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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

Luminoso (10 page)

BOOK: Luminoso
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Metí el resto de las prendas en la maleta y le eché un vistazo a la habitación como si se me olvidara algo. Pero todo lo que importaba realmente estaba en mis venas. Alison me había enseñado que ésa era la única forma de viajar.

Me volví hacia la ladrona.

—No hay antídoto, pero la toxina no te matará. Eso si, te vas a pasar las próximas doce horas deseando que lo hiciera. Adiós.

Cuando me dirigía hacia la puerta de repente se me erizaron los pelos de la nuca. Se me pasó por la cabeza que no tenía por que creerme v que podía dispararme pensando que no tenía nada que perder.

—Pero si se te ocurre seguirme —dije mientras agarraba el tirador, sin mirar atrás—, la próxima vez te mataré.

Era mentira, pero pareció surtir efecto. Cerré la puerta de un portazo y pude oír cómo soltaba la pistola y se ponía a vomitar otra vez.

Mientras bajaba las escaleras la euforia de la escapada comenzó a dar paso a una perspectiva más gris. Si una cazarrecompensas descuidada podía encontrarme, sus colegas más metódicos no podían andar muy lejos. Industrial Algebra nos pisaba los talones. Si Alison no conseguía pronto tener acceso a Luminoso, no nos quedaría más remedio que destruir el mapa. Y con eso sólo estaríamos ganando algo de tiempo.

Le pagué la habitación al recepcionista hasta el día siguiente y le recalqué que no debían molestar a mi compañera. Añadí una propina para compensar el desastre con el que se iban a encontrar los de la limpieza. La toxina se desnaturalizaba con el aire; en pocas horas las manchas de sangre serían inofensivas. El recepcionista me miró con recelo pero no dijo nada.

En la calle me esperaba una agradable mañana de verano con el cielo despejado. Eran apenas las seis en punto, pero Kongjiang Lu ya estaba atestada de peatones, ciclistas, autobuses y unas cuantas limusinas ostentosas con sus correspondientes chóferes que avanzaban lentamente por el tráfico a unos diez kilómetros por hora. Parecía que el turno de noche acababa de salir de la fábrica de Intel que estaba un poco más abajo. La mayoría de los ciclistas que pasaban llevaban puesto el mono naranja con el logotipo.

A dos manzanas del hotel me paré en seco, las piernas casi se me doblaron. No era sólo ansiedad; una reacción postergada, una aceptación diferida de lo cerca que había estado de que me mataran. La violencia clínica de la ladrona ya era escalofriante de por sí, pero lo que implicaba era muchísimo más inquietante.

Industrial Algebra estaba invirtiendo grandes cantidades de dinero, estaba infringiendo leyes internacionales, estaba arriesgando seriamente sus valores futuros, tanto empresariales como personales. La arcana abstracción del defecto estaba siendo arrastrada al mundo de la sangre y el polvo, las salas de juntas y los asesinos, el poder y el pragmatismo.

Y lo más parecido a la certeza que la humanidad había conocido como el peligro de disolverse en arenas movedizas.

Todo empezó como una broma. Discutir por discutir. Alison y sus desesperantes herejías.

—Un teorema matemático —declaró— sólo se convierte en verdadero cuando es demostrado por un sistema físico: cuando el comportamiento del sistema depende de algún modo de que el teorema sea verdadero o falso.

Era junio de 2004. Estábamos sentados en un pequeño patio pavimentado. Acabábamos de salir al sol invernal (bostezando y parpadeando) de la última charla de un curso semestral sobre la filosofía de las matemáticas; un breve respiro de la aburrida rutina de las matemáticas de verdad. Teníamos quince minutos libres antes de irnos a comer con unos amigos. Era una conversación informal —casi un leve flirteo—, nada más. Puede que en alguna parte hubiera académicos dementes que se ocultaban en oscuras criptas y defendían una visión sobre la naturaleza de la verdad matemática por la que estaban dispuestos a morir. Pero nosotros teníamos veinte años y éramos conscientes de que sólo estábamos hablando del sexo de los ángeles.

—Los sistemas físicos no crean las matemáticas —dije—. Nada crea las matemáticas, están fuera del tiempo. La teoría de números seguiría siendo la misma aunque el universo estuviera compuesto por un solo electrón.

—Sí las crean, porque incluso un electrón —dijo Alison resoplando—, más un espacio-tiempo en el que ubicarlo, necesita la mecánica cuántica y la relatividad general y toda la infraestructura matemática que implican. Una partícula flotando en el vacío cuántico requiere la mitad de los resultados más importantes de la teoría de grupos, del análisis funcional, de la geometría diferencial...

—¡Vale, vale! Lo pillo. Pero si fuera así... los acontecimientos en el primer picosegundo después del Big Bang habrían «construido» todas las verdades matemáticas necesarias para la existencia de cualquier sistema físico hasta llegar al Big Crunch. Una vez que tengas las matemáticas que fundamentan la Teoría del Todo... ya está, ya no necesitas nada más. Fin de la historia.

—Pero no es así. Para aplicar la Teoría del Todo a un sistema concreto sigues necesitando todas las matemáticas que se refieran a ese sistema; un sistema que podría incluir resultados que fueran más allá de las matemáticas requeridas por la propia Teoría del Todo. Quiero decir, quince mil millones de años después del Big Bang, todavía puede llegar alguien y demostrar, pongamos... el último teorema de Fermat.

Andrew Wiles, de la universidad de Princeton, acababa de anunciar una demostración de la famosa conjetura, aunque sus colegas seguían escrutando su trabajo y todavía no se había emitido un veredicto final.

—Hasta ahora la física no lo necesitaba.

—¿Qué quieres decir con «hasta ahora»? —protesté—. El último teorema de Fermat nunca ha tenido (y nunca tendrá) nada que ver con ninguna rama de la física.

Alison ocultó su sonrisa.

—No claro, con ninguna rama. Pero sólo porque la clase de sistemas físicos cuyo comportamiento depende de él es ridículamente específico: los cerebros de los matemáticos que están intentando validar la demostración de Wiles.

»Piénsalo. Desde el momento en que te pones a intentar demostrar un teorema, aunque las matemáticas sean tan «puras»» que no afecten en modo alguno a ningún objeto en el universo... ya te están afectando a ti mismo. Tienes que elegir algún proceso físico para probar el teorema; puedes usar un ordenador, o un boli y un papel... o simplemente puedes cerrar los ojos y ponerte a jugar con tus neurotransmisores. No hay nada que pueda llamarse una demostración que no dependa de acontecimientos físicos, y que estén dentro o fuera de tu cráneo no los hace menos reales.

—Muy bien —concedí de mala gana—. Pero eso no significa que...

—Y puede que el cerebro de Andrew Wiles (y su cuerpo y su cuaderno) constituyera el primer sistema físico cuyo comportamiento dependía de que el teorema fuera verdadero o falso. Pero no creo que las acciones humanas tengan un papel especial... y si un enjambre de quarks hubiera hecho lo mismo a ciegas, quince mil millones de años antes (si hubiera ejecutado una interacción totalmente aleatoria que resultó que de algún modo demostraba la conjetura), entonces esos quarks habrían construido el último teorema de Fermat mucho antes que Wiles. Nunca lo sabremos.

Abrí la boca para protestar que ningún enjambre de quarks podía haber comprobado el número infinito de casos que comprendía el teorema, pero me contuve justo a tiempo. Eso era cierto, pero no había impedido que Wiles lo intentara. Una secuencia finita de pasos lógicos relacionaba los axiomas de la teoría de números —que incluía algunas generalizaciones simples sobre todos los números— con la propia afirmación radical de Fermat. Y si un matemático podía poner a prueba esos pasos lógicos manipulando un número finito de objetos físicos durante un periodo de tiempo finito —tanto daba que fueran marcas de lápiz sobre un papel, o neurotransmisores en su cerebro—, entonces cualquier tipo de sistema físico podía, en teoría, imitar la estructura de la demostración... fuera consciente o no de lo que estaba «demostrando».

Me recliné en el banco e hice como que me tiraba de los pelos.

—¡Si no era un platónico recalcitrante, me estás obligando a serlo» El último teorema de Fermat no necesitaba que nadie lo demostrara o que un conjunto aleatorio de quarks lo descubriera por casualidad. Si es verdadero, siempre fue verdadero. Todo lo que implica un conjunto de axiomas dado está lógicamente conectado con ellos, siempre, eternamente... aunque las personas (o los quarks) no sean capaces de seguir la lógica de esas conexiones en el tiempo de vida del universo.

Nada de esto convencía a Alison. Cada vez que mencionaba las «verdades infinitas y eternas» se le dibujaba una falsa sonrisa en las comisuras de la boca, como si yo estuviera afirmando mi creencia en Papá Noel.

—Entonces, ¿quién o qué llevó al límite las consecuencias del «Existe una entidad que llamamos cero» y el «Todo número X tiene un sucesor», etcétera, hasta llegar al último teorema de Fermat y aún más lejos, antes de que el universo pudiera demostrar nada?

Me mantuve en mis trece.

—Lo que está unido mediante la lógica está sencillamente... unido. No tiene que ocurrir nada: nada ni nadie tiene que «llevar al límite» las consecuencias de nada para que éstas existan. ¿O acaso crees que los primeros acontecimientos después del Big Bang, las primeras vibraciones violentas del plasma de gluones y quarks, se pararon a pensar cómo resolvían todas las inconsistencias lógicas? ¿Crees que los quarks razonaron: «Bueno, hasta ahora hemos hecho A y B y C, pero ahora no debemos hacer D, porque D seria lógicamente inconsistente con el resto de las matemáticas que hemos inventado hasta ahora»... aunque para explicar la inconsistencia hiciera falta una demostración de quinientas mil páginas?

Alison se lo pensó un momento.

—No. Pero, ¿y si el acontecimiento D tuvo lugar de todos modos? ¿Y si las matemáticas que implicaba eran lógicamente inconsistentes con el resto, pero aun así siguió adelante y tuvo lugar... porque el universo era demasiado joven para poder calcular el hecho de que había una discrepancia?

Me debí de quedar ahí sentado, mirándola boquiabierto unos diez segundos. Teniendo en cuenta las ortodoxias que habíamos estado absorbiendo durante los dos últimos años y medio, esto era una auténtica barbaridad.

—¿Estás diciendo que... es posible que las matemáticas estén plagadas de defectos de consistencia primordiales? ¿Del mismo modo que el espacio puede estar plagado de cuerdas cósmicas?

—Exactamente. —Me sostuvo la mirada como si tal cosa—. Si el espacio-tiempo no encaja perfectamente consigo mismo, en todas partes, ¿por qué tendría que hacerlo la lógica matemática?

Casi me atraganto.

—¿Por dónde empiezo? ¿Qué se supone que ocurre cuando un sistema físico intenta relacionar teoremas a través del defecto? Si el teorema D se ha convertido en «verdadero» gracias a unos cuantos quarks entusiastas, ¿qué sucede cuando programamos un ordenador para refutarlo? Cuando el software sigue todos los pasos lógicos que conectan A, B y C (pasos que los quarks también han hecho verdaderos) con la contradicción, el temido no-D, ¿lo consigue o no?

Alison eludió la pregunta.

—Supón que los dos son verdaderos: D y no-D. Suena como el fin de las matemáticas, ¿no? Todo el sistema se viene abajo, al instante. Partiendo de D y de no-D juntos puedes demostrar lo que quieras: uno es igual a cero, la noche equivale al día. Pero ésa es la vieja y aburrida visión platónica en la que la lógica se desplaza más rápido que la velocidad de la luz y los cálculos se hacen en un santiamén. La gente vive con teorías que son omega inconsistentes, ¿no es cierto?

Las teorías de números omega inconsistentes eran versiones no estándar de la aritmética basadas en axiomas que «casi» se contradecían unos a otros; lo que las salvaba era que las contradicciones sólo aparecían en «demostraciones infinitamente largas» (que formalmente se rechazaban, y además eran físicamente imposibles). Eran matemáticas modernas perfectamente respetables, pero Alison parecía dispuesta a sustituir «infinitamente largas» por un simple «largas», como si en la práctica fueran casi lo mismo.

—A ver si te entiendo —dije—. ¿De lo que estás hablando es de coger la aritmética ordinaria (ningún axioma de los raros e ilógicos, sólo lo que cualquier niño de diez años «sabe» que es verdad) y demostrar que es inconsistente en un número de pasos finito?

Asintió alegremente.

—Finito pero grande. Con lo que la contradicción se manifestaría físicamente muy pocas veces; sería «computacionalmente distante» de los cálculos y de los acontecimientos físicos corrientes. Quiero decir... una cuerda cósmica perdida en alguna parte no destruye el universo, ¿verdad? No le hace daño a nadie.

—Siempre que no te acerques mucho —dije con sorna—. Siempre que no la arrastres hasta el sistema solar y la dejes dar bandazos por ahí cortando planetas en rodajas.

—Exactamente.

Le eché un vistazo al reloj.

—Hora de bajar a la Tierra, me temo. ¿Sabes que hemos quedado con Julia y Ramesh...?

Alison suspiró teatralmente.

—Lo sé, lo sé. Y esto los mataría de aburrimiento, pobrecitos; ya no hablo más del tema, lo prometo. —Y luego añadió perversamente—: Los estudiantes de letras son tan miopes.

Nos pusimos en marcha por el tranquilo y frondoso campus. Alison mantuvo su palabra y caminamos en silencio; si hubiéramos seguido discutiendo hasta el último momento habría sido más difícil evitar el tema estando con gente civilizada.

Sin embargo, a medio camino de la cafetería, no pude aguantarme.

—Si alguien en algún momento programara en serio un ordenador para que siga una cadena de inferencias a través del defecto, ¿qué crees que pasaría en realidad? Cuando el resultado final de todos esos simples e inequívocos pasos lógicos apareciera finalmente en la pantalla, ¿qué grupo de quarks primordiales ganaría la contienda? Y por favor no me vengas con que el ordenador entero desaparece oportunamente.

Alison, por fin, sonrió irónicamente.

—Seamos serios, Bruno. ¿Cómo esperas que te responda si las matemáticas necesarias para predecir el resultado ni siquiera existen todavía? Nada de lo que yo pueda decirte seria verdadero o falso hasta que alguien se ponga a ello y haga el experimento.

Me pasé casi todo el día intentando convencerme de que no me seguía ningún cómplice (o rival) de la cirujana, alguien que pudiera haber estado merodeando fuera del hotel. Intentar despistar a alguien que no sabía si realmente existía me hacía sentir una especie de agobio kafkiano: no podía buscar una cara concreta en la multitud, sólo la idea abstracta de un perseguidor. Ya era demasiado tarde para pensar en hacerme la cirugía estética para parecer un chino de la etnia han (en Vietnam Alison lo mencionó como una opción seria), pero Shanghai tenía más de un millón de residentes extranjeros, así que con un poco de cuidado hasta un angloparlante de origen italiano debería ser capaz de pasar desapercibido.

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