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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Ciencia Ficción

John Carter de Marte (16 page)

BOOK: John Carter de Marte
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—No hay más aquí —me aseguró Han Du— y ese está acabado.

—Me dijiste que estamos condenados a muerte. ¿Sabes dónde o cómo?

—Durante la próxima graduación. Seremos arrojados contra el doble de morgors que nosotros. Puede ser muy pronto.

VIII

EN LA ARENA

Pho Lar estuvo inconsciente durante un largo rato. Por un momento pensé que quizá lo había matado, pero finalmente abrió los ojos y miró alrededor. Luego se sentó, se palpó la cabeza y se frotó la mandíbula. Cuando sus ojos se encontraron, bajó la mirada al suelo. Lentamente y como asustado se puso en pie y caminó hasta la esquina más alejada de la celda. Cuatro o cinco prisioneros le rodearon de inmediato.

—¿Quién es el hombre fuerte aquí? —le preguntó uno de ellos mientras le abofeteaba la cara. Dos más le golpearon. Le empujaron y golpearon hasta que me interpuse entre ellos y los alejé a empujones.

—Dejadle sólo —les dije—Ya tiene suficiente castigo. Cuando se recobre, si uno de vosotros quiere pelearse con él, que lo haga, es lo correcto; pero no vayáis en grupo.

El más grande de ellos se volvió y se me acercó.

—¿Quién eres tú para decir eso? —me preguntó.

—Éste —repliqué golpeándolo.

Quedó sentado en el suelo mirándome.

—Me doy por contestado —dijo y rió huecamente. Luego todos rieron y la tensión cedió.

Después de eso, comenzamos a conocernos, todos incluso Pho Lar; y descubrí que todos eran hombres decentes. El largo encierro y la seguridad de que se iban a enfrentar a la muerte habían quebrado sus nervios; pero mi llegada había despejado el ambiente, al igual que tras una violenta tormenta eléctrica. Eran un grupo de hombres de risa fácil y muy habladores.

Pregunté si alguno de ellos era del país de Zan Dar… Zanor; pero ninguno de ellos era de allí. Algunos conocían dónde estaba y uno dibujó un tosco mapa de aquella parte de Júpiter en la pared de la celda, para señalarme dónde estaba localizada Zanor.

—Pero mucha suerte tendrás si consigues conocerlo —me dijo.

—Nunca se sabe —le respondí.

Me dijeron que yo estaba encarcelado a la espera de los ejercicios de graduación y que no debía pensar en otras cosas. Les dije que no tenía intención de esperar a los morgors interpretando el papel de complaciente víctima de un sacrificio.

—¿Cuántos de vosotros sois expertos espadachines? —les pregunté.

La mitad de ellos dijeron serlo, pero los guerreros suelen exagerar al hablar de sus proezas. No todos los luchadores pero sí muchos multiplican el valor de sus hazañas de forma exagerada.

Me hubiera gustado poner a prueba la habilidad de aquellos hombres.

—Evidentemente no vamos a poder disponer de espadas —les dije— pero si tuviéramos unos palos de la longitud de las espadas, pronto averiguaríamos quiénes son los mejores espadachines.

—¿Y qué conseguiríamos con eso? —me preguntó uno de ellos.

—Podríamos hacerles sudar la gota gorda —le dije— y hacerles pagar cara su graduación.

—El esclavo que nos trae la comida es de mi país —dijo Han Du—. Creo que podrá traernos a escondidas un montón de palos. Es un buen compañero. Hablaré con él cuando venga.

Pho Lar no decía nada sobre su habilidad con la espada; y aun así, si lo hubiera hecho, habría pensado que era un fanfarrón. Aquello no me gustó; era un hombre muy fuerte y el más alto de los savator; con un poco de entrenamiento se habría mostrado como el mejor espadachín de todos. Han Du nunca fanfarroneaba de nada; pero afirmó que en su país los hombres hacían mucho ejercicio con la espada, de modo que conté con él desde el primer momento.

Finalmente el compatriota de Han Du nos trajo unos palos del tamaño de espadas largas y comencé el entrenamiento con mis compañeros presos. Muchos de ellos eran muy buenos, unos pocos excelentes. Han Du era magnífico y, para sorpresa de todos nosotros, Pho Lar era un espadachín fuera de lo común. Me ofreció uno de los más dificultosos lances que he tenido nunca hasta que conseguí tocarlo. Cerca de una hora tardé en derrotarle. Era uno de los mejores espadachines a los que me había enfrentado. Tras nuestra pelea del principio, Pho Lar se había quedado meditabundo. Apenas hablaba y pensé que podía estar planeando alguna venganza. Lo tenía siempre cerca para no darle ninguna oportunidad de traición.

Llevé a un lado a Pho Lar después del lance con las espadas de madera y puse todas mis cartas sobre la mesa.

—Eres uno de los mejores espadachines que nunca he conocido —le dije—, pero creo tener razones para sentirme intranquilo y pensar que no me seguirás hasta el final. Nunca luché junto con hombres que no estuvieran dispuestos a seguirme y obedecerme hasta la muerte. ¿Qué me dices?

—Estoy dispuesto a seguirte a donde me lleves —me dijo—. Aquí está mi mano… si quieres tomarla como un amigo.

—Estaré encantado —y unimos nuestras manos en un fuerte apretón.

—Si hubiera conocido a un hombre como tú hace años, 110 me habría convertido en el estúpido que soy ahora. Puedes contar conmigo hasta mi última gota de sangre, y antes de que tú y yo hayamos muerto le enseñaremos a los morgors algo que jamás olvidarán. Se creen grandes espadachines, pero cuando te vean en acción les surgirán grandes dudas. Apenas puedo esperar ese momento.

Me sentí impresionado por las palabras de Pho Lar. Creí en su sinceridad pero no podía borrar mi recuerdo de la primera impresión… de que en lo más profundo de su corazón era un cobarde. Pero quizá, a la hora de enfrentarse a la muerte luchara como una rata acorralada. Si era así y no perdía los nervios, causaría estragos entre las filas de los morgors.

Éramos treinta y tres en la celda. Jamás el tiempo se nos hizo más largo, y sólo pasaba rápido durante las prácticas con las espadas de madera. Han Du, Pho Lar y yo hacíamos de instructores, y enseñamos a los demás todos los trucos de esgrima que sabíamos hasta que obtuvimos veinte excelentes espadachines, algunos de ellos realmente excelentes.

Discutimos varios planes de acción. Sabíamos que si prevalecía la costumbre nos enfrentaríamos contra cuarenta jóvenes cadetes morgors, de manera que quedara garantizada la victoria de la casta guerrera. Decidimos luchar por parejas, cada uno de nuestros diez mejores espadachines haría pareja con cada uno de los diez menos preparados. Estas parejas seguirían una carga iniciada por los diez restantes espadachines, manteniéndose muy cerca de ellos. Esperábamos eliminar así a muchos de los morgors en los primeros momentos del encuentro, lo que reduciría la diferencia en nuestra contra. O quizás sobreestimábamos a nuestros diez primeros guerreros. Sólo el tiempo podría decirlo.

Entre los prisioneros se extendía el nerviosismo debido, creo, a la incertidumbre del desigual enfrentamiento. Todos sabíamos que algunos moriríamos. Si alguno sobrevivía, sólo disponíamos de rumores sobre la supuesta libertad que se nos concedería, ya que ningún hombre había escapado de los morgors. Cada paso que oíamos en el pasillo, resonando a través del silencio de la celda, hacía que las miradas se fijaran sobre la puerta. Por fin nuestra ansiedad fue recompensada: una compañía completa de guerreros vino a escoltamos hasta el campo donde lucharíamos. Miré rápidamente a la cara de los prisioneros. Muchos de ellos estaban sonrientes y hacían señales de confianza. Eran realmente optimistas. Nos llevaron a una zona rectangular franqueada por hileras de asientos. Las gradas estaban repletas. Cientos de ojos nos observaban desde las huecas órbitas de sonrientes cráneos. Aquello podía tratarse perfectamente de un día de campo en el Infierno. No había ningún sonido. No había bandas de música. Ni banderas flotantes… ni color. Nos dieron espadas y nos agruparon juntos en un extremo del campo. Un oficial nos dio instrucciones.

—Cuando los cadetes salgan a la arena, en el otro lado, avanzaréis y os enfrentaréis a ellos. Eso es todo.

—¿Y si alguno de nosotros sobrevive? —le pregunté.

—Ninguno de vosotros puede sobrevivir.

—¿Te gustaría apostar algo?

—¡No seas imprudente, criatura! —El tipo estaba enfadándose de verdad.

—Pero supongamos que uno de nosotros sobrevive —insistí\1.

—En ese caso su vida sería respetada, y seguiría sirviendo como esclavo; pero nunca, nadie, ha sobrevivido en estos ejercicios. ¡Los cadetes están en el campo! —gritó—. ¡Id a encontraros con vuestra muerte, gusanos!

—A vuestros puestos —ordené.

Los prisioneros rieron mientras tomaban sus posiciones convenidas; los diez en la línea de vanguardia, cada uno muy cerca de su pareja. Yo estaba cerca del centro de la línea, Han Du y Pho Lar estaban en los flancos. Marchamos hacia adelante tal y como habíamos practicado en la celda, todos al mismo paso, y los hombres de cada extremo llevando la cadencia del paso en voz alta gritando: ¡Muerte a los morgors! una y otra vez. Habíamos dispuesto los intervalos y las distancias de tal forma que estuviéramos al largo de un brazo armado unos de otros. Evidentemente los morgors nunca habían visto nada parecido al comienzo de los ejercicios pues oí el sonido hueco de sus exclamaciones de sorpresa elevándose desde las gradas, mientras que los cadetes que avanzaban a nuestro encuentro parecían estar confundidos. Estaban formados en una fila de dos al fondo que se extendía a todo lo largo del muro más largo del campo que de repente comenzó a vacilar. Cuando estábamos a cerca de veinte metros de distancia ordené cargar.

Nuestra vanguardia de diez guerreros golpeó el centro de su línea sin que ofrecieran resistencia alguna; el frente de los morgors era muy débil. Observaron el espectáculo de esgrima que les ofrecíamos como si nunca antes lo hubieran visto. Diez morgors cayeron muertos o heridos al suelo mientras que cinco de nuestros guerreros de vanguardia giraban hacia la derecha seguidos por sus parejas y nuestros restantes diez hombres giraban a la izquierda. No habíamos perdido ningún hombre en el primer asalto. Cada grupo de diez tenía ahora frente a sí quince enemigos. La desventaja no era demasiado grande. Asaltando el centro de la línea morgor por sus flancos, tal y como estábamos haciendo, nos ofrecía una gran ventaja; ya que provocábamos muchas bajas en el enemigo antes de que a los flancos les diera tiempo de entrar en acción, con el resultado de que casi luchábamos a la par, ya que nuestros compañeros de segunda línea entraban en acción inmediatamente. Los morgors luchaban con fanática determinación. Muchos de ellos eran espléndidos espadachines, pero ninguno era enemigo para nuestros diez hombres de vanguardia. Ocasionalmente, echaba un vistazo en dirección a Pho Lar. Era magnifico. Dudé de que ninguno de los otros espadachines de cualquiera de los tres mundos que había conocido pudiera ni tan siquiera rozar a Pho Lar, a Han Du, o a mí con la punta de su espada; y había siete más de nosotros casi tan buenos. Tras los primeros quince minutos del encuentro, todos los que quedaban del enemigo eran un grupo de abatidos supervivientes morgors. Habíamos perdido diez hombres; pero todos los de la vanguardia habíamos sobrevivido, Cuando el último de los morgors cayó, se podía haber palpado el silencio que flotaba sobre la audiencia.

Los nueve sobrevivientes se reunieron a mi alrededor.

—¿Qué hacemos ahora? —me preguntó Pho Lar.

—¿Alguno de vosotros quiere volver a la esclavitud? —pregunté.

—¡No! —gritaron nueve voces.

—Somos los diez mejores espadachines de Eurobus —les dije—Podemos luchar por nuestra vida para salir de esta ciudad. Conocéis el país en el que estamos. ¿Qué oportunidades tenemos de escapar a la captura?

—Podríamos tener una —dijo Han Du—. Más allá de la ciudad, la jungla se vuelve muy densa. Si podemos llegar allí, jamás nos encontrarán.

—¡Bien! —dije y comencé a correr hacia una puerta en el extremo de la arena, con los nueve tras de mis talones.

En el pórtico un grupo de enloquecidos guardias intentaron detenernos. Los dejamos atrás muertos. Poco después oímos alzarse gritos de rabia desde las gradas de la arena que dejábamos atrás y supimos que pronto tendríamos a miles de morgors persiguiéndonos.

—¿Quién conoce el camino a la salida más próxima? —pregunté.

—Yo —dijo uno de mis compañeros—. ¡Seguidme! —y echó acorrer guiándonos.

Mientras corríamos a través de las avenidas de aquella ciudad de muertos, los gritos de odio de nuestros perseguidores nos seguían los pasos; pero los distanciamos y al fin llegamos a una de las puertas de la ciudad. De nuevo nos enfrentamos con guerreros armados que nos dieron algo que hacer. Los gritos de los perseguidores sonaban más y más cerca. Pronto todo lo que habíamos ganado se perdería. No podía permitirlo. Llamé a Pho Lar y Han Du y ordené a los siete restantes que se apartaran, pues el pórtico era demasiado estrecho para que diez hombres manejaran cómodamente sus espadas con alguna ventaja.

—¡Esta vez hasta el fin! —grité a mis dos compañeros mientras acabábamos con el resto de los guardias. Y fue el fin. No tenían ni la más pequeña oportunidad contra los tres mejores espadachines de tres mundos. Por milagroso que parezca, los diez ganamos la libertad con nada más que unas pocas heridas superficiales; pero aún teníamos a los morgors a nuestras espaldas. Si hay algo que odie en los tres mundos es correr ante un enemigo, pero en aquel instante me habría portado como un estúpido si hubiera intentado hacer frente a los varios cientos de furiosos morgors que nos perseguían. Corrí.

Los morgors dejaron de perseguirnos cuando llegamos a la jungla. Evidentemente, tenían otros planes para capturarnos. No nos detuvimos hasta que hubimos penetrado profundamente en la espesura tropical de un gran bosque; entonces nos detuvimos a discutir nuestro destino y a tomar aire; lo necesitábamos.

¡Qué bosque! Dudo en poder describirlo como es debido, tan salvaje, tan tremendo era. Como no recibía una gran cantidad de luz solar, el follaje era pálido, pálido con una mortecina palidez, teñido de rosa cuando el reflejo de la luz de los fieros volcanes se filtraba a través. Pero este aspecto era el menos extraño: las ramas de los árboles se movían como seres vivos. Vibraban y se sacudían… como reptiles. Apenas me percaté de aquello hasta que nos detuvimos. De pronto, una rama se lanzó hacia el suelo y me abrazó. Sonreí pensando que me podría soltar con facilidad. La sonrisa se me heló en el rostro; estaba tan desvalido como un bebé atrapado por La trompa de un elefante. La cosa pretendía elevarme del suelo. Han Du me vio, desenfundó su espada y corrió en mi ayuda. Alcanzó a agarrarme por una pierna al mismo tiempo que lanzaba tajos con la espada hasta que la rama me soltó. Caímos al suelo juntos.

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