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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

Luminoso (6 page)

BOOK: Luminoso
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—Y aquí está usted —dijo Primo André.

Una lupa estilizada se materializó en el primer término del holograma y amplió uno de los pequeños rostros de la parte inferior del árbol El sorprendente parecido con mis propios rasgos se debía casi con toda seguridad a que me habrían hecho una foto con una cámara oculta; el ADN mitocondnal no afectaba de ninguna manera al aspecto

Lena alargó la mano hacia el holograma y empezó a seguir mi ascendencia con la punta del dedo.

—Eres un Hijo de Eva, Paul. Ahora sabes quién eres. Y nadie puede arrebatarte eso.

Me quedé mirando el árbol luminoso y sentí un escalofrío en la base de la columna vertebral, aunque se debía más bien a la forma en que los Hijos se apropiaban de toda la especie que a cualquier tipo de asombro en presencia de mis ancestros.

Eva no había sido gran cosa, ningún hito evolutivo; simplemente se la definía como el ancestro común más reciente, por una línea femenina ininterrumpida, de todos y cada uno de los seres humanos vivos. Y obviamente había tenido miles de contemporáneas femeninas, pero el tiempo y la suerte —la muerte aleatoria de mujeres sin hijas, las calamidades de la enfermedad y el clima— habían eliminado cualquier rastro mitocondrial de ellas. No había necesidad de asumir que su mitotipo hubiese otorgado algún tipo de ventaja especial (de todas formas, la mayoría de las variaciones se daban en el ADN basura). Las fluctuaciones estadísticas por sí solas implicaban que un linaje materno acabaría reemplazando a todos los demás.

La existencia de Eva era una necesidad lógica: algún humano (u homínido) de uno u otro periodo tenía que cumplir los requisitos. Lo único polémico era el momento.

El momento y sus implicaciones.

Junto al Gran Árbol apareció un globo terráqueo de unos dos metros de ancho; era la típica imagen de la Tierra vista desde el espacio, con grandes cúmulos blancos arremolinándose sobre los océanos, pero el cielo sobre los continentes siempre despejado. El Árbol vibró y comenzó a reorganizarse, transformando su forma rectilínea original en algo mucho más deforme y orgánico, pero la geometría se ajustaba sin alterar ninguna de las relaciones que representaba. Entonces cubrió la superficie del globo terráqueo. Las líneas de ascendencia se convirtieron en rutas migratorias. Entre África oriental y Oriente Medio, los caminos corrían en paralelo como los carriles de alguna autopista paleolítica; en otras zonas, menos limitadas por la geografía, se expandían en todas direcciones.

Una Eva reciente favorecía la hipótesis del origen africano: el
Homo sapiens
moderno habría evolucionado del
Homo erectus
en un único lugar y luego se habría extendido por todo el mundo, imponiéndose y sustituyendo al
Homo erectus
allá donde fuera, y habría desarrollado características raciales localizadas sólo en los últimos 200.000 años. África era el lugar de nacimiento único más probable de la especie porque los africanos tenían la variación mitocondrial más amplia (y por tanto más antigua). El resto de los grupos parecían haberse diversificado más recientemente a partir de poblaciones «fundadoras» relativamente pequeñas.

Por supuesto, había otras teorías, Más de un millón de años antes de que existiera el
Homo sapiens
, el
Homo erectus se
habría expandido hasta llegar a Java, adquiriendo sus propias diferencias regionales externas; los fósiles de
Homo erectus
de Asia y Europa parecían compartir al menos algunas de las características típicas de los asiáticos y europeos actuales. Pero el origen africano atribuía todo eso a la convergencia evolutiva, no a la ascendencia. Si el
Homo erectus
se hubiera convertido en el
Homo sapiens
de forma independiente en lugares distintos, entonces la diferencia mitocondrial entre, pongamos, etiopes y javaneses modernos, tendría que haber sido cinco o diez veces mayor, lo que indicaría su larga separación desde una Eva mucho más antigua. Aunque las comunidades desperdigadas de
Homo erectus
no hubieran permanecido completamente aisladas y se hubieran cruzado con las sucesivas oleadas de «emigrantes» en los últimos uno o dos millones de años —mezclándose con ellos para crear humanos modernos, y conservando de algún modo sus diferencias características—, entonces también deberían haber sobrevivido linajes mitocondriales distintivos con una antigüedad mucho mayor de 200.000 años.

Una de las rutas del globo terráqueo parpadeaba con más brillo que las demás. Primo André dio una explicación:

—Ésta es la ruta que siguieron sus propios antepasados. Salieron de Etiopía (o puede que de Kenia o Tanzania) hacia el norte, hace unos 150.000 años. Se expandieron lentamente por Sudán, Egipto, Israel, Palestina, Siria y Turquía, durante el periodo entre glaciaciones. Al comienzo de la última glaciación su hogar estaba en la orilla oriental del mar Negro...

Mientras hablaba se iban materializando diminutos pares de huellas a lo largo de la ruta.

Siguió la migración hipotética a través de las montañas del Cáucaso hasta llegar al norte de Europa, donde las limitaciones de la técnica finalmente ponían fin a la historia: hace cuatro milenios (milenio arriba, milenio abajo), cuando mi tátarabuela germánica de hace unas doscientas generaciones dio a luz a una hija con una única modificación en su ADN basura mitocondrial: el último tic registrado en el reloj molecular.

Pero Primo André todavía no había terminado conmigo.

—Mientras sus antepasados se mudaban a Europa, su relativo aislamiento genético y las exigencias del clima local les llevaron a adquirir paulatinamente las características que conocemos como caucasianas. Pero esa misma ruta fue recorrida en muchas ocasiones por un sinfín de oleadas de emigrantes, a veces separadas por miles de años. Y, aunque en todos los pasos del camino los nuevos viajeros se mezclaron con los que ya habían pasado antes y llegaron a parecerse a ellos... docenas de líneas maternas distintas todavía se pueden rastrear hacia atrás por la ruta, y luego por la historia, siguiendo las distintas sendas.

Mis primos maternos más cercanos, me explicó —los que tenían exactamente el mismo mitotipo que yo—, eran, como cabía esperar, en su mayoría caucásicos. Si se ampliaba el círculo hasta incluir treinta diferencias en los pares base, se sumaban alrededor de un cinco por ciento de todos los caucásicos: el cinco por ciento con el que compartía un antepasado materno común que había vivido hace unos 120.000 años, probablemente en Oriente Medio.

Pero algunos primos de esa misma mujer al parecer se habían dirigido hacia el este, no hacia el norte. Finalmente, sus descendientes habían atravesado Asia entera, bajando por Indochina, y luego se habrían dirigido hacia el sur a través de los archipiélagos, cruzando por puentes de tierra firme expuestos por los bajos niveles de los océanos provocados por la glaciación, o haciendo pequeños trayectos por mar de una isla a otra. Se habían detenido justo antes de llegar a Australia.

Así que, por vía materna, estaba más estrechamente relacionado con un pequeño grupo de montañeses guineanos que con el noventa y cinco por ciento de los caucásicos. Volvió a aparecer la lupa junto al globo terráqueo y me mostró la cara de uno de mis primos en seismilésimo grado. A simple vista los dos éramos tan distintos como otras dos personas cualesquiera de la Tierra. Del puñado de genes nucleares que codificaban atributos como la pigmentación y la estructura ósea facial, un conjunto había prosperado en el gélido norte de Europa y el otro en esta selva ecuatorial. Pero en ambos lugares había sobrevivido la suficiente evidencia mitocondrial para revelar que la homogenización del aspecto local era sólo un barniz, un retoque reciente que ocultaba una antigua red de conexiones familiares invisibles.

Lena se volvió hacia mí triunfante.

—¿Lo ves? Todos los viejos mitos sobre la raza, la cultura y el parentesco, ¡refutados de un plumazo! Los antepasados inmediatos de esta gente vivieron aislados durante miles de años y no llegaron a ver un rostro blanco hasta el siglo XX. ¡Y aun así te son más próximos que yo misma!

Asentí con una sonrisa, intentando compartir su entusiasmo. Era fascinante ver cómo se le daba la vuelta al ingenuo concepto de «raza» de esta manera, y no podía dejar de admirar la simple osadía de los Hijos al proclamar que eran capaces de establecer relaciones de hace cientos de miles de años con tanta precisión. Pero sinceramente no podía decir que mi vida hubiese sufrido un vuelco por la revelación de que algunos blancos totalmente desconocidos eran más primos lejanos míos que algunos negros. Es probable que hubiera racistas recalcitrantes para quienes una noticia como ésta fuera un autentico shock pero me costaba trabajo imaginármelos corriendo hasta los Hijos de Eva para que los mitotipificaran.

Un extremo del carrito emitió un pitido y expulsó una insignia como la del Primo André. Me la ofreció. Al verme dudar, Lena la cogió y me la colocó con orgullo en la camisa.

En la calle, Lena anunció en tono sobrio:

—Eva va a cambiar el mundo. Somos afortunados; viviremos para verlo. Hemos tenido un siglo en el que se ha sacrificado a gente por pertenecer a los grupos de parentesco equivocados, pero pronto todo el mundo entenderá que existen lazos de sangre más profundos, más antiguos, que desbaratan todos sus vanos prejuicios históricos.

«¿Te refieres... al modo en que la Eva bíblica desbarató todos los prejuicios de los fundamentalistas cristianos? ¿O al modo en que la imagen de la Tierra desde el espacio puso fin a la guerra y a la contaminación?» Me decanté por un silencio diplomático. Lena me miraba con consternación, como si no acabara de creerse que pudiera albergar dudas después de que me revelaran mis propios e inesperados lazos de sangre.

—¿Te acuerdas de las masacres de Ruanda? —dije.

—Claro.

—¿Acaso no se debían más a un sistema de clases (que los colonos belgas exacerbaron por conveniencia administrativa) que a cualquier cosa que se pueda describir como enemistad entre grupos de parentesco? Y en los Balcanes...

—Mira —me cortó Lena—, seguro que cualquier incidente al que te refieras tendrá una historia compleja. No lo niego. Pero eso no significa que la solución tenga que ser también increíblemente complicada. Si las partes implicadas hubieran sabido lo que sabemos nosotros, hubiesen sentido lo que hemos sentido nosotros —cerró los ojos y sonrió radiante, una expresión de auténtica felicidad y serenidad—, esa profunda sensación de formar parte, por medio de Eva, de una única familia que abarca toda la humanidad... ¿Crees sinceramente que hubiesen podido enfrentarse como lo hicieron?

Debería haber protestado haciéndome el sorprendido: «¿Qué profunda sensación de formar parte de nada? Yo no he sentido nada. Y lo único que hacen los Hijos de Eva es predicar a los conversos».

¿Qué era lo peor que podría haber pasado? Si hubiésemos roto allí mismo por la relevancia política de la paleogenética, entonces es que la relación estaba obviamente condenada desde el principio. Y por mucho que odiase que nos peleásemos, existía una línea muy delgada entre el tacto y la mentira, entre asumir nuestras diferencias y ocultarlas.

Y aun así el tema me parecía demasiado arcano para ponerme a discutir sobre él. Estaba claro que a Lena le apasionaba, pero era incapaz de ver que tuviera que salir a colación de nuevo si mantenía mi bocaza cerrada sólo por esta vez.

—Quizá tengas razón —dije.

Le pasé un brazo por encima del hombro y ella se giró y me dio un beso. Empezó a llover otra vez, con fuerza, un aguacero extrañamente tranquilo en el aire inmóvil. Acabamos en el piso de Lena y no hablamos mucho el resto de la noche.

Claro que fui un cobarde y un tonto, pero entonces no podía saber lo mucho que me iba a costar.

Semanas después estaba enseñándole a Lena el sótano del departamento de física de la UNSW, donde el equipo que utilizaba para mi investigación estaba hacinado en un rincón. Era bien entrada la noche (otra vez) y estábamos solos en el edificio. En la oscuridad flotaban unas cuantas pantallas fluorescentes de colores variopintos, como iconos remotos de otros proyectos de posdoctorado en una especie de gélido ciberespacio académico.

No podía encontrar la silla que me había comprado (a pesar de que las medidas de seguridad habían pasado de una simple chapa con el nombre a unas alarmas controladas por ordenador cada vez más sofisticadas, alguien siempre se la acababa agenciando), así que nos quedamos de pie sobre el frío hormigón junto al equipo, iluminados por la luz tenue de un único panel en el techo. Hice aparecer una serie de secuencias de ceros y unos que remitían a la extrañeza del mundo cuántico.

La famosa correlación de Einstein-Podolosky-Rosen: el entrelazamiento de dos partículas microscópicas en un solo sistema cuántico. Se había investigado experimentalmente durante más de veinte años, pero sólo hacía poco había sido posible explorar el efecto con algo más sofisticado que pares de fotones o electrones. Trabajaba con átomos de hidrógeno obtenidos al disociar una sola molécula de hidrógeno mediante el pulso de un láser ultravioleta. Algunas de las mediciones que se realizaban en los átomos separados presentaban correlaciones estadísticas que sólo tenían sentido si una única función de onda que abarcara los dos átomos respondía al proceso de medición de manera instantánea, al margen de la distancia que hubiesen recorrido los átomos individuales desde el momento en que se rompieron sus enlaces moleculares tangibles: metros, kilómetros, años luz.

El fenómeno parecía burlarse del concepto de distancia, pero no hacía mucho mi propio trabajo había contribuido a disipar cualquier interpretación que pudiera hacer pensar que la EPR conduciría a un dispositivo de señalización más rápido que la luz. La teona siempre había sido clara sobre este punto, aunque algunos albergaban la esperanza de que un fallo en las ecuaciones les posibilitara un subterfugio.

—Supongamos dos máquinas cargadas de átomos de correlación EPR —le expliqué a Lena—, una en la Tierra y la otra en Marte, las dos capaces, digamos, de medir horizontal o verticalmente el momento angular orbital. Los resultados de las mediciones siempre serian aleatorios... pero se podría hacer que la máquina en Marte emitiera datos que reprodujeran, o no reprodujeran, los datos aleatorios producidos al mismo tiempo por la máquina en la Tierra. Y esa similitud podría activarse y desactivarse de forma instantánea alterando el tipo de mediciones que se realizaban en la Tierra.

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