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Authors: Frederique Molay

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

La séptima mujer (7 page)

BOOK: La séptima mujer
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—No digas tonterías, Nico. ¿Os veo este fin de semana?

—Por supuesto. Te dejo, tengo un montón de curro.

Su piel estaba magullada. La mujer gemía de dolor y lloraba sin poder parar. Sintió una ligera erección. Exceptuando esa reacción al placer que experimentaba, nada traicionaba en él la menor emoción, y eso hacía que su presa se sintiese aún más aterrorizada. Sacó un bisturí de la mochila.

Lentamente, deslizó la hoja a lo largo de su cuello, entre sus pechos, hasta el ombligo. Apreciaba cada segundo pasado en su compañía.

—Voy a cortarte los pechos. Te aviso, vas a sufrir.

La mujer recobró energías para debatirse. Sacudió la cabeza como para suplicarle. El terror había dado paso al horror. Se sentó sobre ella obligándola así a que se inmovilizara. Acarició sus pezones con la fría hoja del bisturí. Luego, con un gesto incisivo, cortó la carne. Dejó la hoja hundida y con un giro de la mano logró arrancar el pecho del resto del cuerpo. La joven se desmayó. Se lo esperaba. Era una lástima que no pudiesen aguantar hasta el final despiertas y lúcidas, conscientes pese a los atroces dolores que les infligía. Hizo lo mismo con el otro pecho. Cuando hubo acabado, colocó los órganos en un tarro que había llevado para ese fin. Se incorporó y se dispuso a apuñalar a su víctima. Una sola cuchillada, rápida y certera, en ese vientre de mujer pervertida. Por fin, sólo quedaba disfrazar el crimen con una puesta en escena que dejaría a los policías dubitativos. Se emocionaba sólo de pensarlo.

Las quince horas. El personal de la recepción le explicó cómo llegar al despacho de la señora Pasquier, decana de la ilustre facultad de la Sorbona. Esa mujer de una cincuentena de años le inspiró inmediatamente respeto. A pesar de un físico bastante enclenque, de ella se desprendían una energía y una determinación fuera de lo corriente. Le estrechó la mano con firmeza, sin duda acostumbrada a vérselas con hombres. Su mirada parecía leer en los ojos de su interlocutor y juzgarlo. Se sentaron alrededor de una mesa redonda en la que una mujer joven depositó dos tazas de café y algunas pastas.

—Le he preparado la lista de los profesores de la facultad y sus datos personales —le anunció—. He subrayado aquellos con quienes Marie-Héléne mantenía relaciones más estrechas, porque en una facultad como la nuestra muchos no se conocen. También está la lista de los estudiantes de la señorita Jory. Me he tomado la libertad de interrogar a algunos para saber si Marie-Héléne había tenido que hacer frente a algún problema. Era una profesora puntual, nunca faltaba a las clases, ejercía su labor con pasión; era de trato agradable y cordial. Sus colegas y sus estudiantes la apreciaban, al igual que yo, de hecho.

—Gracias por su preciosa información. Mis hombres los llamarán y concertarán una cita con todos ellos. No podemos descuidar ninguna pista.

—¿Tan atroz era la forma como murió? Su novio me lo comentó anoche.

Nico no percibía ninguna curiosidad malsana, sino el sentido de una cierta responsabilidad y la voluntad de saber la verdad para hacerle frente. Optó por responderle con franqueza.

—Sí. La golpearon, la mutilaron y la apuñalaron. Debió de sufrir horriblemente. Le ruego que guarde silencio sobre las circunstancias del asesinato.

Ninguna emoción traicionó a la señora Pasquier al oír lo indecible, salvo un parpadeo acelerado que Nico, como profesional, detectó.

—Gracias por su confianza… ¿Cree que fue alguien de su entorno?

—Es demasiado pronto para decirlo. ¿Marie-Héléne Jory podría haberse enemistado con un estudiante en particular, debido a un examen, por ejemplo?

—Me esperaba la pregunta. Aquí tiene los nombres de los que sacan peores notas con Marie-Héléne, como también con otros profesores, claro.

—¿Mantenía relaciones equívocas con alguno de ellos? ¿Un chico enamorado?

—Siempre ha habido alumnos enamorados de su profesora. Usted mismo quizá se acuerde de una maestra cuyo perfume le gustaba oler o de la que admiraba sus piernas. Es el pan nuestro de cada día. Todos lo saben y levantan las barreras necesarias. Forma parte de la profesión; las relaciones no siempre son fáciles con jóvenes adultos recién salidos de la adolescencia. Pero no he oído hablar de nada con respecto a Marie-Héléne; en todo caso nada, extraordinario.

—Bien, no he averiguado gran cosa.

—Quizá por que no hay ninguna relación entre el asesinato y la facultad. Créame, si hubiera tenido la más mínima sospecha, habría removido cielo y tierra.

—Estoy convencido de ello. Gracias por su acogida. El café era excelente, es raro en la administración.

—Lo compro yo misma, ese es el secreto. Estoy a su disposición, no dude en llamarme. Le daré mis datos personales.

Nico se despidió casi con pesar; la presencia de esa fuerte mujer era tranquilizadora.

Anne estaba inquieta. Por más que insistía, nadie descolgaba. Sin embargo, habían quedado a las tres y media delante de la casa de Víctor Hugo, en una esquina de la Place des Vosges. Se sentía extrañamente sola en medio de ese auténtico decorado teatral. No sabía cómo explicarlo, pero tenía un mal presentimiento. Una sorda angustia le secaba la garganta. Eran las cuatro; decidió ir a casa de su amiga. Caminó rápidamente, casi corrió, hasta el edificio de la Rue de Turenne. Se sabía el código. Tomó el ascensor hasta el tercer piso. Golpeó la puerta con ímpetu. Nadie respondió. ¿Qué hacer? Llamar a Greg. Contestó una secretaria. De momento Greg estaba ilocalizable. Casi gritó, reclamándolo con suma urgencia y asustando a su interlocutora. Un silencio, y luego la voz tensa de Greg.

—¿Anne? ¿Qué ocurre?

—No lo sé. Había quedado con tu mujer, pero no se ha presentado. Hace tres cuartos de hora. No es propio de ella. Estoy delante de vuestra puerta y no contesta. Algo va mal.

—¿Cómo que «algo va mal»?

—Tienes que venir y abrir, Greg.

—Estoy en plena reunión con uno de mis clientes más importantes. No puedo…

Le colgó en las narices. Iba a venir, le había metido bastante miedo. Colocó una mano sobre la pesada puerta y cerró los ojos. Pronunció el nombre de su amiga varias veces, como una oración Chloé, Chloé, Chloé… Notó en el estómago una angustiosa sensación de vacío que fue extendiéndose por su cuerpo. Lo presentía… y empezó a llorar suavemente.

7 Días, 7 Mujeres
6

Nico miraba fijamente las fotos tomadas en el escenario del crimen, extendidas sobre su vasto escritorio. La disposición del salón, las muñecas atadas en primer plano, la ropa de la víctima doblada con cuidado sobre un sillón de cuero, el cuerpo mutilado… Esas imágenes tenían que encerrar un mensaje. Se concentró en cada una de ellas, esforzándose por memorizar el menor detalle. El asesino se había equipado con su propio material: cuerdas, cinta adhesiva, guantes para no dejar ninguna huella, látigo, bisturí, puñal… Era la prueba de que se enfrentaban a un asesino organizado, inteligente, astuto, mucho más peligroso que un maníaco psicótico. El hombre había practicado lo que se podía considerar como un ritual. La complejidad de la puesta en escena y los riesgos que corrió el culpable permitían confiar en el descubrimiento de un indicio. Y tal vez ese indicio estaba ahí, oculto en una de esas fotos…

Eran casi las seis de la tarde cuando su equipo entró en el despacho: el comisario Rost, los comandantes Kriven y Théron, y Dominique Kreiss.

—Vamos donde Cohen —ordenó—. Quiere saber en qué punto estamos.

Bajaron un piso. Al pasar por una puerta entreabierta, distinguieron una voz desconocida que tapaba los ruidos del pasillo.

—¡Dejó que la violaran, esa es la verdad!

A Nico le entró un arrebato de ira y empujó la puerta violentamente. Un poli de uniforme estaba de pie delante de dos investigadores de la casa y Nico comprendió que era él quien había pronunciado las palabras que lo habían hecho reaccionar. Los policías se sobresaltaron ante aquella súbita aparición, pero los dos hombres enseguida adoptaron una actitud de respeto hacia su jefe, mientras que el agente puso cara de sorpresa.

—¡En esta casa no quiero oír nunca que una mujer «dejó que la violaran», cojones! —se irritó Nico—. No dejó que le hicieran nada. Hablamos de una víctima que «ha sido violada». ¿Me he expresado con claridad, agente Ducon? Espero que entienda bien la diferencia, o no es usted digno de trabajar en la policía.

Nico volvió a cerrar con violencia detrás de él.

—Muy bien dicho —comentó Dominique Kreiss—. Con el tiempo que llevo intentando explicar esa sutileza…

Nico asintió, exasperado. Prefirió no cargar las tintas y se precipitó en el despacho del director adjunto de la Policía Judicial. La secretaria, que llevaba tanto tiempo con Cohen que pretendía conocerlo mejor que su propia esposa, los invitó a entrar con un tono autoritario.

—¿Qué, muchachos? —arremetió el superior de todos ellos—. ¡Oh, perdón, señorita Kreiss! A veces olvido que pertenece usted al sexo débil.

—Supongo que debo tomármelo como un cumplido —contestó la psicóloga.

—No he dicho nada, eso me enseñará a jugar con las palabras y con una psicóloga. Años de trabajo entre hombres y costumbres machistas, que repruebo, no pueden borrarse con un chasquido de dedos. Discúlpeme, señorita Kreiss.

—Desde luego.

Todos sabían que la contratación de Dominique Kreiss había sido una decisión del propio Cohen.

—¿Y bien? —continuó.

—Realmente nada de capital importancia —intervino Nico—. Una joven mujer de treinta y seis años, embarazada de un mes, profesora universitaria de Historia en la Sorbona, muere asesinada en su domicilio, Place de la Contrescarpe, en el Barrio Latino. Crimen meticulosamente puesto en escena, sin indicios. No hay ningún testimonio sobre el asesino. Está claro que no se lo encontró en la calle haciendo compras esa mañana. Supongo en cambio que llamó a la puerta y que le abrió confiada. Pareja sin problemas. En la facultad, todo iba bien. El banco donde trabaja Paul Terrade confirma que se trata de un ejecutivo modélico. Familia, amigos, no nos aportan ningún elemento que nos permita sospechar de alguien cercano a ellos. Falta por interrogar a los colegas docentes y a los estudiantes de Marie-Héléne Jory. Así como obtener los resultados de las muestras tomadas a Paul Terrade para estar seguros de que es el padre del niño.

—Has vuelto a recurrir al Hospital Clínico de Nantes, Nico —constató Cohen—. Un día de estos recibirás un rapapolvo por eso. ¿He de recordarte que tenemos una policía científica? ¡No hace falta que las muestras de saliva crucen toda Francia!

—Son más rápidos y más eficientes en Nantes cuando se trata de análisis de ADN.

—¡Joder, Nico!

—Tengo razón y usted lo sabe. Mañana a la hora del desayuno tendremos los resultados. Sólo una cosa más…

—¿Sí? —interrogó Cohen.

Nico sacó la foto donde se veían en primer plano las muñecas de Marie-Héléne Jory maniatadas.

—La cuerda que utilizó probablemente sea material náutico. Establezcamos la lista de las tiendas especializadas que lo venden y hagámosles una visita. No debe de haber tantas en París. Seguimos esperando el informe de la policía científica, pero estoy seguro de que este cabo es de una clase especial y que no se consigue en todas partes. Hay que enseñárselo a un experto.

—Buena idea —lo felicitó Cohen.

Su secretaria irrumpió bruscamente, interrumpiendo la conversación.

—Una llamada para usted, comisario. Es urgente.

Cohen le tendió su teléfono.

—¿Diga? Comisario de división Sirsky, jefe de la brigada criminal —se presentó Nico.

—Teniente Schreiber, señor comisario de división. Esta tarde en mi comisaría hemos recibido su fax sobre el crimen de la Place de la Contrescarpe y su orden de que se le comunicase cualquier posible caso de índole similar. Tengo algo para usted. Estoy en el número 33 de la Rue de Turenne. Creo que debería venir aquí ahora mismo.

—¿Se trata de un asesinato?

—Sí. Una mujer de raza blanca, treinta y un años, llamada Chloé Bartes, casada, sin hijos. Había quedado con su mejor amiga, que se alarmó al no verla llegar y se puso en contacto con el marido. A las cuatro y veinte, los dos descubrieron el cuerpo y avisaron a la policía. Estoy en el lugar de los hechos desde hace treinta minutos y he pensado que debía avisarle.

—¿Ha despejado el escenario del crimen?

—Por supuesto, señor. Los dos testigos están en la cocina con uno de nuestros agentes y dos médicos del SAMU
[6]
. He tenido que llamarles; la joven estaba conmocionada y tenía dificultades para respirar. Mis hombres controlan el edificio, impiden a quien sea que entre y salga. También han acordonado el piso.

—¡Ahora mismo voy!

Nico colgó. Sus colegas lo miraban fijamente, perplejos.

—Ha habido un asesinato en la Rue de Turenne. ¡Por Dios, a dos pasos de aquí! Théron, tú te encargas de los colegas y de los estudiantes de la señorita Jory así como de la cuerda. Kriven, tú vas con tu equipo a la Rue de Turenne. Rost y Kreiss, vosotros me seguís. ¿Este dispositivo le parece bien, Michel?

—Perfecto, pequeño. Pero te acompaño.

El acceso al número 33 de la Rue de Turenne estaba, en efecto, prohibido al público. Michel Cohen y su equipo mostraron su documentación a los agentes que había a la entrada del edificio y los dejaron pasar con deferencia.

—Hay un portero automático con código numérico —observó Nico—. Dos posibilidades: o el asesino lo conocía o le han abierto. El edificio es de alto standing, así que Chloé Bartes tenía un cierto nivel social. Kriven, pide a tus muchachos que pongan en marcha la investigación del vecindario.

El comandante Kriven abandonó al grupo para transmitir las órdenes. El resto de la tropa continuó hasta el piso de Chloé Bartes. Un agente montaba guardia delante de la puerta. Llamó a Schreiber, que llegó en el acto. De unos treinta años, tez mate, cabello negro azabache y aspecto relajado, parecía simpático.

—¿Comisario de división Sirsky? —interrogó.

—Soy yo —respondió el interesado, que hizo las presentaciones.

La presencia del director adjunto de la Policía Judicial de París impresionó visiblemente a Schreiber, que se dio cuenta de la gravedad de la situación.

—Lo de ahí dentro no resulta nada agradable de ver —explicó el teniente—. Alrededor de la víctima hay numerosas pisadas del marido y de la amiga, que también la han tocado varias veces antes de la intervención de la policía. Lo he hecho lo mejor que he podido…

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