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Authors: Ed Greenwood

Fuego mágico (11 page)

BOOK: Fuego mágico
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E, inclinando la cabeza, agregó:

—Illistyl confía en ti. Gozas de plena libertad en el valle y eres bienvenido, aquí en la torre; puedes contar con un sitio en nuestra mesa y un lugar donde dormir. Que los dioses te sonrían cuando regreses a Myth Drannor.

Narm se inclinó y puso firmemente su brazo sobre el de Illistyl.

—Gracias, señor —dijo a Mourngrym y se volvió para salir—. ¿Mi señora?

Illistyl asintió y, guiñando un ojo a Mourngrym, dijo:

—Aventureros y locos caminan juntos, ¿eh?

—Sí —dijo Mourngrym. Sólo Illistyl vio brillar una chispa en sus ojos cuando añadió—: Pero ¿quién es quién?

4
Muchos encuentros

Siempre avanzamos con premura a través de nuestras vidas, los que viajamos. Sólo la gente atada a la tierra espera a que el peligro venga hasta ella. Todos los demás siguen eternamente adelante, a ciegas y con las espadas listas, a través de muchos encuentros; y cada uno puede ser el último, pues, en tierras salvajes, sólo el dragón espera a que su comida venga hasta él. El lobo, el orco y la gorgona, éstos cazan y sonríen satisfechos cuando encuentran su cena. ¿Qué hay más peligroso aún que éstos? Pues, cualquier hombre que te encuentres.

Jarn Tiir de Lantan

Una historia de mercader

Año de la Luna Humeante

Shandril se arrojó al suelo con desesperación y aterrizó con hiriente fuerza. Gimiendo en voz alta y arrastrándose a gatas, trató de alejarse de aquellas terribles garras. Pudo reconocer a la criatura por un dibujo que había visto en un arca tallada que habían introducido una vez en la posada. Gorstag había señalado el dibujo diciéndole: «gárgolas».

Aquello era una gárgola. Shandril deseó por un instante encontrarse en La Luna Creciente lavando platos, mientras se ponía en pie de un salto y echaba a correr con todas sus fuerzas lejos del círculo luminoso en donde súbitamente había aparecido. Descendió la oscura caverna hacia el otro extremo. Delante de ella había otra zona iluminada donde se perfilaba la silueta de una puerta.

Oyó detrás de ella un correoso batir de alas cuando la gárgola saltó de donde había estado agazapada y se cernió sobre ella. Si estaba guardando la puerta mágica que los huesos le habían hecho atravesar o si sólo se hallaba a la espera para atacar a cualquiera que la utilizara, ella ni lo sabía ni le importaba. La ósea mano del brazo que llevaba agarrado en su puño bailaba y rebotaba mientras ella descendía en penosa carrera por el desigual suelo de la caverna. Pequeños fragmentos de hueso se desprendieron de la mano y restallaron contra las piedras al caer. Shandril resbaló sobre uno de ellos y, aunque por poco, logró mantenerse de pie con una desesperada pirueta. La gárgola seguía tras ella en horripilante silencio.

Jadeante, Shandril comprendió, mientras corría, que nunca sería capaz de coger abierta la puerta antes de que la gárgola cayese sobre ella. Respiraba con sollozos de angustia cuando se halló lo bastante cerca para ver el lugar donde iba a morir. La caverna terminaba en una estrecha hendidura obstruida por una masa de huesos y roca caída.

Ante ella, en medio del aire, había una luminosidad oval erguida que titilaba ligeramente. No había puerta ninguna; tan sólo el aire vacío de la caverna y aquel extraño marco luminoso. Shandril no tuvo tiempo de hacerse a un lado ni, siquiera, de frenar su carrera cuando sintió que algo tiraba de la ya rasgada espalda de su vieja túnica. Corrió directamente hacia la mágica luz, con la esperanza de que se tratase de alguna salida, aun cuando en ese mismo instante las garras de la gárgola hacían otra pasada produciéndole un severo corte en su espalda. Shandril se dejó caer gritando a través de la luz, sintiendo una ardiente humedad en su espalda.

De nuevo se encontró en otra parte, tras aterrizar con fuerza sobre sus rodillas y antebrazos en un suelo de piedra lleno de polvo y escombros. Una tenue luz solar se infiltraba desde algún sitio hacia su derecha. Shandril dio una vuelta en el suelo y se levantó de un salto para mirar detrás de ella.

Estaba sola en una enorme cámara o salón de techo muy alto. Ninguna gárgola, ninguna puerta luminosa. En el polvo pudo ver las marcas de su caída. Sencillamente había aparecido allí, dondequiera que estuviese. Shandril no vio nada vivo en aquella cámara, aunque su extremo más apartado se perdía en la oscuridad. No sintió ningún deseo de explorar ahora. Por el contrario, se dejó caer en el suelo, maldiciendo en voz baja por el dolor al doblar su espalda, y permaneció sentada en silencio, conteniendo la respiración.

Su mano agarraba todavía el hueso inscrito, aunque la mayoría de los huesos de la mano se habían caído. Shandril lo soltó en su regazo y suspiró. Allí estaba, sola y perdida, sin dinero, sin armas, incluso descalza, dolorida, en algún lugar adonde había llegado por arte de magia. Además, estaba muy sedienta y con gran necesidad de hacer sus menesteres. Un poco de comida también estaría bien. Shandril suspiró de nuevo, se retiró de los ojos un pelo pegajoso y enredado y se levantó. La aventura, ah... Dolor, miedo y malestar interminables; eso sí que lo describía mejor.

éstas eran sus reflexiones mientras, sin dejar de mirar con cautela a su alrededor, se aflojaba los calzones; no pudo relajarse ni tan sólo un instante. Apenas se sorprendió cuando vio que algo volaba en lo alto, en el extremo oscuro de la sala, moviendo sus alas hacia ella.

Había tres criaturas, todas iguales, según pudo distinguir cuando se aproximaron. Eran feos seres con picos curvos y puntiagudos y horribles garras con afiladas púas estiradas hacia ella. Unas alas de murciélago con polvorientas plumas de color marrón rojizo batían sus pliegues cada vez más cerca de ella, mientras unos ojos pequeños y amarillos con un brillo repugnante estaban clavados en ella.

Shandril maldijo entre sollozos, se puso en pie como pudo y, tras atarse los calzones y el cinturón con dedos apresurados, corrió sin fuerzas a través de la estancia hacia la luz diurna, sorteando en su carrera bloques de piedra caídos. «No son así los relatos de los viajeros», pensó arrepentida mientras resbalaba sobre fragmentos de piedra suelta y se torcía dolorosamente la rodilla.

—Ahora que lo pienso —dijo en voz alta sorprendiéndose de lo cercana al llanto que sonaba su voz—, aún no he visto ni una sola moneda de oro. —Y, sujetando el hueso que la había llevado hasta allí, siguió corriendo.

La luz del sol entraba a través de dos altas ventanas situadas en uno de los extremos del salón por el que corría. Debajo de ellas pudo distinguir el arco de una pequeña puerta de madera que, cuando estuvo más cerca, vio que estaba tallada con un bello diseño. Pero, entonces, se dio cuenta con horror de que no se veía en ella tirador, ni pomo ni ojo de cerradura alguno. Las alas se oían muy cerca de ella.

Alcanzada la puerta, pasó con desesperación los dedos por toda su superficie, tiró en vano de los bordes y salientes del relieve que la adornaba y, por último, se lanzó, hombro por delante, contra la recia y pulida madera apretando sus dientes ante el impacto.

Hubo un crujido sordo de fractura y, al instante siguiente, se hallaba al otro lado de la puerta cuya podrida madera se desmoronaba en un montón de astillas y terrones de apelmazado polvo. Pero, antes de poder dar un paso bajo la luz diurna, su cuerpo se retorció en el aire y cayó y cayó por un profundo pozo. Shandril alcanzó a vislumbrar enormes árboles y torres de piedra cubiertas de parra. ¿Dónde estaba ahora? Una risa desesperada y enloquecida la ahogaba mientras caía y, desde un pináculo de piedra cercano, una mujer con alas se elevó en el aire y voló en dirección hacia ella. Shandril tuvo una rápida visión de una oscura piel desnuda, unos ojos crueles y una daga que lanzaba intermitentes destellos con el batir de las alas. Y, entonces, chocó con un agua fría con tal fuerza que sacudió hasta el último de sus huesos.

Se hundió profundamente; el agua helada había demorado su muerte por algunos momentos. Shandril se debatió sin fuerzas mientras ascendía muy despacio a la superficie.

—Señora Tymora —dijo sofocada cuando su cara salió a flote—. ¡Te lo suplico! ¡Ya basta!

Por encima de ella vio, con ojos deslumbrados, a la mujer alada lanzarse regocijadamente como un rayo sobre los tres pequeños horrores que habían volado tras ella y destriparlos con su brillante daga. Por los relatos que había oído, los pequeños seres eran probablemente stirges, y la mujer... la mujer era alguna especie de demonio.

Un demonio. Por los relatos sabía que los demonios eran moradores de las ruinas. Y las ruinas más próximas —recordó las charlas de sus últimas noches en La Luna Creciente— eran las de Myth Drannor, la espléndida y antigua ciudad de los elfos. «¡Que los dioses me ayuden!», pensó.

Exhausta, consiguió alcanzar chapoteando el borde del pozo y se arrastró al exterior. Sus brazos parecían de plomo. El hueso mágico se había perdido en el fondo del agua. «Al menos —pensó mientras se alejaba a rastras del pozo con desfallecidas fuerzas— no había nada esperándome en el pozo.»

Al instante, oyó un chapoteo detrás de ella.

Volteando su cuerpo para mirar atrás, Shandril vio unos grandes brazos tentaculares que emergían de las aguas de donde ella acababa de salir. Un puñado de ojos saltones miraban a todas partes desde un tronco chorreante, de donde brotaban gigantescos tentáculos como los de un calamar, que no dejaban de enroscarse y azotar el agua amenazando al demonio alado.

Shandril vio cómo el nuevo ser dominaba a la diabólica mujer que, elevando sus pechos para respirar y dando horribles alaridos que dejaban al descubierto unos largos y afilados colmillos, era arrastrada por fin hacia el interior del agua. Todavía seguía lanzando débiles cuchilladas cuando los tentáculos se enrollaron con fuerza en torno a ella y la arrastraron hacia el fondo, dejando atrás tan sólo burbujas, algunas plumas flotando y el agua que se oscurecía lentamente. Shandril se volvió, sintiéndose enferma, y se arrastró hacia unos arbustos que crecían al pie de un edificio.

Pero, antes de que pudiera alcanzar el muro, las piedras rodaron bajo sus pies y ella se zambulló en una mohosa oscuridad. Shandril estaba ya demasiado cansada para preocuparse.

Tymora, al parecer, había escuchado su plegaria. Shandril se sumergió en el olvido, preguntándose sobre qué habría ido a caer, que era tan duro. Fuera lo que fuese, se movía bajo sus pies con un tintineo metálico. Ella habría jurado que se trataba de monedas. Después de todo, a lo mejor iba a terminar convirtiéndose en una rica aventurera...

—¡Ten cuidado, borrachín —dijo cariñosamente Torm a Rathan presionando el costado de su caballo con la rodilla para acercarse más—, o acabarás cayéndote de tu montura y dando con la cabeza en el barro!

El sonrosado clérigo de ojos enrojecidos se agarró con sus grandes dedos al extremo de su silla y clavó en Torm sus tristes ojos bebidos:

—¡Que Tymora te perdone por tu mal encaminada preocupación, astuto y ladrón perro faldero! —Eructó confortablemente, acomodó su incipiente panza para que no chocara con el borde delantero de la silla y agitó un dedo hacia el flaco y malicioso ladrón—. ¡Y qué si me gusta beber! ¿Me caigo de la silla acaso, a pesar de tus monsergas? ¿Deshonro a la Gran Señora cuyo símbolo llevo? ¿Charloteo incesantemente con lengua de doble filo, lisonjeando e intrigando como ciertos ladrones? ¿Eh?

Narm, que cabalgaba entre ellos, fue lo bastante sensato para abstenerse de decir nada. Viajaban a través del profundo bosque, avanzando directamente hacia el este, hacia Myth Drannor. Era evidente que los caballos conocían el camino, ya que los dos caballeros de Myth Drannor ponían bastante poco cuidado en guiarlos. Desde que habían salido del Valle de las Sombras, algunos días atrás, el incisivo Torm se había pasado todo el tiempo lanzando pullas a Rathan, y el corpulento clérigo se había pasado el tiempo vaciando pellejo tras pellejo de vino. Los dos mulos de carga que seguían a su montura parecían enormes racimos de uva ambulantes cuando habían emprendido la marcha, abultados con pellejos de vino llenos; ahora sólo parecían pesadamente cargados. Los mulos de carga que seguían a Torm llevaban toda la comida.

Mourngrym había prestado a Narm el caballo que ahora bufaba y resoplaba debajo de él. También había sugerido que, si Narm estaba tan cansado de vivir, volviese a la ciudad en ruinas al menos en compañía de los dos caballeros de Myth Drannor que iban hacia allí de patrulla. Narm, algo abrumado tras un magnífico banquete y una confortable cama en la Torre de Ashaba la noche anterior —que le habían ofrecido como si se tratase de un visitante de la nobleza y no de un pobre aprendiz—, había aceptado. Varias veces se había cuestionado ya, desde entonces, lo acertado de su decisión.

El fino bigote de Torm se encrespó en una sonrisa:

—¿Perdido en tus pensamientos, buen Narm? ¡No hay tiempo para eso ahora; no una vez que eres un aventurero! Los filósofos piensan y no hacen nada. Los aventureros se precipitan hacia la muerte sin un solo pensamiento. Si se pararan a pensar un solo instante en lo que tienen delante se echarían a correr a toda velocidad!

—No lo creas —tronó Rathan agitando de nuevo su dedo—. Si uno adora a la Dama Fortuna, Tymora la Fiel, la suerte lo protegerá y caminará con él, y tales pensamientos no hacen sino echar a perder su valentía.

—Sí,
si
uno adora a Tymora —replicó Torm—. Nosotros dos somos más prudentes, ¿eh, Narm?

—Vosotros adoráis a Mask y Mystra, ¿y me habláis a mí de prudencia? —dijo riéndose Rathan—. En verdad, el mundo cría nuevas cosas raras cada día que pasa. —Se inclinó de pronto hacia adelante para señalar a la penumbra—. ¡Mirad ahí, lenguas flojas! ¿No es eso un demonio, allí entre los árboles?

Narm se quedó helado en su montura y sus manos parecieron petrificarse. Trató de no temblar. Torm había dado la vuelta a su caballo con su larga espada desenfundada:

—¿Tan lejos se aventuran ahora? Quizá no podamos esperar a que regresen Elminster o Dove para cargar contra ellos,
si
es que se han vuelto tan atrevidos.

—No hay más que ése, oh tú, el más bravo de los ladrones —dijo Rathan con ironía poniéndose de pie en los estribos para ver mejor—. Y hay algo que no va bien... ¿Ves cómo su llama no quema y pasa a través de la maleza sin perturbar nada, sin que una hoja cruja siquiera ni una ramita se parta? No, ¡esto es una ilusión! —y se volvió para clavar en Narm unos ojos severos, mientras el disco de plata de Tymora brillaba en su mano—. ¿No será esto cosa tuya, Narm «No-Tan-Aprendiz»? ¿Qué dices?

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