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Authors: Frederique Molay

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

La séptima mujer (3 page)

BOOK: La séptima mujer
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Michel Cohen regresó a su despacho, no sin antes haber asestado en el hombro de Nico una de sus acostumbradas palmadas. Al fiscal de la República le informó por teléfono de los detalles sórdidos de la puesta en escena del crimen. Entonces este decidió abrir una instrucción judicial. Hasta dentro de unos días, el Ministerio Fiscal no designaría un magistrado especializado para dirigir la investigación. Mientras tanto, el fiscal quería ser informado directamente. Complejos procedimientos cuya finalidad era garantizar la legalidad de las operaciones y proteger los derechos de la defensa.

Al acabar esta conversación telefónica, Nico pidió a sus hombres que le llevaran a Paul Terrade. Era raro que se hiciera cargo personalmente del interrogatorio de un testigo, que en principio incumbía al grupo encargado de la investigación. Pero no era un caso corriente y debía implicarse más; era lo que sus hombres esperaban de él.

El novio de la víctima medía alrededor de un metro ochenta y rondaba los cuarenta años. Tenía el rostro pálido, los ojos enrojecidos. Se sentó frente al comisario Sirsky. Nico advirtió de inmediato el temblor de sus manos. Contrariamente al mito propagado por las series de televisión, los interrogatorios los llevaba una sola persona, y los investigadores se turnaban si no lograban hacer hablar a su interlocutor. A veces lo hacían entre dos, pero nunca más, y sin violencia física, ni siquiera ante el peor criminal. El único desliz del que le habían informado era una simple bofetada dada a Guy Georges, el «asesino del este de París», tras su detención a principios de 1998, después de que violara y asesinara al menos a siete mujeres jóvenes. Nunca los esposaban, algo que recriminaron a la brigada tras el suicidio de Richard Durn, autor de la «matanza de Nanterre» en marzo de 2002. Desde entonces el método no había cambiado; sencillamente habían tomado la precaución de instalar barrotes en las ventanas del.

—¿Qué ha ocurrido? —sollozó Paul Terrade—. ¿Por qué la han asesinado? ¿Por qué le han hecho daño?

Las preguntas parecían muy ingenuas, pensó Nico, pero esa ingenuidad no garantizaba la inocencia de su autor.

—Tengo la intención de descubrirlo —respondió el policía—. Acaba usted de vivir una experiencia espantosa, le aconsejo que vea a su médico. Si quiere, le daremos alguna cosa hasta entonces. ¿Tiene algún familiar al que avisar?

—Sí, los padres de Marie-Héléne viven en París y sus dos hermanos fuera de la capital. Su abuela también. Y mi familia.

—Le ayudaremos a que se ponga en contacto con ellos después del interrogatorio, ¿de acuerdo?

Manifiestamente afectado, Paul Terrade asintió.

—¿Tiene algún sitio donde quedarse? Quiero decir que por ahora le será imposible volver a su casa. Su piso ha sido precintado hasta nueva orden, ¿lo entiende?

—Mi hermana no vive lejos. Iré a su casa.

—Perfecto. No quiero que esté solo —se compadeció Nico—. ¿Tiene alguna idea de lo que pudo ocurrir?

En ese instante, Paul Terrade prorrumpió en sollozos y las lágrimas corrieron a lo largo de sus mejillas hundidas. Farfulló un «no» apenas audible.

—¿Alguien odiaba a su novia o a usted?

—En absoluto.

—¿Tiene usted relaciones extraconyugales?

—¡No! —contestó Paul Terrade, con brusquedad y visiblemente sorprendido.

—¿Y la señorita Jory?

—¡Desde luego que no! Vivíamos juntos desde hacía cuatro años y todo iba bien. Queríamos fundar una familia… Es una profesora excelente, muy concienzuda. La facultad me llamó porque no solía faltar a las clases.

Paul Terrade estaba desorientado. No sabía si debía hablar de su novia en presente o en pasado. Es lo que suele sucederles a los allegados de un difunto, que necesitan tiempo para asimilarlo.

—Como era la primera vez que la facultad me llamaba, me preocupé y preferí volver a casa. Estaba ahí… La vi enseguida. Ella… Ella…

—Imagino la conmoción que ha debido de ser para usted. Las circunstancias de su muerte son atroces. Sólo un monstruo ha podido cometer un acto semejante. Quizá alguien que usted conozca…

—Imposible. Somos gente de lo más normal.

—¿Problemas de dinero?

—En absoluto. Los dos nos ganamos bien la vida.

—Y por lo que respecta a la familia, ¿algún problema en especial?

—No, ninguno. La verdad es que no sé qué decirle.

—A menudo las cosas son muy sencillas. Puede tratarse de un familiar que mutila a la víctima para disfrazar el crimen.

—No puedo creerlo. Marie-Héléne era tan…, tan amable, generosa, estaba tan pendiente de los demás… Era imposible no quererla.

Un sollozo ahogó sus palabras. El hombre parecía sincero. Sólo lo «parecía». Espontáneamente, a Nico le entraron ganas de confiar en él, pero la experiencia le había enseñado a desconfiar y debía mantenerse en guardia. Un asesino tan sádico debía ser capaz de engañar a cualquiera sobre su persona.

—Puede usted echarnos una mano —continuó el policía.

Paul Terrade lo miró con una expresión interrogativa en la que asomaba un rayo de esperanza.

—Proporcionándonos la lista detallada de los miembros de su familia, de sus amigos y de sus relaciones de trabajo.

—Por supuesto, la tendrá.

—No se me ocurre nada más que pueda hacer por ahora. Déjenos sus nuevos datos, porque todavía volveré a necesitarlo. Por el momento, mis servicios localizarán a su hermana y le pedirán que venga a buscarlo. Lo siento muchísimo por su novia y por usted…

Paul Terrade se encorvó aún más bajo el peso de ese doloroso recuerdo. Los dos hombres se levantaron y se despidieron.

Marie-Héléne Jory no tenía clases el lunes por la mañana, así que se lo tomó con calma. Su compañero había salido de casa hacia las ocho y media para ir directamente a su oficina. Los testigos habían confirmado que a las nueve ya estaba en su puesto. Treinta minutos era el tiempo que se necesitaba para coger el coche y hacer el trayecto. El comandante Kriven lo había comprobado personalmente, cronómetro en mano. Hacia las diez, la señorita Jory había salido a comprar el periódico y pan. Los tenderos habían intercambiado con ella las habituales frases de cortesía. Una de sus vecinas, una señora mayor, se había cruzado con ella poco después cuando entraba en el edificio. Desde ese momento hasta que había cruzado el umbral de su casa, imposible obtener la más mínima información. ¿Se había encontrado con alguien en las escaleras? ¿Había abierto a un visitante? Preguntas todavía sin respuesta. En cualquier caso, nadie había forzado la puerta de entrada de la vivienda. El equipo de investigadores continuaba interrogando a los vecinos. Tal vez alguien había mirado por la ventana y había visto a la joven. Kriven compartía la impresión de su jefe: por ese lado no esperaban obtener ningún dato relevante. Decidió regresar a la brigada para redactar el horario de la víctima, un elemento necesario para elaborar el expediente.

La brigada criminal tenía una organización totalmente piramidal. Doce grupos se organizaban de tres en tres bajo la dirección de jefes de sección, todos comisarios de policía o comandantes en funciones. Estaban situados bajo las órdenes del jefe y del jefe adjunto de la brigada, y constituían las fuerzas vivas de la célebre Brigada Criminal, es decir, un efectivo de un centenar de funcionarios, entre ellos quince mujeres. Esta brigada central, al igual que la brigada contra el crimen organizado, la de protección de menores, la antivicio y la antidrogas, era supervisada por el director regional adjunto de la Policía Judicial y, por encima de él, el director regional. Este último tenía dos superiores jerárquicos: el prefecto de policía y, por último, el ministro del Interior en lo más alto de la pirámide.

Así pues, el comandante Kriven entró en el despacho de Nico Sirsky con el comisario Jean-Marie Rost, su jefe de sección. Eran las nueve de la noche.

—¿Habéis podido reconstruir el horario de Marie-Héléne Jory? —se interesó Nico.

—Sí, pero no hay ningún elemento aprovechable —se enfureció Kriven, siempre nervioso, tendiéndole su informe—. Nadie ha visto ni oído nada. ¡Es desesperante! Y eso que a primera hora de la tarde la zona es un hervidero de gente, gente del barrio, visitantes, curiosos, turistas…, pero todo el mundo pasa de todo. Hoy día cualquiera puede hacer lo que sea sin llamar la atención.

—Debíamos esperárnoslo, David —lo calmó Jean-Marie Rost—. Además, nuestros hombres han empezado a interrogar a la familia, los amigos y las relaciones profesionales de la víctima y de su compañero. Mañana contactaremos con su banco y con sus médicos.

—¿Y la policía científica? —prosiguió Nico—. ¿Qué piensan nuestros especialistas de la cuerda y el nudo?

—Todavía nada —contestó Rost—. Están desbordados. Mañana será otro día…

—A las ocho en mi despacho, afeitados y listos para el reparto del trabajo —zanjó Nico—. Quiero seguir este caso muy de cerca.

Los dos hombres se retiraron antes de que el timbre del teléfono resonara en el vasto despacho del comisario de división. Un adjunto del fiscal llamaba a Nico.

—Mañana por la mañana a las once tiene cita con el señor fiscal —le comunicó una voz femenina—. Un juez de instrucción será designado ulteriormente.

Perfecto, eso dejaría tiempo a Jean-Marie Rost para elaborar el informe de la investigación, el cual debía indicar las circunstancias del descubrimiento del cuerpo, recoger los interrogatorios de los posibles testigos y vecinos, informar sobre el escenario del crimen, sobre las armas encontradas in situ, sobre la presencia de indicios particulares… Habría que añadirle el expediente completo de la autopsia y las fotos realizadas por la doctora Vilars de la víctima y de sus heridas… Un extraño álbum de familia.

El teléfono sonó por segunda vez. Hablando del rey de Roma…

—¿Nico? Soy Armelle. Me han dicho que querías asistir a la autopsia de Marie-Héléne Jory. Acabo de recibir la orden de la fiscalía. Puedo empezar dentro de media hora, para darte tiempo a que llegues. Hace mucho que debería haber vuelto a casa para ejercer de esposa modelo y madraza. Los cadáveres se amontonan y me prohíben contratar más personal. Bueno, no te he llamado para invitarte a participar en una reunión sindical. ¿Vienes o no?

La doctora Armelle Vilars era una pelirroja arrolladora y de lengua hiriente. Nico apreciaba su conciencia profesional y la minuciosidad que mostraba en el ejercicio de su labor.

—Ahora voy.

La brigada enviaba a uno de sus oficiales a cada una de las autopsias. De este modo, traía los análisis del médico a su equipo. La doctora Vilars tenía la obligación de enviar sus conclusiones al fiscal de la República.

En cuanto llegó al Quai de la Rapée, Nico fue conducido hasta la sala donde lo aguardaba la especialista. Estaba lista para intervenir, con un colaborador a su lado vestido, al igual que ella, con una bata blanca y protegido con una mascarilla y guantes quirúrgicos. Armelle Vilars le guiñó un ojo e inició su trabajo sin más preámbulos.

Nico estaba acostumbrado a la escena. Ni los gestos técnicos del forense, ni la vista de los órganos expuestos, ni la sangre de la víctima, ni el olor que se desprendía del cuerpo magullado lo perturbaban.

¿Insensible? Sin duda obligado por las circunstancias. Pero esa imagen lo perseguiría, como todas las demás acumuladas desde el comienzo de su carrera. Borrarlas era imposible, había que vivir con ellas.

La doctora Vilars registraba sus observaciones en una grabadora a medida que hacía la autopsia.

—La víctima tenía en conjunto buena salud y debía de realizar ejercicio físico con regularidad: poca masa grasa. Estatura: un metro setenta y uno. Empiezo extrayéndole sangre para determinar el grupo y proceder a un examen del ADN. Peino el cabello en busca de alguna materia extraña. Sin éxito. En el torso, cuento treinta marcas de naturaleza similar. Las mido. Incluso sacaré un molde. De esta forma, sabré si los golpes fueron dados con una única arma, en este caso un látigo. Pero, sobre todo, querría saber si las magulladuras fueron infligidas por una misma persona: comparación de los impactos, de los ángulos de las correas sobre la piel. Pasemos a la herida a la altura del ombligo. La hoja está profundamente hundida y ha dañado órganos vitales. Saco el cuchillo, prueba que habrá que enviar a la policía científica. Fotografío el conjunto de las llagas. Ahora las manos de la señorita Jory: tomo muestras de las uñas para examinarlas. Quizá haya tenido contacto con su agresor, pero no albergo muchas esperanzas. Ahora saco fotos en ultravioleta para detectar los hematomas en el cuerpo que no son visibles. La utilización del láser me permitirá descubrir la presencia de saliva, esperma e incluso huellas digitales en la piel. ¿Estás bien, Nico?

Se sobresaltó. Estaba tan concentrado que tenía la sensación de haber retenido la respiración desde el comienzo de la autopsia. Notó como el cansancio lo invadía poco a poco.

—¿Nico? —insistió la forense.

—Sí, sí, estoy bien.

—De acuerdo, continúo. Los pechos han sido amputados con bisturí. La técnica es sofisticada. Ahora empezaré la disección. Incisión vertical del apéndice xifoides al pubis. Abertura del tórax y del abdomen. Extraeré los órganos uno a uno, de arriba abajo. No hay agua en los pulmones. Posteriormente analizaré el contenido del estómago y del intestino, eso me permitirá decirte la hora de la muerte. Llego a la región pélvica. Examinaré el contenido de la vejiga más tarde. Paso a los órganos genitales… El útero ha aumentado de volumen: la víctima estaba embarazada, no hay duda…

—¿Embarazada? —exclamó Nico—. ¿Puedes decirme de cuánto estaba?

—Aproximadamente de un mes —dijo—. Placenta y cavidad amniótica embrionarias. El laboratorio científico podrá realizar una prueba de paternidad mediante la identificación del ADN.

Nico sintió un escalofrío.

—La exploración de la cabeza es la siguiente etapa —prosiguió la doctora Vilars—. Separo los párpados: la córnea es blanquecina pero todavía se distinguen los ojos marrones. Hay vestigios de éter en el contorno de la boca, lo que significa que para empezar la durmió. Detecto restos de adhesivo en los labios y alrededor del cráneo; no estaba en condiciones de gritar. Ahora ya sabes cómo neutralizó a la víctima. En el pelo no se aprecia ninguna contusión. Hago una incisión en la piel de oreja a oreja y abro la cavidad craneal… Ya está, ahora inspeccionaré el cerebro para ver si se formaron coágulos de sangre.

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