaban la imagen de Vancadia en la pantalla frontal.

«¡No tendría que haber cedido a las exigencias de esos dos pendencieros egomaníacos! Si hubiéramos estado los tres ahí abajo, en lugar de sólo ellos dos…»

—¡Se lo advertí! —La rasposa voz de Kaulidren penetró a través de la insensibilizadora coraza que se había levantado en torno a la mente de Kirk—. ¡Le advertí que esa gente no era de fiar! ¿Comprende ya la clase de criaturas que son? ¿Va a escucharme ahora?

Kirk rechinó los dientes con una repentina cólera y dio media vuelta para encararse con el primer ministro.

—¡Le he escuchado, primer ministro, pero en todas sus advertencias no oí absolutamente nada referente al escudo que acaban de levantar!

Kaulidren meneó bruscamente la cabeza y su propia ira pareció igualar a la de Kirk.

—¿Cómo podíamos advertirle de algo sobre lo que nada sabíamos? ¡Nosotros nos hemos enterado de la existencia del escudo al mismo tiempo que ustedes! Pero seguro que no es tan poderoso… le he oído decir a su teniente Pritchard que podría ser fácilmente atravesado por sus armas.

—Primer ministro Kaulidren… —Kirk respiró profundamente para intentar calmarse. Cuando habló nuevamente, su voz era más tranquila y el tono más controlado—. Nosotros no hemos venido aquí para ponernos de parte de nadie. ¡Y, desde luego, le aseguro que no hemos venido para matar a miles de personas inocentes, que es lo que conseguiríamos si disparamos a ciegas nuestras armas a través de ese escudo!

—Pero ahora que han sido asesinados sus propios hombres, ¿afirma usted, capitán, que esa llamada Primera Directriz a la que su Federación le da tanta importancia no les permite siquiera defenderse?

—¡Por supuesto que no! ¡Pero disparar un torpedo de fotones contra una ciudad inerme difícilmente se parece a lo que yo llamaría defensa! ¡Sería exactamente el mismo tipo de venganza genocida a la que se entregan los klingon!

—¿Es venganza hacer justicia cuando sus propios hombres han sido asesinados, capitán? —le preguntó Kaulidren—. Le aseguro, capitán, que la fuerza es el único idioma que entienden Delkondros y los de su calaña.

—En ese caso, habremos de enseñarles otro —fue la sencilla respuesta de Kirk.

—Capitán, capitán… —comenzó Kaulidren mientras sacudía comprensivamente la cabeza—. Supongo que debería haber sabido que no podía esperar una acción directa y decisiva por su parte… y me parece que no puedo culparle del todo. ¡He leído los relatos históricos que nos ha proporcionado la nave El Dorado, he visto muchos ejemplos de cómo tratan sus superiores a cualquiera que demuestra tener un poco de firmeza, un poco de iniciativa! Ahí tiene los casos de Geiken, de Wenzler, de Carmody…

Kirk parpadeó, sorprendido por las palabras del primer ministro. Si los nombres que acababa de pronunciar eran verdaderamente la idea que aquel hombre tenía de los héroes, particularmente en el caso de Jason Carmody, las posibilidades de llegar a una resolución pacífica entre Chyrellka y Vancadia eran realmente muy remotas.

Carmody, recordó Kirk con una mueca mental, había estado al mando de la Chafee, una pequeña nave exploradora, en la época anterior al establecimiento de la zona neutral. Había hecho caso omiso de la insistencia de sus subordinados, que le instaban a ser más cauteloso, y se había trasladado a la superficie de Delar Siete —un mundo primitivo emplazado a pocos parsecs
[1]
de un área de conocida actividad klingon— en sus prisas por comprobar lo que más tarde resultaron ser lecturas falsas de la presencia de dilitio. Él y su tripulación se encontraron en medio de una encarnizada batalla entre fuerzas respaldadas por los klingon y otra fracción nativa, y en lugar de transferirse inmediatamente a bordo como exigía la primera directriz —y el liso y llano sentido común—, Carmody sacó su pistola de láser y se puso a disparar cuando uno de los suyos resultó herido. Mató o hirió a una docena antes que sus hombres lograran dominarle y hacer que todo el grupo regresara a bordo de la nave. La totalidad de la tripulación de la Chafee acabó perdida más tarde en el espacio.

—Lamento que piense usted de esa forma, primer ministro Kaulidren —le contestó Kirk—, pero eso no cambia los hechos.

—¿Hechos? ¡Los hechos son que Delkondros acaba de asesinar a dos de sus hombres y usted se propone no hacer nada al respecto!

—No, primer ministro —le espetó Kirk con aspereza—. ¡El verdadero hecho es que no sabemos quién los ha asesinado!

—¡Pero si usted ha oído a Delkondros! ¡Él le dijo que los retenía como rehenes! ¡Incluso le amenazó con hacer exactamente lo que ha hecho… matarlos si intentaba usted sacarlos del planeta! Sin duda, usted…

—Puede que todo eso sea cierto —le interrumpió Kirk—, pero a mí me pareció que se había entablado alguna clase de lucha en el momento en que los mataron. ¿Qué sucedería si algún otro grupo… incluso algunos de sus propios hombres hubieran atacado a Delkondros? Mis hombres podrían haber quedado simplemente atrapados en el fuego cruzado. O, ya que estamos en ello —agregó Kirk, que miró directamente a Kaulidren con el entrecejo fruncido al pasarle una nueva posibilidad por la cabeza—, no tenemos forma alguna de saber si fue realmente Delkondros quien capturó a mis hombres. ¡Por lo que yo sé, también podría haber sido uno de sus funcionarios coloniales, que se hacía pasar por Delkondros! Todo este asunto muy bien podría ser simplemente una mascarada sangrienta destinada a engañarnos para conseguir que nos pongamos de parte de ustedes, e incluso que tomemos represalias contra los colonos.

—¡Estoy seguro de que no puede creer usted una cosa tan estrafalaria como esa, capitán!

«Si sus héroes son gente como Carmody, ya lo creo que puedo», pensó Kirk, pero negó de mala gana con la cabeza.

—De momento, no, aunque cuanto más nos insta usted a tomar represalias, más plausible me resulta la idea. Así pues, intente comprenderlo, primer ministro. Independientemente de lo que usted pueda haber pensado cuando solicitó nuestra ayuda, la Federación no se pone de parte de nadie en las disputas que le son ajenas, nunca, bajo ninguna circunstancia. Nosotros no somos jueces y jurados, por muy tentadora que pueda resultar la perspectiva en la presente situación. ¡Nosotros somos, aquí y ahora, solamente mediadores, eso es lo único que somos, eso es lo único que podemos ser!

Kirk se volvió bruscamente hacia la terminal científica.

—Señor Pritchard, instale un programa que controle constantemente ese escudo, algo que alerte tanto al puente como a la sala del transportador… y también a motores… en el momento en que haya la más ligera señal de debilitamiento, el más ligero indicio de cualquier tipo de cambio.

—Sí, capitán.

—En cuanto tenga eso en funcionamiento, vuelva a los sondeos por sensor. Quiero estar enterado de todas las naves y todas las fuentes energéticas que haya en el sistema de Chyrellka.

—De inmediato, señor.

—Teniente Uhura, abra un canal de comunicación con la Flota Estelar. Hemos de informar de todo esto, no sólo de las muertes sino también de la existencia de ese escudo y de todas sus implicaciones.

Tras acusar recibo de la orden con voz débil, Uhura se puso a trabajar en los controles mientras Kirk se reclinaba en su asiento y se preparaba para lo que vendría a continuación.

Cuando Spock informó que los klingon eran los únicos seres vivos en la zona en la que debería de haber habido más de media docena de miembros del consejo, un turbador silencio se apoderó de Tylmaurek y de los otros dos, y luego el primero hizo una mueca de furia. Se volvió bruscamente y echó a andar a la carrera hacia el parque densamente arbolado. Los demás le siguieron sin decir nada.

Mientras corrían, McCoy sacó el comunicador que llevaba colgado del cinturón. La presencia de los klingon hacía aún más imperiosa la necesidad de contactar con la
Enterprise
, aunque ellos dos no consiguieran llegar a bordo. La presencia de los klingon explicaba sin lugar a dudas que las relaciones entre Chyrellka y Vancadia se hubieran ido al diablo en menos de diez años, pero no explicaba por qué estaban allí ni qué esperaban lograr con ello. Fuera lo que fuese, a menos que él o Spock pudieran informar a la
Enterprise
y a la Federación, tenían muchas probabilidades de éxito. Y siempre era una mala noticia que los klingon tuvieran éxito en algo. La última vez que se habían tomado la molestia de hacer que uno de ellos tratara de pasar por un ser humano, había sido con el fin de envenenar un cargamento de quadrotricicale que iba a ser enviado a un planeta hambriento respecto al cual abrigaban ciertos propósitos. Nadie sabía cuántas personas habrían muerto si hubiesen tenido éxito en aquel pequeño plan, pensó un furioso McCoy.

—McCoy a la
Enterprise
—gritó al comunicador mientras corría—. ¡McCoy a
Enterprise
… conteste,
Enterprise
!

Spock, que iba algunos pasos por delante, volvió brevemente la cabeza y llamó al médico.

—Doctor, evidentemente el escudo continúa levantado… y es igualmente obvio que cubre un área mucho más grande que la del edificio en el que nos hallábamos. Le sugiero que concentremos nuestros esfuerzos en escapar, más que en…

McCoy cerró el comunicador con disgusto, volvió a meterlo bruscamente en el cinturón y casi lo dejó caer en el proceso.

—¡Maldición, Spock, ya trato de escapar! ¡Soy un médico, no un corredor de fondo!

Todavía se hallaban en lo profundo de la zona arbolada, sin luces delante ni detrás, y el médico empezaba a quedarse sin aliento.

—¿Adónde vamos? —preguntó en voz alta—. ¿Y cuánto falta para que lleguemos?

—Otros diez metros, más o menos —le respondió Tylmaurek, que iba más adelante y parecía tan desfondado cómo él—, y habremos salido de aquí; llegaremos al lugar en el que hemos dejado nuestros vehículos. —Se oyó una amarga risa entre jadeos—. En un principio tomamos precauciones con el fin de tener una ruta de escape por si los chyrellkanos descubrían dónde nos habíamos reunido y nos atacaban, pero cuando Delkondros, o como sea su nombre klingon, trazó el complot del secuestro y yo no conseguí hacerle renunciar a él, nosotros tres… —miró a los otros dos miembros del consejo que les acompañaban—. Bueno, los tres trazamos nuestro propio complot. Estos dos iban a intentar distraer a Delkondros mientras yo les sacaba al exterior. Pensábamos que, una vez fuera del edificio, estaríamos libres del escudo y ustedes podrían contactar con su nave, pero, por lo que he oído, deduzco que también en eso me había equivocado.

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