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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (84 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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En ninguna de sus proyecciones de probabilidades había previsto que los acontecimientos pudieran desarrollarse de aquella forma. De haber sido humano, sin duda la acción que estaba a punto de emprender se habría considerado suicida, y traicionera. Estaba anulando la última defensa de las máquinas, su única posibilidad de mantener a los humanos a raya… aunque tampoco parecía haber servido.

Pero aquella era la única forma de salvar a Gilbertus. Si aquel humano moría, dudaba incluso de la necesidad de seguir con su propia existencia.

Dos segundos.

El robot estudió el holograma, vio más y más naves enemigas acercándose al radio de detección del sistema. En aquella cámara, él solo veía puntos brillantes. Pero allí fuera, en el espacio, las naves eran reales, y podrían destruir Corrin en otro ataque atómico en cuanto atravesaran el puente y mataran a los rehenes.

«¡Y dice que nosotros somos inhumanos!».

Sin dudar más, Erasmo accedió al sistema defensivo. Luces de color ámbar bailaban ante sus fibras ópticas. Desactivó la conexión entre la red de satélites y los explosivos.

Y siguió mirando mientras los puntos brillantes del enemigo pasaron por la barrera inutilizada, sin nada que pudiera detenerlos.

106

No temo a la muerte. Tan solo temo al fracaso.

S
ERENA
B
UTLER
, sacerdotisa de la Yihad

Vor tenía un plan, o al menos el esbozo de un plan. Entrelazó sus dedos, mientras su mente pensaba y pensaba. Calculó los recursos con los que podía contar.

Sí, Abulurd podía haber inhabilitado los sistemas defensivos de las jabalinas y las ballestas, pero las cubiertas de lanzamiento seguían estando llenas de bombarderos kindjal, cargados todos ellos de bombas atómicas de impulsos. En un principio, la idea era utilizar las armas de las naves para romper el cerco de naves robóticas y luego descargar el armamento nuclear sobre Corrin. Y ahora, gracias a la traición del bashar, tendría que utilizar parte de ese armamento nuclear contra la barrera. Esperaba que les quedaran suficientes ojivas nucleares para completar la misión y poder destruir a Omnius con algunos impactos precisos lanzados por mercenarios de Ginaz.

Además, supuso que, incluso sin sus sistemas de ataque, con los escudos activados las naves serían unos arietes perfectos. Lo único que tenía que hacer era conseguir que pasaran suficientes naves por la barrera robótica.

En su mente, Vor ya había decidido pagar el precio de las vidas de los rehenes del puente de hrethgir.

Mientras la tripulación contenía la respiración colectivamente, el
Serena Victory
llegó a la barrera. Vor no apartaba los ojos de la pantalla, porque el sentimiento de culpa y la determinación le obligaban a contemplar los últimos momentos de los millones de rehenes a los que había condenado a morir. Atravesaron la línea.

Pero no hubo detonación, ningún destello de luz, no hubo dos millones de muertos.

El puente de hrethgir seguía intacto.

Vor no se lo podía creer.

—¡Después de todo ese maldito robot no hablaba en serio!

—¡Los rehenes están a salvo! —exclamó su oficial de navegación.

—¡Santa Serena ha hecho otro milagro! —Era la voz de Rayna Butler, que llegó por el comunicador—. Ella nos guiará a la victoria sobre las máquinas diabólicas. ¡Campeón Atreides, adelante, destruyamos a Omnius!

Vor gruñó.

—¡Desconectad eso! Soy yo quien da las órdenes en esta misión.

Gracias a la traición de Abulurd, seguían sin tener ningún arma operativa. Para Vor no había nada peor que una traición… sobre todo viniendo de alguien tan querido, de un joven al que había tomado bajo su protección. Habría preferido que le clavara un puñal en el corazón.

«Jamás, jamás volveré a verlo como un hijo, ni siquiera como un amigo».

Y se juró a sí mismo que conseguirían la victoria a pesar de lo que Abulurd había hecho.

—No debemos desaprovechar la oportunidad. —En la pantalla del escáner aparecía un listado con las especificaciones técnicas y defensivas de las naves mecánicas más cercanas, incluyendo los datos sobre su operatividad. Vor las estudió y luego se dio la vuelta.

—¡Traedme al bashar Harkonnen! Ahora la amenaza sobre el puente de hrethgir es discutible… ni siquiera él podría negarse a reactivar los códigos de lanzamiento de las armas.

Pasaron unos segundos y Vor habló al comunicador levantando la voz.

—¡Dónde está Abulurd! Necesito…

—Lo siento, bashar supremo, pero el cobarde está… en la enfermería. —La voz del guardia tenía un cierto tono de disculpa—. Cuando lo llevábamos a su camarote se… se resistió un poco. No es probable que recupere la conciencia en breve.

Vor renegó. Tenía que haberlo imaginado. Se volvió hacia su oficial táctico.

—Pasadme cualquier batería de armas de a bordo que podáis… misiles, artillería. Sobre todo minas descodificadoras.

Las naves seguían pasando por la red de satélites. Iban directas a una escaramuza espacial con las naves acorraladas de Omnius.

Vor empezó a recibir informes de la flota: habían logrado recuperar algunos de los sistemas de armamento, aunque sin la exactitud de los complejos algoritmos para apuntar a los objetivos. Abulurd los había inhabilitado. Los oficiales de artillería y los voluntarios cultistas desconectaron y volvieron a montar algunos lanzamisiles para poder apuntar y dispararlos manualmente.

La primera línea de naves robóticas avanzaba hacia ellos. Vor estudió los parámetros defensivos del enemigo y vio que había más naves de refuerzo que se dirigían a una órbita más alta para unirse a la refriega. Pero, por el momento, incluso con sus limitados sistemas de ataque, la Flota de Venganza superaba a aquella primera línea de naves mecánicas. Y tenían los escudos.

—Podemos destruirlos preventivamente, bashar supremo —dijo su nuevo segundo oficial—. Si logramos apuntar bien.

—Hagámoslo. —Vor contempló la barrera impenetrable y gritó por el comunicador—: Al Culto a Serena, a los yihadíes, a los mercenarios, a todos los que lucháis a mi lado en esta gran batalla, quiero recordaros el motivo de esta guerra santa. Queremos vengar las muertes de nuestra amada Serena, de Manion el Inocente y de miles de millones de mártires. Queremos detener al enemigo. ¡Que las máquinas pensantes no puedan volver a pensar!

Curiosamente, una de las primeras naves enemigas que se acercó a la nave insignia no era una unidad de combate, sino una vieja nave de actualización. En lugar de abrir fuego, la nave les envió señales.

—Bueno, Vorian Atreides. Esto es más complicado que los juegos de estrategia que solíamos practicar. —En la pantalla del comunicador, el rostro cobrizo de Seurat lo miraba, fijo e inexpresivo, como siempre—. ¿Vas a destruirme? Yo sería tu primera baja en este ataque.

—¡Vieja Mentemetálica! Ni siquiera sabía que siguieras…

La imagen dolorosamente conocida de Seurat ocupaba toda la pantalla; Vor casi esperaba que el robot tratara inútilmente de hacer algún chiste, que le recordara todas las veces que le había salvado la vida.

—No siempre hemos estado en bandos opuestos en este conflicto, Vorian Atreides. Tengo un chiste nuevo sobre ti: ¿cuántas veces puede cambiar de opinión un humano?

Vor se había mentalizado de la necesidad de sacrificar a más de dos millones de escudos humanos, pero irónicamente vaciló al ver al robot, su antiguo compañero. De todos los familiares y amigos que había perdido en su larga vida —Serena, Xavier, Leronica, incluso Agamenón—, solo quedaba Seurat.

—¿Qué haces, Seurat? Ríndete.

—¿Ni siquiera vas a tratar de contestar?

Vor cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Cómo puedes estar seguro de que realmente cambié de opinión y no te oculté siempre mis verdaderos sentimientos?

La nave de actualización seguía acercándose.

—¿Por qué no me dejas subir a bordo? Podríamos hablar de los viejos tiempos. ¿No te parezco un emisario aceptable para buscar una solución a todo esto?

Vor se quedó inmóvil, debatiéndose con su impulso inicial. ¿No era eso exactamente lo que quería Abulurd? Evidentemente, Vor no podía negociar con las máquinas pensantes. Pero Seurat…

—Señor —le dijo su segundo oficial en voz baja—, nuestras armas aún no están a su máxima capacidad. Quizá podríamos reducir la velocidad.

—Vieja Mentemetálica, ¿es un truco todo esto?

—Tú me enseñaste a hacer trucos, Vorian Atreides. ¿Tú qué crees?

Vor se puso a andar arriba y abajo por el puente. La nave de Seurat seguía avanzando. Si con aquello ganaban tiempo para activar un mayor número de armas, ¿no valía la pena arriesgarse?

—Desactivad escudos —dijo—. Seurat, puedes venir. Pero será mejor que me ofrezcas una rendición incondicional de Omnius.

El rostro cobrizo de Seurat no se inmutó.

—Un buen chiste, Vorian Atreides. —La nave del robot aceleró.

—¡Bashar supremo, sus puertos de armas están encendidos!

Sin previo aviso, la nave de Seurat abrió fuego y sus disparos impactaron contra el casco de la ballesta y destrozaron parte de las baterías defensivas que habían logrado reactivar parcialmente. Sin los escudos, los impactos atravesaron el casco del
Serena Victory
en dos puntos. La atmósfera se escapaba como los gases de escape de un cohete, y la ballesta empezó a ladearse peligrosamente. El puente de mando se sacudió, las alarmas empezaron a sonar. Y la primera línea de naves robóticas atacó.

—¡Activad escudos!

En medio del caos, el capitán robot transmitió una risa simulada.

—Esto me recuerda una frase que tú me enseñaste, Vorian Atreides: te he pillado con los pantalones bajados. Tantos años viviendo entre los hrethgir te han hecho volverte blando y lento.

—¡Abrid fuego! —Vor se atragantó, y se maldijo por su lentitud y su falta de decisión. «Me da igual que sea Seurat…»—. Debemos recuperar el control.

Y cerró los ojos, mientras varias de las baterías activadas manualmente disparaban. La nave giró, para que los soldados pudieran apuntar mejor al objetivo. La oleada de proyectiles no tardó en acabar con la nave de actualización.

No había tiempo para dudas ni llantos. Furioso consigo mismo por aquel sentimentalismo estúpido e inapropiado, Vor se preparó para seguir con el baño de sangre. La segunda línea de naves robóticas ya estaba en su radio de acción.

107

En el transcurso de muchos años, mediante un entrenamiento intensivo, he enseñado a Gilbertus Albans a organizar su mente, a preparar sus pensamientos de una manera tan sistemática que sus capacidades se asemejan bastante a las de una máquina pensante. Por desgracia, no he sido capaz de enseñarle a tomar las decisiones correctas.

Diálogos de Erasmo

Fuera, en la plaza situada sobre la bóveda blindada que protegía sus esferas primarias, las supermentes gemelas parpadeaban llenas de agitación sobre sus pedestales. Miles de datos e informes llegaban de la línea de batalla, con información actualizada y avisos.

La Flota de Venganza humana se había desplegado y estaba atacando el último de los Planetas Sincronizados en diferentes oleadas, y desde todos los lados. En el último momento, el comandante humano no había vacilado en cruzar la barrera mortífera y condenar a todos los humanos inocentes que había en el puente de hrethgir.

Y sin embargo, el puente no había estallado.

SeurOm y ThurrOm no lo entendían.

El dúo de supermentes enviaban instrucciones y más instrucciones a las naves robóticas, dirigiendo cada una de ellas individualmente con miles de planes, muchas veces contradictorios. Como consecuencia, las defensas robóticas en órbita respondían con un caos impredecible.

Erasmo estaba muy satisfecho. Necesitaba actuar sin la interferencia de las supermentes.

Su conexión inestable con Gilbertus quedó interrumpida cuando las numerosas explosiones y subidas de energía del campo de batalla alteraron los defectuosos sistemas de los contenedores de carga que habían puesto en órbita. Erasmo sujetó el ojo espía inerte en su mano y lo arrojó contra el suelo. ¿Ira?

El robot autónomo accedió a un grupo de controles que conectaban con algunas de las naves defensivas más pequeñas y que aún no habían sido llamadas a la línea del frente. Desde la superficie del planeta, se apropió de una de ellas.

La conexión directa con los subsistemas de la nave le permitía dirigirla, pero tenía que llevarla a la posición que él quería y dar órdenes a los mek que había a bordo sin que ninguno de los Omnius lo notara. La tarea ya iba a ser bastante complicada sin necesidad de que aquellos dos se entrometieran.

Localizó el importantísimo contenedor y guió a la pequeña nave robótica hasta él. Gilbertus estaba allí dentro. La nave atracó.

Aunque nadie le estaba mirando, Erasmo puso una sonrisa en su cara. Se había convertido en un hábito para él.

El hedor era terrible, el aire casi resultaba irrespirable, el oxígeno se agotaba. El suelo de metal y las planchas de la estructura parecían absorber el poco calor que pudiera haber allí, y sin embargo, aquella multitud de cuerpos apretujados y sin asear generaba un calor sofocante.

Gilbertus estaba sentado junto al clon de Serena, sujetando su mano. Ella se apretaba contra su pecho musculoso. El hombre había ido allí por voluntad propia. Quizá no era la decisión más lógica, teniendo en cuenta las circunstancias, pero se atendría a las consecuencias. La táctica de los escudos humanos podía funcionar… o no.

En su corazón a Gilbertus le dolía que Erasmo le hubiera engañado y hubiera permitido que se llevaran a Serena con los otros rehenes. Cuando el resto de su plan quedó claro, cuando enviaron las imágenes de Serena a las naves humanas, Gilbertus lo entendió… su cabeza lo entendió. Era lógico, de hecho, la adición de aquel rehén en particular podía resultar decisiva.

—Ojalá no tuvieras que ser tú —le susurró al clon.

Los otros rehenes de a bordo musitaban, se movían inquietos, se quejaban. Nadie sabía lo que estaba pasando. Algunos comentaban entre susurros que los humanos libres habían ido a salvarlos; otros temían que se tratara de algún nuevo y terrorífico experimento de Erasmo sobre psicología colectiva. Gilbertus había tratado de explicar la situación a dos hombres que estaban acurrucados junto a ellos, pero no dieron a su análisis mayor crédito que a las docenas de historias que circulaban.

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