Al arrojar un puñado de nieve contra la oreja de Fafhrd, Mara se balanceó peligrosamente, pero mantuvo los pies adheridos a las ramas.
—¡Que Dios te congele, zorra! —gruñó Fafhrd. Se aferró a su rama más recia con una mano y con la otra intentó coger a Mara por debajo del hombro.
Aquellos que miraban desde abajo —y por entonces ya eran varios, a pesar de la fuerte atracción del escenario— veían dos torsos vestidos de blanco que se agitaban, y unas cabezas rubias que asomaban por el tejado de ramas, como si estuvieran a punto de efectuar el salto del ángel. Luego, todavía luchando, sus figuras se retiraron hacia arriba.
Un viejo Hombre de la Nieve se puso a gritar: «¡Sacrilegio!» Y un joven: «¡Mirones! ¡Machaquémosles!» Podrían haberle obedecido, pues ahora una cuarta parte de los Hombres de la Nieve estaban en pie, si no hubiese sido porque Essedinex lo observaba todo a través de un agujero en una de las pantallas y conocía muy bien las maneras de manejar a los públicos difíciles. Señaló con un dedo al mingol que estaba tras él y luego alzó aquella mano con la palma hacia arriba.
Brotó la música. Los címbalos atronaron. Las dos muchachas mingolas y la ilthmarix salieron al escenario desnudas y empezaron a hacer cabriolas alrededor de Vlana. El gordo oriental pasó pesadamente junto a ellas y prendió fuego a su barba negra. Unas llamas azules ascendieron y vacilaron ante su rostro y alrededor de sus orejas. No extinguió el fuego —con una toalla húmeda que llevaba— hasta que Essedinex le susurró roncamente desde su puesto de observación.
—Ya es suficiente. Los tenemos controlados de nuevo.
La longitud de la negra barba se había reducido a la mitad. Los actores hacían grandes sacrificios, que los patanes e incluso sus camaradas no solían apreciar.
Fafhrd descendió la última docena de 'es y se posó en el amontonamiento de nieve en el exterior de la Sala de los Dioses, en el mismo instante en que Mara terminaba su descenso. Ambos se miraron, hundidos hasta las pantorrillas en la nieve encostrada, al otro lado de la cual la luna creciente y algo gibosa lanzaba rayos de brillante luz blanca y dejaba en la sombra el espacio entre ellos.
—¿Dónde has oído esa mentira de que desafié a Hringorl por la actriz, Mara? —le preguntó Fafhrd.
—¡Lascivo infiel! —gritó ella, golpeándole en un ojo, y echó a correr hacia la Tienda de las Mueres, sollozando y gritando—: ¡Se lo diré a mis hermanos! ¡Ya verás!
Fafhrd dio un salto, ahogó un grito de dolor, dio tres pasos tras ella, se detuvo, se aplicó un puñado de nieve al ojo dolorido y, en cuanto éste empezó sólo a latir, se puso a pensar.
Miró a su alrededor con el otro ojo, no vio a nadie, se dirigió a unos árboles cargados de nieve en el borde del precipicio, se ocultó entre ellos y siguió pensando.
Sus oídos le decían que el espectáculo se estaba caldeando en la Sala de los Dioses. Se oían risas y gritos alegres, que a veces ahogaban la música del tamboril y la flauta. Sus ojos —el que había recibido el golpe volvía a funcionar— le decían que no había nadie cerca de él. Miró las tiendas de los actores en aquel extremo de la Sala de los Dioses más cercana a la Nueva Carretera del sur, los establos situados más allá de ellas y las tiendas de los mercaderes, más lejos de los establos. Luego su mirada regresó a la tienda más cercana: la semicircular de Vlana, revestida de cristales que centelleaban a la luz de la luna y con una gigantesco lombriz de cristal que parecía reptar por su centro, por debajo de la rama de sicomoro.
Se acercó a ella con sigilo sobre la nieve encrostada y diamantina. El nudo que unía las ataduras de la entrada estaba oculto en sombras y parecía complicado y extraño. Fue a la parte posterior de la tienda, soltó un par de ganchos y, arrastrándose sobre el vientre, penetró por la abertura como una serpiente, encontrándose entre los dobladillos de los vestidos colgados de Vlana. Colocó de nuevo los ganchos, de manera que le resultara fácil desengancharlos de nuevo, se levantó, se sacudió, dio cuatro pasos y se tendió en el jergón. Había un brasero que irradiaba un débil calor. Al cabo de un rato, el joven alargó la mano hacia la mesa y se sirvió una copa de aguardiente.
Por fin oyó voces que fueron intensificándose. Mientras alguien desataba las ataduras de la puerta, palpó su cuchillo y también se preparó para ocultarse bajo una gran alfombra de piel.
Riendo, pero diciendo «no, no, no» con decisión, Vlana entró rápidamente de espaldas y sostuvo la puerta cerrada con una mano mientras con la otra apretaba las cuerdas, y miró por encima del hombro.
Su mirada de sorpresa desapareció casi antes de que Fafhrd se diera cuenta, sustituida por una rápida sonrisa de bienvenida que le arrugó cómicamente la nariz. Volvió la cabeza, prosiguió con minuciosidad la tarea de atar las cuerdas de la puerta y dedicó algún tiempo a hacer un nudo. Luego se acercó a él y se arrodilló a su lado, el cuerpo erecto desde las rodillas. Ahora, mientras le miraba, no sonreía, sino que tenía una enigmática expresión reflexiva que él trató de imitar. La muchacha llevaba la túnica con capucha de su traje mingol.
—Así que has cambiado de idea respecto a una recompensa —le dijo en voz baja pero en tono prosaico—. ¿Cómo sabes que yo no he cambiado la mía en todo este tiempo?
Fafhrd meneó la cabeza, en respuesta a la primera afirmación de la actriz. Luego, tras una pausa, dijo:
—Sin embargo, he descubierto que te deseo.
—Te vi contemplando el espectáculo desde... desde el gallinero. Casi te convertiste en la principal atracción del espectáculo. ¿Quién era la muchacha que estaba contigo? ¿O era un joven? No he podido estar del todo segura.
Fafhrd no respondió a las preguntas, sino que inquirió a su vez:
—También quisiera preguntarte por tu danza de tan suprema habilidad y... y tu actuación en solitario.
—Mímica —le informó ella.
—Mímica, sí. Y quiero hablar contigo de la civilización.
—Es verdad, esta mañana me has preguntado cuántos lenguajes sabía.
La actriz miró la pared de la tienda, más allá de él. Estaba claro que ella también era una pensadora. Le quitó la copa de aguardiente de la mano, bebió la mitad de lo que quedaba y se la devolvió.
—Muy bien —le dijo, mirándole al fin, pero sin cambiar de expresión—. Satisfaré tu deseo, mi querido muchacho. Pero ahora no es el momento. Primero debo descansar y reunir fuerzas. Vete y regresa cuando se haya puesto la estrella Shadah. Despiértame si me he dormido.
—Eso es una hora antes del alba —dijo él, mirándola—. Será una fría espera en la nieve.
—No hagas eso —se apresuró a decir ella—. No quiero que te quedes congelado en las tres cuartas partes. Ve donde hay calor. Para permanecer despierto, piensa en mí. No bebas demasiado vino. Ahora vete.
El se levantó e hizo ademán de abrazarla. La actriz retrocedió un paso, diciendo:
—Luego, luego... todo lo que quieras. —El muchacho se encaminó a la puerta. Ella meneó la cabeza—. Podrían verte. Sal por donde has entrado.
Al pasar de nuevo por su lado, rozó con la cabeza algo duro. Entre los aros que apoyaban el centro de la tienda, el pellejo flexible de la tienda se combaba, mientras que los mismos aros estaban doblados y algo aplastados por el peso que soportaban. Por un instante el muchacho se contrajo, disponiéndose a coger a Vlana y saltar hacia cualquier lado, y entonces empezó a golpear y despejar metódicamente todos los abultamientos, siempre golpeando hacia afuera. Se oyó un estruendo y un intenso tintineo cuando los macizos cristales, que en el exterior le habían parecido un gigantesco gusano —ahora debía de ser una gigantesca serpiente de nieve— se quebró lanzando una lluvia de esquirlas.
—Las Mujeres de la Nieve no te quieren —le dijo Fafhrd mientras realizaba aquella tarea—. Ni tampoco Mor, mi madre, es amiga tuya.
—¿Creen que me asustan con cristales de hielo?—preguntó Vlana en tono despectivo—. Conozco ardientes sortilegios orientales comparados con los cuales sus débiles magias...
—Pero ahora estás en su territorio, a merced de su elemento, que es más cruel y sutil que el fuego —replicó Fafhrd, alisando el último abultamiento, de modo que los aros subieron de nuevo y la piel se extendió casi lisa entre ellos—. No subestimes sus poderes.
—Gracias por evitar que mi tienda se derrumbara. Pero ahora márchate... en seguida.
Hablaba como si lo hiciera de cosas triviales, pero su expresión era reflexiva.
Poco antes de deslizarse por debajo de la pared posterior, Fafhrd miró por encima del hombro. Vlana miraba de nuevo la otra pared, sosteniendo la copa vacía que él le había dado, pero ella percibió su movimiento y, ahora sonriendo tiernamente, le lanzó un beso soplando sobre la palma de la mano.
En el exterior el frío era más intenso. No obstante, Fafhrd se dirigió al grupo de árboles, se arrebujó en su manto, se echó la capucha sobre la frente, atándola de manera que quedase bien ceñida a la cabeza, y se sentó de cara a la tienda de Vlana.
Cuando el frío empezó a penetrar entre sus pieles, se puso a pensar en la actriz.
De súbito se agazapó y sacó el cuchillo de su funda. Una figura se aproximaba a la tienda de Vlana, manteniéndose en las sombras siempre que podía. Parecía ataviada de negro.
Fafhrd avanzó en silencio. A través del aire le llegaba el débil sonido de unas uñas que rascaban el cuero.
Hubo un leve destello de luz mortecina cuando se abrió la puerta de la tienda, lo bastante brillante para mostrar el rostro de Vellix el Aventurero, el cual entró en la tienda. Siguió el sonido de las cuerdas atadas con fuerza. .
Fafhrd se detuvo a diez pasos de la tienda y permaneció inmóvil durante unas dos docenas de exhalaciones. Entonces avanzó con sigilo junto a la tienda, manteniendo la misma distancia.
Había luz en el umbral de la alta tienda cónica de Essedinex. Más allá, en los establos, un caballo relinchó dos veces.
Fafhrd se agachó y miró a través de la baja abertura iluminada, a tiro de cuchillo de distancia. Se movió de un lado a otro. Vio una mesa llena de jarros y copas apoyada en la pared inclinada de la tienda opuesta a la entrada.
A un lado de la mesa estaba Essedinex y al otro Hringorl.
Ojo avizor por si andaban cerca Hor, Harrax o Hrey, Fafhrd rodeó la tienda, aproximándose a ella por el lugar donde la mesa y los dos hombres quedaban débilmente siluetados. Haciendo a un lado la capucha y el cabello, aplicó la oreja al cuero. —Tres barras de oro... es lo máximo que ofrezco —decía hoscamente Hringorl. El cuero ahuecaba su voz.
—Cinco —respondió Essedinex, y se oyó el ruido de una boca al tragar vino.
—Escucha, viejo —dijo entonces Hringorl en tono amenazante—. No te necesito. Puedo apoderarme de la muchacha y no pagarte nada.
—Oh, no, eso no podrá ser, maestro Hringorl. —La voz de Essedinex parecía alegre—. Si lo hicieras, el espectáculo no volvería jamás a Rincón Frío, ¿y qué dirían los hombres de tu tribu? Ni tampoco yo te traería más muchachas.
—¿Qué importa? —Aunque las palabras quedaron ahogadas por el trago de vino que las acompañó, Fafhrd pudo notar la jactancia en ellas—. Tengo mi nave. Puedo degollarte en este instante y llevarme a la chica esta noche.
—Hazlo entonces —dijo alegremente Essedinex—. Dame sólo un momento para echar otro trago.
—Muy bien, viejo miserable. Cuatro barras de oro.
—Cinco.
Hringorl soltó una maldición.
—Alguna noche, anciano alcahuete, vas a provocarme demasiado. Además, la mujer ya no es una chiquilla.
—Pero experimentada en el placer. ¿Te he dicho que una vez fue acólita de los Magos de Azorkah? Ellos la entrenaron para que llegara a ser concubina del Rey de Reyes y su espía en la corte de Horborixen. Sí, y se zafó de aquellos temibles nigrománticos del modo más inteligente cuando obtuvo el conocimiento erótico que deseaba.
Hringorl rió con una ligereza forzada.
—¿Por qué habría de pagar siquiera una barra de plata por una muchacha que ha sido poseída por docenas? El juguete de cualquier hombre.
—Por centenares —le corrigió Essedinex—. La habilidad sólo se consigue con la experiencia, como bien sabes. Y cuanto mayor es la experiencia, tanto mayor la habilidad. No obstante, esta muchacha no es nunca un juguete. Es la instructora, la reveladora; juega con un hombre por el placer de éste, puede hacer que se sienta el rey del universo y quizá, ¿quién sabe?, que lo sea incluso. ¿Qué es imposible para una muchacha que conoce cómo se complacen los mismos dioses... sí, y hasta los archidemonios? Y sin embargo... no te lo vas a creer, pero es cierto... a su manera sigue siendo virgen, pues ningún hombre la ha dominado jamás.
—¡Eso habrá que verlo! —Las palabras de Hringorl fueron casi un grito risueño. Se oyó el ruido del trasiego de vino. Luego bajó el tono de su voz—. Muy bien, que sean cinco barras de oro, usurero. La entrega será después del espectáculo de mañana por la noche. Te pagaré el oro a cambio de la chica.
—Tres horas después del espectáculo, cuando la muchacha esté drogada y todo tranquilo. No hay necesidad de despertar los celos de tus compañeros de tribu tan pronto.
—Que sean dos horas, ¿de acuerdo? Y ahora hablemos del año próximo. Quiero una muchacha negra, una kleshita de pura sangre. Y no me vengas con más tratos de cinco barras de oro. No quiero maravillas brujeriles, sino sólo juventud y mucha belleza.
—Créeme —respondió Essedinex—, nunca desearás a otra mujer, una vez hayas conocido y.., te deseo suerte... dominando a Vlana. Supongo, claro está...
Fafhrd retrocedió tambaleándose, se apartó doce pasos de la tienda y se detuvo, sintiendo un extraño vértigo, ¿o sería embriaguez? Desde el principio había supuesto que casi con toda seguridad hablaban de Vlana, pero oír pronunciar su nombre le afectó mucho más de lo que había esperado.
Las dos revelaciones, tan próximas, le llenaron de una sensación ambigua que no había conocido hasta entonces; una rabia irrefrenable y también un deseo de echarse a reír a carcajadas. Quería tener una espada lo bastante larga para desgarrar el cielo y arrojar de sus lechos a todos los habitantes del paraíso. Quería buscar todos los cohetes del espectáculo y dispararlos en la tienda de Essedinex. Quería derribar la Sala de los Dioses con sus pinos y arrastrarla entre las tiendas de los actores. Quería....
Giró sobre sus talones y se dirigió con rapidez a la tienda del establo. El único cuidador roncaba sobre la paja al lado de un jarro vacío y cerca del trineo ligero de Essedinex. Fafhrd observó con una sonrisa maligna que el caballo que, como bien sabía, era el mejor, pertenecía a Hringorl. Buscó una collera de caballo y un largo rollo de cuerda ligera y fuerte. Entonces, emitiendo murmullos entre los labios semicerrados para tranquilizar al animal, una yegua blanca, lo separó de los demás caballos. El cuidador se limitó a roncar más fuerte.