Espadas y demonios (2 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y demonios
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Así pues, cada invierno, las Mujeres de la Nieve siseaban, tramaban magias, se movían furtivamente y arrojaban sus duras bolas de nieve a los hombres que se retiraban con ostentación, y era frecuente que capturasen a un marido viejo, o lisiado, o estúpido, o joven y borracho, y le zurrasen a conciencia.

Este combate, externamente cómico, tenía un trasfondo siniestro. Sobre todo, cuando trabajaban juntas, las Mujeres de la Nieve tenían la reputación de ostentar potentes magias, en especial a través del elemento del frío y sus consecuencias: tendencia a resbalar, congelación súbita de la piel, la adherencia de la piel al metal, la fragilidad de los objetos, la masa amenazante de los árboles cargados de nieve y la masa mucho mayor de las avalanchas. Y no había ningún hombre que no sintiera temor del poder hipnótico de sus ojos azul gélido.

Cada Mujer de la Nieve, en general con la ayuda del resto, trabajaba para mantener un dominio absoluto de su hombre, si bien dejándole aparentemente en libertad, y se susurraba que los maridos recalcitrantes habían sufrido lesiones o incluso habían sido asesinados, en general mediante algún instrumento relacionado con el frío. Entretanto, las camarillas brujeriles y las brujas individuales se entregaban a un juego de poder unas contra otras, en el que los hombres, incluso los más pendencieros y audaces, hasta los jefes y sacerdotes, no eran más que fichas.

Durante la quincena de trueques y los dos días del espectáculo, brujas y muchachas fornidas guardaban la Tienda de las mujeres, de cuyo interior surgían fuertes aromas de perfume, hedores, destellos y brillos intermitentes por la noche, golpes y tintineos, crujidos, siseos de metal incandescente al contacto con el agua y cánticos mágicos y susurros que nunca cesaban del todo.

Aquella mañana, uno podía imaginar que la brujería de las Mujeres de la Nieve actuaba en todas partes, pues no había viento y el cielo estaba encapotado, y había jirones de niebla en el aire húmedo y gélido, por lo que se formaban con rapidez cristales de hielo en cada arbusto y rama, cada ramita y saliente de cualquier clase, incluyendo las guías de los bigotes masculinos y las orejas de los linces domesticados. Los cristales eran tan azules y brillantes como los ojos de las Mujeres de la Nieve, y una mente imaginativa podía percibir incluso en sus formas las figuras de las Mujeres de la Nieve, encapuchadas, altas, con túnicas blancas, pues muchos de los cristales crecían hacia arriba, como llamas diamantinas.

Y aquella mañana las Mujeres de la Nieve habían capturado, o más bien tuvieron una ocasión casi segura de atrapar, a una víctima selecta casi inimaginable, pues una de las muchachas del espectáculo, ya fuera por ignorancia o estúpido atrevimiento, y quizá tentada por el aire relativamente suave, engendrador de gemas, había salido a pasear por la nieve apelmazada, lejos de la seguridad que ofrecían las tiendas de los actores, más allá de la Sala de los Dioses, por el lado del precipicio, y desde allí entre dos bosquecillos de altos árboles de hoja perenne cargados de nieve, hasta salir al puente de roca natural cubierto de nieve que había sido el inicio de la Antigua Carretera del sur a Gnampf Nar hasta que una parte de su sección central, con la longitud de unos cinco hombres, se derrumbó sesenta años atrás.

Se había detenido a corta distancia del borde, curvado hacia arriba y peligroso, mirando durante largo rato hacia el sur a través de los jirones de niebla que, a lo lejos, se disgregaban como largos filamentos de lana. Debajo de ella, en la hendidura del desfiladero, los pinos cubiertos de nieve del cañón de los Duendes parecían tan pequeños como las tiendas blancas de un ejército de gnomos del hielo. La mirada de la muchacha recorrió lentamente el cañón desde sus lejanos inicios en el este hasta donde, al estrecharse, pasaba directamente por debajo de ella y luego, con un ensanchamiento gradual, se curvaba hacia el sur, hasta el contrafuerte situado al otro lado, con la sección gemela, saliente, del que fue en otro tiempo puente de piedra y que bloqueaba el panorama hacia el sur. Entonces su mirada retrocedió para recorrer la Carretera Nueva desde donde iniciaba su descenso, más allá de las tiendas de los actores, y se aferraba a la pared lejana del cañón hasta que, tras muchas subidas, bajas y curvas —al contrario que la Carretera Antigua, más suave y recta— se internaba entre los pinos e iba con ellos hacia el sur.

Quien se hubiese fijado en su mirada anhelante, podría haber pensado que la actriz era una tonta doncella que añoraba su hogar, lamentaba ya la gira por el frío norte y suspiraba por algún callejón de los actores, caluroso y lleno de moscas, más allá de las Ocho Ciudades y el Mar Interior... pero la serena confianza de sus movimientos, la orgullosa prestancia de sus hombros y el lugar peligroso que había elegido para mirar, sugerían otra cosa, pues aquel sitio no era sólo físicamente peligroso, sino también tan cercano a la Tienda de las Mujeres como lo estaba de la Sala de los Dioses, y además era un lugar tabú, porque un jefe y sus hijos se habían precipitado por allí, encontrando la muerte, cuando el centro del puente rocoso cedió sesenta años atrás, y porque el puente de madera que lo reemplazó cayó bajo el peso de la carreta de un comerciante de licores, hacía unos cuarenta años. El hombre vendía uno de los aguardientes más fuertes, y fue la suya una pérdida lo bastante terrible para justificar los más severos tabúes, incluido el que prohibía la reconstrucción del puente.

Y como si estas tragedias no bastaran para saciar a los celosos dioses y hacer el tabú absoluto, solamente dos años atrás el esquiador más hábil que había producido el Clan de la Nieve en varias décadas, un tal Skif, borracho de aguardiente de nieve y con un orgullo glacial, había intentado saltar sobre la brecha desde el lado del Rincón Frío. Remolcado hasta adquirir velocidad y empujando furiosamente con sus palos, despegó como un halcón en vuelo planeante, pero no llegó al nevado extremo opuesto por la distancia de un brazo extendido; las puntas de sus esquíes golpearon contra la roca, y él mismo se estrelló en las rocosas profundidades del cañón.

La aturdida actriz llevaba un largo abrigo de piel de zorro castaño rojizo, que sujetaba con una ligera cadena de latón revestida de oro. Cristales de hielo se habían formado en su cabello castaño oscuro, recogido en un peinado muy alto.

Por la estrechez del abrigo, su figura prometía ser flacucha, o al menos poco musculosa para satisfacer la noción que las Mujeres de la Nieve tenían de las jugadoras femeninas, pero medía casi seis pies de altura... lo cual era excesivo para una actriz y una afrenta más para las altas Mujeres de la Nieve que ahora se acercaban a ella por detrás, en una silenciosa hilera blanca.

Una bota de piel blanca, lanzada con excesivo apresuramiento, golpeó contra la nieve helada.

La actriz giró sobre sus talones y sin vacilación echó a correr por el camino que la había llevado hasta allí. Sus tres primeros pasos rompieron la costra helada, haciéndole perder tiempo, pero aprendió en seguida el truco de correr deslizándose sobre el hielo.

Se subió su abrigo rojizo; llevaba negras botas de piel y brillantes medias escarlata.

Las Mujeres de la Nieve se deslizaron con rapidez tras ella, lanzándole sus duras bolas de nieve, una de las cuales alcanzó a la actriz en el hombro. Cometió el error de mirar atrás.

Tuvo la mala suerte de que dos bolas de nieve le dieran en la mandíbula y la frente, debajo del labio pintado y sobre una ceja negra arqueada. Entonces se tambaleó, dio una vuelta completa y una bola de nieve lanzada casi con la fuerza de una piedra de honda le alcanzó en el diafragma, haciéndole doblarse y cortándole la respiración.

Cayó al suelo. Las mujeres de blanco se lanzaron hacia adelante, sus ojos azules brillantes de furia.

Un hombre alto, delgado, con negro mostacho, una chaqueta pardusca acolchada y turbante bajo y negro, dejó de observar desde el lugar que ocupaba al lado de una de las columnas vivientes de la Sala de los Dioses, de áspera corteza y llena de cristales de hielo, y corrió hacia la mujer caída. Sus pisadas rompían la costra helada, pero sus fuertes piernas le conducían sin vacilación.

Entonces aminoró la marcha, asombrado, porque pasó por su lado como una exhalación una figura alta, blanca, esbelta, deslizándose con tal rapidez que por un momento pareció que lo hiciera sobre esquíes. El hombre del turbante pensó que era otra Mujer de la Nieve, pero entonces observó que llevaba un jubón corto de piel en vez de una larga túnica, por lo que presumiblemente era un Hombre o un joven de la Nieve, aunque el hombre del turbante negro nunca había visto a un varón del Clan de la Nieve vestido de blanco.

La rápida y extraña figura deslizante siguió avanzando con la cabeza gacha y desviando la mirada de las Mujeres de la Nieve, como si temiera encontrarse con su airada mirada azul. Entonces, al arrodillarse. con presteza junto a la actriz caída, una larga cabellera rubia rojiza se desprendió de su capucha. Por ello y por la esbeltez de su figura, el hombre del turbante negro supo en un instante de temor que la persona recién llegada era una Muchacha de la Nieve muy alta, ansiosa de asestar el primer golpe directo.

Pero entonces vio que sobresalía del cabello rubio rojizo una mandíbula masculina, y también un par de macizos brazaletes de plata de la clase que sólo se consigue mediante la piratería. Luego el joven recogió a la actriz y se deslizó alejándose de las Mujeres de la Nieve, que ahora sólo podían ver las piernas de su víctima enfundadas en las medias escarlata. Una andanada de pelotas de nieve golpearon la espalda del rescatador, el cual osciló un poco, pero siguió corriendo con decisión, todavía agachando la cabeza.

La Mujer de la Nieve más robusta, con el porte de una reina y el rostro ojeroso todavía bello, aunque el cabello, que le caía a cada lado, era blanco, dejó de correr y gritó con una voz profunda:

—¡Vuelve, hijo! ¿No me oyes, Fafhrd? ¡Vuelve ahora mismo!

El joven meneó ligeramente su gacha cabeza, aunque no se detuvo en su huida. Sin volver la cabeza, replicó en un tono bastante agudo:

—Volveré, venerada Mor, madre mía... Más tarde.

Las demás mujeres se pusieron a gritar: «¡Vuelve en seguida!» Algunas de ellas añadieron epítetos como «¡Joven disoluto!», «¡Maldición de tu buena madre Mor!» y «¡Buscador de rameras!».

Mor las hizo callar con un seco ademán de sus manos, las palmas hacia abajo.

—Esperaremos aquí —anunció con autoridad.

El hombre del turbante negro se detuvo un poco y luego fue en pos de la pareja desaparecida, sin perder de vista, cauteloso, a las Mujeres de la Nieve. Se suponía que no atacaban a los mercaderes. Pero con las mujeres bárbaras, lo mismo que con los hombres, uno nunca podía estar seguro de nada.

Fafhrd llegó a las tiendas de los actores, que estaban colocadas en círculo alrededor de una extensión de nieve pisoteada, en el extremo de la Sala de los Dioses donde estaba el altar. En el lugar más alejado del precipicio estaba la alta tienda cónica del Maestro del Espectáculo. En medio se alzaba la tienda común de los actores, de forma algo ahusada, un tercio para las muchachas y dos tercios para los hombres. En la parte más cercana al cañón de los Duendes había una tienda de tamaño mediano, semicilíndrica, sujeta con argollas. De un lado a otro de su parte central, un sicomoro de hoja perenne tendía una grande y pesada rama, equilibrada por dos ramas menores en el extremo opuesto, sembrado de cristales. En la parte delantera semicircular de esta tienda había una abertura cerrada con una tela, que a Fafhrd le resultó difícil abrir, dado que el largo cuerpo que sostenía entre sus brazos seguía inconsciente.

Un viejecito panzudo llegó corriendo hasta él con un brío propio de un muchacho. Las ropas que vestía eran de calidad, con adornos dorados, pero estaban remendadas. Hasta su largo mostacho gris y su barba de chivo brillaban con motas de oro por encima y debajo de su boca provista de sucios dientes. Los ojos, rodeados de grandes bolsas, eran llorosos y estaban enrojecidos en la periferia, pero oscuros y vivos en el centro. Se tocaba con un turbante púrpura sobre el que había una corona dorada con gemas melladas de cristal de roca, burda imitación de diamantes.

Detrás de él llegó un magro mingol manco, un gordo occidental con una abundante barba negra que olía a cuerno quemado y dos flacas muchachas que, a pesar de sus bostezos y las pesadas mantas en las que se arrebujaban, parecían vigilantes y evasivas como gatos callejeros.

—¿Pero qué es esto? —preguntó el que mandaba, absorbiendo de una sola mirada todos los detalles de Fafhrd y su carga—. ¿Has matado a Vlana? Violada y muerta, ¿eh? Sepas, joven asesino, que pagarás caro por tu diversión. Puede que no sepas quién soy, pero ya lo sabrás. Pediré indemnizaciones a tus jefes, ¡vaya que sí! ¡Grandes indemnizaciones! Tengo influencia, no lo dudes. Perderás esos brazaletes de pirata y esa cadena de plata que te asoma por debajo del cuello. Tu familia quedará arruinada, y todos tus parientes también. En cuanto a lo que te harán...

—Tú eres Essedinex, Maestro del Espectáculo —le interrumpió Fafhrd en tono dogmático, su aguda voz de tenor ahogando como el sonido de una trompeta la áspera y campanuda voz de barítono del otro—. Soy Fafhrd, hijo de Mor y de Nalgron el Quebrantaleyendas. Vlana, la bailarina culta, no ha sido violada m está muerta, sino sólo aturdida por las bolas de nieve. Esta es su tienda. Ábrela.

—Nosotros cuidaremos de ella, bárbaro —replicó Essedinex, aunque con más sosiego y pareciendo a la vez sorprendido y algo intimidado por la precisión casi pedantesca del joven al señalar quién era quién y qué era qué—. Entréganosla y vete.

—La acostaré —insistió Fafhrd—. ¡Abre la tienda!

Essedinex se encogió de hombros e hizo un gesto al mingol, el cual con una sonrisa sardónica utilizó su única mano y codo para desatar y echar a un lado la tela de la entrada. Del interior salió un olor a madera de sándalo y alcanfor. Fafhrd se agachó y entró en la tienda, hacia cuyo centro reparó en un lecho de pieles y una mesa baja con un espejo de plata apoyado en unos frascos y anchas botellas. A1 fondo había un perchero con trajes.

Rodeando un brasero del que ascendía un hilillo de humo pálido, Fafhrd se arrodilló con cuidado y depositó suavemente su carga sobre el jergón. Luego le tomó el pulso a Vlana, en el cuello y la muñeca, le abrió los párpados y examinó los ojos, y con delicadeza exploró las hinchazones que se formaban en la mandíbula y la frente, aquilatándolas con las puntas de los dedos. Luego le pellizcó el lóbulo de la oreja izquierda y, al ver que no reaccionaba, meneó la cabeza y, abriéndole el manto bermejo, empezó a desabrocharle el vestido.

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