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Authors: Ed Greenwood

Fuego mágico (12 page)

BOOK: Fuego mágico
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—No —dijo Narm extendiendo inocentemente sus manos. De hecho, los dos caballeros podían ver que estaba blanco de miedo. Ambos se volvieron a mirar con recelo hacia los árboles.

—¿Para qué una ilusión, sino para alejarnos de aquí? —dijo Rathan en voz baja.

—Cierto —respondió Torm quedamente—; para tendernos una trampa, o para apartarnos del camino y de alguien que quiere pasar sin encontrarse con nosotros.

—Hmmmm —masculló Rathan y volvió a erguirse en su silla sosteniendo en alto su sagrado símbolo. Sus manos trazaron un círculo en el aire en torno al disco, siguiendo sus curvas. Primero lo hizo con una mano, mientras la otra sostenía el disco, y después cambió de mano, mientras canturreaba con voz suave—: ¡Tymora! ¡Tymora! ¡Tymora! ¡Tymora!

El disco comenzó a relucir, tenuemente al principio, y fue ganando luminosidad poco a poco hasta que, por fin, brilló con un resplandor plateado. Torm exploraba los bosques sin cesar con la espada preparada. De pronto, Rathan separó sus manos del disco luminoso. éste no se cayó, sino que se quedó flotando en silencio en medio del aire. Rathan dijo entonces dirigiéndose al disco:

Por el poder de Tymora y la gracia de Tymora,

que lo que haya delante se descubra ahora;

que todo ser o cosa que pueda ser malvado

ante mí ahora mismo sea revelado.

El clérigo volvió a asir el disco al terminar sus palabras, y la luminosidad plateada del disco se fue desvaneciendo. Rathan, sin dejar de sostener el disco ante sí, miró escrutadoramente hacia el camino.

—¡Ajá! —dijo casi de inmediato—. ¡Seis criaturas por el sendero, y vienen hacia aquí! —Sacó una larga y pesada maza de su cinturón y golpeó ligeramente su acorazada rodilla, balanceando su brazo para desentumecerlo—. ¿Listo, Torm? —preguntó—. Narm, vigila la retaguardia, ¿quieres?

—¿Seis? —preguntó Narm—. ¿Y si son demonios?

Rathan Thentraver lo miró por unos instantes con rostro inexpresivo, y luego se encogió de hombros.

—Yo adoro a la Dama Fortuna —respondió, como si se estuviese dirigiendo a un idiota—. ¿Torm?

El flaco ladrón se deslizó de nuevo hasta su silla y sonrió de oreja a oreja:

—Tú diriges, oh detector del mal. Los mulos están maneados.

Rathan asintió brevemente con la cabeza y tiró de las riendas de su caballo. El animal se encabritó y agitó sus patas delanteras en el aire. El clérigo adhirió el disco a su escudo con destreza, mientras sostenía la maza en el pliegue de su brazo. Cuando el caballo apeó sus patas delanteras, la maza estaba ya en su mano y él se inclinó hacia delante gritando:

—¡Por Tymora y victoria! ¡Los caballeros de Myth Drannor están sobre vosotros! ¡Morid!

Narm tragó saliva cuando el caballo y el hombre que bramaba encima de él se precipitaron a través de los árboles a todo galope. Torm iba pegado a los talones de Rathan, moviendo su espada en círculos. A lo lejos, por delante de él, el joven oyó gritos en el bosque, seguidos del tintineo del entrechocar de aceros. Luego hubo un corto chillido, rápidamente cortado, ruido de coces de caballos, más choques de aceros y unos cuantos gritos dispersos.

Narm se preguntaba inquieto qué debería hacer con los mulos si ambos resultaban muertos. No tenía el menor deseo de que en el Valle de las Sombras lo consideraran un enemigo, o un ladrón, pero...

Oyó entonces un estrépito procedente del sendero, más cercano que los sonidos del combate, y sacó con nerviosismo su daga.

—¡Eh, Narm! —la alegre voz de Torm llegó flotando a través de los árboles—. ¿Aún no se han comido los mulos todas las hojas de ese trecho? —El ladrón apareció a la vista, ojeó sin hacer comentarios la daga que Narm estaba desenfundando y saltó con ligereza de su montura para echar un vistazo a los mulos—. Aventureros procedentes del castillo de Zhentil: sacerdotes de Bane y un creador de ilusiones que salió a buscar la fama —explicó brevemente.

—¿Muertos? —preguntó Narm.

Torm asintió con la cabeza.

—No estaban dispuestos a rendirse ni a huir —dijo con calma sosteniendo las riendas de los mulos firmemente mientras sujetaba las cinchas de su montura y volvía a colocarse de un brinco sobre su silla. Narm sacudió la cabeza—. ¡Eh!, ¿qué pasa? —preguntó Torm con ojos interrogantes.

Narm esbozó una débil sonrisa.

—Sólo vosotros dos —dijo el aprendiz—, y los gritos de guerra de Rathan... y unos minutos más tarde vuelves y me dices que están muertos.

Torm asintió.

—Es lo que suele pasar —dijo con rostro inexpresivo.

Narm volvió a sacudir la cabeza mientras ponían lentamente en marcha sus caballos.

—No, no —dijo—. Entiéndeme... ¿Cómo podéis salir así, a todo galope, sabiendo que os enfrentáis a seis enemigos y que, al menos uno de ellos, es un maestro del arte?

—¿Los gritos de guerra y todo eso? Bueno, si estás arriesgándote a morir, ¿por qué no divertirte un poco? —respondió Torm—. Si quisiera correr riesgos de muerte sin divertirme, sería recaudador de impuestos y no un ladrón. Vamos; si tardamos mucho, Rathan se habrá terminado toda la comida y el vino, ¡y aún no estamos allí siquiera!

¿Dónde estaba ella? El olor a tierra y piedra vieja y húmeda flotaba a su alrededor en la oscuridad. Shandril yacía todavía sobre algo duro y desigual cuando recobró sus sentidos. Su boca estaba seca, le dolía la cabeza y sentía un gran escozor en su hombro y espalda. Ah, sí... había caído allí dentro... mientras se alejaba a rastras del pozo. Estaba en medio de un bosque, en unas vastas ruinas habitadas por demonios y otros espantosos monstruos. Probablemente se tratara de Myth Drannor y no consiguiera salir de allí ni sobrevivir. Shandril se volvió y algo metálico se movió debajo de ella. ¡Ah, sí! ¡Monedas! Agarró una con su mano y se incorporó hasta quedarse de rodillas. Estaba demasiado oscuro para distinguir qué clase de moneda era. Por encima de su cabeza una débil luz se filtraba a través de la grieta por donde había caído cuando las piedras habían cedido. No podía alcanzar la abertura.

¡Tymora escupa sobre todos! Si esto era aventura, tal vez valía la pena haber aguantado a Korvan y la interminable y pesada rutina de La Luna Creciente, después de todo. Shandril miró desconsolada a su alrededor. Demasiado oscuro para ver nada. No tendría más remedio que andar tanteando en la oscuridad, a ver si encontraba una salida... si es que había alguna. La Dama de la Suerte le sonreiría sin duda...

Entonces se oyó un grito, unos pies que corrían, más gritos y chillidos y el metálico entrechocar de espadas. Luego, un horrible quejido, más pies que corrían y, de repente, alguien se vino abajo por la abertura en medio de una lluvia de polvo y adoquines. Shandril se dejó resbalar hacia abajo por el montón de monedas a toda prisa. Una piedra cayó sobre su pie, ya medio hundido en las monedas; otra rebotó en un codo y se lo dejó entumecido. Hubo un gran estrépito de monedas, y una voz dijo triunfante en la oscuridad:

—¡Ajá! ¡Ya te tengo! Creí que tú...


¡Ilzazu!
—siseó una segunda voz, y hubo un resplandor blanco azulado y un sonido crepitante y crujiente seguido de un horrible gemido de muerte.

Esto era ya más que suficiente, decidió Shandril, y volvió a desmayarse.

Cuando volvió al mundo que la rodeaba, la luz que entraba de lo alto era mucho más intensa. Shandril se encontró tendida al borde del montón de monedas, con sus pies elevados descansando sobre la resbaladiza riqueza y su doliente cabeza en el suelo. Se sentía débil y mareada, y le parecía que habían transcurrido días desde que había huido de aquella gárgola.

Se levantó y miró alrededor. Las monedas —miles de ellas, de un color marrón oxidado por el tiempo y la humedad— parecían todas de cobre. Suspiró. Por encima de ella, en la cima del montón, yacían dos cuerpos boca arriba con los pies entrelazados; ambos eran humanos. Uno llevaba una armadura muy ennegrecida; en torno a él había todavía un vago hedor a carne quemada. El otro llevaba hábitos y sus manos agarraban los fragmentos quebrados de un bastón de madera. Una espada salía de su caja torácica y un pequeño morral yacía medio estrujado debajo de él. Shandril trepó de nuevo por el montón de monedas. ¿Comida? Quizás uno llevase agua, o vino...

El cuerpo con armadura estaba carbonizado; Shandril lo evitó. El otro tenía una daga, que ella recogió rápidamente, botas —demasiado grandes, pero sus pies ya habían sangrado lo suficiente para preferir éstas a nada—, un pellejo de agua, que ella vació con frenesí, y el morral. Tiró de éste hasta librarlo de la presión del cuerpo y examinó con curiosidad los pedazos de madera. El trozo más grueso, del extremo superior del bastón, llevaba inscrita la palabra «Ilzazu», pero nada sucedió cuando Shandril la pronunció con cautela en voz alta. Entonces volvió a deslizarse montón abajo.

La bolsa resultó llevar dentro un pedazo de pan negro duro, una pieza de queso sellada con cera, otra pieza a medio comer salpicada de moho (que Shandril se comió de todas maneras, dejando la otra para más tarde) y un libro pequeño. Shandril lo abrió con cuidado, vio garabateados unos jeroglíficos, y lo volvió a cerrar de golpe. Había también una lámpara de mano irreparablemente dañada, un trozo de pedernal y un frasco de metal con aceite. Metió todo en el morral excepto el pedernal y el aceite y se lo echó al hombro. Se arrastró de nuevo hasta el difunto y mágico usuario de dichos objetos y arrancó lo que pudo de su atuendo, lo empapó de aceite y golpeó el pedernal contra una moneda tras otra y, por último, contra la chamuscada coraza del otro cadáver, en un intento de hacer ignición con las chispas en la tela empapada, hasta que al fin ésta empezó a arder poco a poco. Después tomó la ennegrecida espada del guerrero caído y, con mucho cuidado, levantó la tela en su punta a modo de antorcha. Descendió apresuradamente el montón en busca de una puerta o escaleras, o cualquier cosa que pudiera conducir fuera de allí.

Encima de ella había un anaquel de piedra que discurría a lo largo del techo sostenido por arcos que se elevaban entre los achaparrados pilares que sostenían el propio techo. Sobre este anaquel había tres enormes barriles. De cada uno de ellos colgaba una cadena polvorienta y llena de telarañas. Con un escalofrío, Shandril se dio cuenta de que un cuarto barril había estado colgando también sobre el montón de monedas; mirando más de cerca, vio las astilladas duelas del barril caído. Y, al pie del montón, por el lado donde ella no se había aventurado antes, sobresalía el extremo oxidado de una cadena junto a un par de piernas de esqueleto. Temblando, Shandril abrió la boca para gritar pero al instante la cerró otra vez. Pronto la tela se habría consumido y ella sería incapaz de ver en la total oscuridad que se extendía lejos del agujero.

Acelerando el paso, atravesó una cámara tan inmensa como el vestíbulo que debía de haber encima de ella. Había avanzado lo bastante, pensó Shandril, para hallarse debajo del enorme vestíbulo. Sabía que no había escaleras ni puerta en el nivel superior al que antes había ido a parar, excepto, quizás, en el extremo oscuro donde no había investigado y de donde habían surgido las stirges. Se volvió pues en aquella dirección, con la luz del día haciéndose cada vez más tenue a medida que la iba dejando atrás.

La débil y titilante luz de su llama reveló una escalera de piedra que subía en espiral desde el suelo sin barandilla ni ornamento ninguno. Parecía demasiado delgada y frágil para soportar su peso. Shandril vaciló, miró alrededor... y entonces la tela ardiente se consumió y cayó de su espada en una pequeña lluvia de chispas. Algunos pedazos más grandes titilaban en el suelo, pero, tal como ella comprobó, eran demasiado pequeños para mantenerse en la espada. Shandril suspiró y se encogió de hombros. Con el último residuo de luz, deslizó la espada a través de su cinturón y comenzó a subir las escaleras apoyándose en manos y rodillas.

Cuando al fin alcanzó el piso de arriba, se hallaba en la más completa oscuridad. ésta debía de ser la planta baja, calculó, y, si hubiese una puerta, estaría probablemente en
aquella
dirección, en alguna parte. «Eso si el suelo no vuelve a ceder y arrojarme de nuevo al sótano», pensó con ánimo sombrío. Sosteniendo la espada horizontalmente ante ella para protegerse contra cualquier obstáculo, avanzó con cuidado. Avanzó con gran lentitud, levantando sus pies suave y silenciosamente y con el oído alerta a cualquier sonido inusual. Nada.

Así fue adentrándose en las tinieblas hasta que su espada rozó la piedra. Tanteó con cuidado y, palpando, dio la vuelta en torno a la piedra. Era un pilar. Tomó aliento y continuó.

Una vez oyó el crujir de huesos secos bajo su pie, y otra dio con los dedos del pie contra un gran bloque de piedra que había caído de arriba. Con todo cuidado, prosiguió hasta que su espada se encontró con una pared, una pared que continuaba en ambas direcciones seis pasos por lo menos. A la izquierda, decidió ella arbitrariamente, y avanzó rozándola con la espada y palpando con la mano libre hasta que dio con una esquina.

Tras haber trazado en su mente el plano de esta sección de la pared, volvió sobre sus propios pasos. Muy pronto encontró una puerta de madera, intrincadamente tallada a juzgar por el tacto de sus manos. Palpó en busca de un tirador, pero no halló ninguno. Desesperada, retrocedió algunos pasos, se lanzó con toda su fuerza contra la puerta y estrelló su hombro contra la madera como había hecho antes.

Hubo un ruido sordo, mucho dolor, y Shandril se encontró en el suelo.

—¡Tymora me condene! —exclamó exasperada casi hasta el llanto. ¿Es que nada iba a salirle bien? ¿Era ésta la forma que tenían los dioses de decirle que debía haberse quedado a cumplir con sus tareas en La Luna Creciente? Con un ligero rugido en su garganta, Shandril se levantó y empujó y tiró de la puerta. Sólida e inamovible como una roca. Palpó de nuevo, por arriba y por abajo, en busca de agarraderos, pomos, cerrojos o cerraduras. Nada.

«A la derecha —decidió entonces—. Buscaré otra puerta.»

Encontró otra enseguida y, para su gran sorpresa, se abrió al primer intento dejándola parpadeando perpleja, aunque contenta. La puerta se abrió sin ruido alguno, y giró como si no pesara nada. Shandril se detuvo un momento con curiosidad, pero enseguida se gruñó a sí misma por ser tan tonta y salió a la luz del día.

Otro error. A menos de doscientos pasos de ella, entre las piedras inclinadas y los pilares desmoronados de Myth Drannor, seis guerreros estaban librando una batalla perdida contra otros tres de aquellos alados demonios femeninos. Shandril retrocedió y se sumergió de nuevo en la puerta, pero, entonces, cambió de parecer y volvió a salir con la espada desenvainada. Corrió, sorteando las piedras caídas, hasta los árboles más cercanos. Arrastrándose bajo un arbusto espinoso, echó una ojeada a través del patio donde se abría el pozo, engañosamente plácido, y observó a aquellos hombres que luchaban por sus vidas.

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