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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

Luminoso (4 page)

BOOK: Luminoso
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Me quedé mirando cómo se alejaban los monos y me pregunté en qué momento iba a percibir el olor de otro ser humano vivo. Incluso un campesino analfabeto que hubiese salido huyendo de la violencia del norte podría facilitarme valiosa información sobre la situación entre las facciones de la zona y hasta algo parecido a un tosco mapa mental del terreno.

El bote empezó a emitir un suave pitido, el aire se escapaba de uno de los compartimentos sellados. Me metí en el agua y me sumergí por completo. A un metro de la superficie no podía ver ni mis propias manos. Esperé un rato aguzando el oído, pero lo único que se oía era el leve chapoteo de los peces al romper la superficie. Una piedra no habría podido perforar el plástico del bote, por lo que tenía que tratarse de una bala.

Me quedé flotando en un silencio frío y lechoso. El agua disimularía mi calor corporal y podía aguantar la respiración diez minutos. No sabía si alejarme del bote nadando, con lo que me arriesgaba a delatarme, o quedarme inmóvil, a la espera.

Algo fino y afilado me rozó la mejilla. Lo ignoré. Volvió a rozarme. No parecía ni un pez ni nada que estuviera vivo. Cuando el objeto me rozó una tercera vez lo agarré. Era un trozo de plástico de unos cuantos centímetros de ancho. Palpé los bordes, que eran en parte afilados, en parte suaves y maleables. Y entonces el trozo se partió en dos en mi mano.

Me alejé nadando unos metros y luego saqué la cabeza del agua con sumo cuidado. El bote salvavidas se estaba descomponiendo, el plástico se despegaba y se hundía en el agua como piel en ácido. Se suponía que el bote no era biodegradable (el grado de reticulación del polímero con que estaba fabricado lo impedía), pero estaba claro que alguna cepa bacteriológica de El Nido había encontrado la forma de que lo fuera.

Me quedé flotando boca arriba. Respiraba profundamente para liberar dióxido de carbono, contemplando la posibilidad de terminar la misión a pie. En lo alto, la bóveda boscosa parecía temblar como en una calina, lo que no tenía sentido. Sentía los miembros curiosamente calientes y pesados. Se me ocurrió pensar qué es lo que estaría oliendo exactamente si no hubiera desactivado el noventa por ciento de mi espectro olfativo. Pensé: «Si hubiera creado bacterias capaces de digerir una sustancia ajena a El Nido, ¿qué más me gustaría que hicieran cuando se encontrasen con ella? ¿Incapacitar a quien la hubiese introducido? ¿Comunicarlo mediante una señal bioquímica?»

Podía captar el intenso olor de media docena de personas empapadas en sudor. Cuando llegaron, no pude hacer otra cosa que quedarme tumbado y dejar que me sacaran del agua.

Nos alejamos del río. Me llevaban maniatado en una camilla, con los ojos vendados. Nadie hablaba a mi alrededor. Podría haber calculado la velocidad de la marcha basándome en el ritmo de los pasos de mis porteadores. O haber adivinado en qué dirección nos movíamos fijándome en los destellos que el sol insinuaba a un lado de mi cara... Pero las toxinas bacterianas me hacían soñar despierto y cuanto más intentaba interpretar las pistas, más perdido y confundido me sentía.

En algún momento, cuando la partida se tomó un respiro, alguien se acuclilló a mi lado. Me pareció que me pasaba un escáner por el cuerpo. Mi sospecha se vio confirmada por las punzadas de calor que empecé a sentir justo donde me habían implantado los transpondedores de polímeros. Eran mecanismos pasivos, pero una ráfaga de microondas enviada por satélite habría distinguido el eco de su resonancia a la perfección. El escáner los encontró todos y los achicharró.

Ya bien entrada la tarde me quitaron la venda de los ojos. ¿Estaban seguros de que me encontraba totalmente desorientado? ¿De que no me escaparía? ¿O tal vez sólo querían alardear de la triunfante arquitectura de El Nido?

Accedimos por una senda oculta que atravesaba una ciénaga. No deje de mirar hacia abajo ni un momento. Mis captores evitaban el terreno colindante más elevado y seco, en apariencia seguro. Sus botas no llegaban a hundirse del todo en el barro.

A medida que nos íbamos acercando me dio la impresión de que los densos arbustos espinosos que obstaculizaban el camino se apartaban a nuestro paso. El efecto del chicle había remitido lo bastante como para permitirme percibir que avanzábamos en medio de una neblina de lo que parecía un compuesto dulzón como el éster. No podía ver si lo estaban rociando en el aire con un aerosol o si lo emitía el cuerpo de alguno de los miembros del grupo que tuviera implantados simbiontes en la piel o en los pulmones o en los intestinos.

El poblado surgió casi imperceptiblemente de esta farsa con forma de selva. A medida que avanzábamos podía sentir cómo el suelo se volvía firme y liso de forma poco natural. Los árboles se ordenaron de un modo apenas perceptible; no se definían avenidas rectas, pero en cualquier caso la distribución tenía algo de llamativo. Al poco, a mi derecha y a mi izquierda alcancé a ver claros «fortuitos» que albergaban construcciones «naturales» de madera o cabañas relucientes construidas con biopolímeros.

Me dejaron en el suelo junto a una de las cabañas. Un hombre al que no había visto hasta entonces se inclinó sobre mí. Era un tipo fibroso, sin afeitar, y esgrimía un cuchillo de caza con una hoja reluciente. Me pareció el arquetipo del hombre como animal, del hombre como depredador, del hombre como asesino sin escrúpulos.

—Amigo —me dijo—. Ahora te vamos a sacar la sangre. Te vamos a dejar seco.

Sonrió y se puso en cuclillas. El hedor de mi propio miedo hizo que se saturaran mis simbiontes y estuve a punto de desmayarme. Me soltó las manos con el cuchillo y añadió:

—Y te la vamos a volver a poner.

Me pasó un brazo por la espalda cogiéndome por las costillas, me levantó de la camilla y me llevó al interior de uno de los edificios.

—Perdone que no le dé la mano —dijo Guillermo Largo—. Creo que ya está casi limpio, pero no quiero arriesgarme a un contacto físico. Su sistema inmunológico ya está bastante alterado y si le queda algún residuo del virus podría volverse contra usted.

Era un hombre de ojos tristes, delgado, bajito, y se estaba quedando calvo. Me acerqué a los barrotes de madera que nos separaban y le tendí la mano.

—Puede tocarme cuando quiera. No llevaba ningún virus. ¿Piensa que me creo su propaganda?

Con aire despreocupado se encogió de hombros.

—Le habría matado a usted, no a mí. Aunque estoy seguro de que el plan era que nos matara a los dos. Puede que estuviera pensado para mi genotipo, pero iba tan cargado que también le habría afectado al activarse ante mi presencia. Pero eso ya es historia, no merece la pena discutirlo.

Lo cierto es que no ponía en duda sus palabras. Un virus que se deshiciera de los dos era perfectamente lógico. De mala gana, incluso sentí cierto respeto por la Compañía, por la manera en que me había utilizado —había una honestidad feroz y nada sentimental en ello—, pero no me pareció prudente comentárselo a Largo.

—Si cree que ya no supongo ningún peligro para usted —dije—, ¿por qué no vuelve conmigo? Todavía se le considera valioso. Un momento de debilidad, una mala decisión, no tiene por qué significar el fin de su carrera. Sus jefes son gente pragmática: no le van a castigar. Sólo tendrán que vigilarle más de cerca en el futuro. Es problema de ellos, no suyo. Para usted todo será como antes.

Me pareció que Largo ni siquiera estaba escuchando, pero me miró directamente a la cara y sonrió.

—¿Sabe lo que dijo Víctor Hugo sobre la primera constitución colombiana? Dijo que la habían escrito para un país de ángeles. Sólo duró veintitrés años y en el siguiente intento los políticos rebajaron sus expectativas. Bastante.

Dio media vuelta y se puso a andar delante de los barrotes. Dos campesinos mestizos con armas automáticas se apostaban a la puerta y nos miraban impasibles. Los dos masticaban sin cesar lo que me parecieron hojas de coca naturales. Su lealtad a la tradición era casi alentadora.

Mi celda estaba limpia y bien equipada, tenía hasta uno de esos retretes equipados con un biorreactor que estaban tan de moda en Beverly Hills. De momento mis captores me habían tratado de manera exquisita, pero tenía la sensación de que Largo tramaba algo desagradable. ¿Entregarme a los barones de la droga? Seguía sin saber a qué acuerdo había llegado con ellos, qué les había vendido a cambio de una parte de El Nido y unas cuantas docenas de guardaespaldas. Y menos aún por qué pensaba que esto era mejor que un apartamento en Bethesda y cien mil dólares al año.

—¿Qué cree que va a hacer si se queda? —le dije—. ¿Va a construir su propio país de ángeles? ¿Va a fundar su propia utopía biotecnológica?

—¿Mi propia utopía? —Largo se paró en seco y volvió a esbozar su sonrisa socarrona—. No. ¿Cómo puede llegar a haber una utopía? No existe una manera de vivir ideal que nos haya eludido todo este tiempo. No hay ningún conjunto de reglas, ningún sistema, no hay ninguna fórmula. ¿Por qué debería haberla? Aparte de la existencia de un creador (y en tal caso, un creador perverso), ¿por qué debería haber un anteproyecto de perfección a la espera de ser descubierto?

—Tiene razón —dije—, Al final lo único que podemos hacer es seguir nuestros instintos. Ver más allá del velo de civilización y moralidad hipócrita y aceptar las fuerzas verdaderas que nos hacen ser lo que somos.

Largo soltó una carcajada. Admito que me sonrojé ante su reacción. No tanto porque se riera de lo único en lo que yo que creía de verdad, sino más bien porque le había malinterpretado y no había logrado que se pusiera de mi parte.

—¿Sabe en qué estaba trabajando en los Estados Unidos? —dijo.

—No. ¿Acaso importa?

Cuanto menos supiera, más posibilidades tendría de seguir vivo.

Largo me lo dijo de todas formas.

—Buscaba la manera de transformar las neuronas adultas en neuronas embrionarias. Intentaba hacerlas volver a un estado menos diferenciado que les permitiera comportarse igual que lo hacen en el cerebro del feto: migrando de un sitio a otro, formando nuevas conexiones. En teoría como un tratamiento para la demencia senil y la apoplejía... aunque la gente que financiaba el trabajo lo veía más bien como el primer paso hacia la creación de armas virales capaces de reconfigurar partes del cerebro. No creo que los resultados hubiesen llegado a ser muy sofisticados. Nada de virus para imponer ideologías políticas, pero sí se podrían haber codificado todo tipo de discapacidades o comportamientos dóciles con un paquete relativamente pequeño.

—¿Y se lo vendió a los cárteles? ¿Para que puedan chantajear a ciudades enteras la próxima vez que arresten a uno de sus líderes? ¿Para ahorrarles la molestia de asesinar a jueces y políticos?

—Se lo vendí a los cárteles —dijo Largo—. Pero no como un arma. No existe ninguna versión militar infecciosa. Incluso los prototipos (que apenas consiguen retrotraer neuronas seleccionadas, pero no producen cambios programados) son demasiado complejos y frágiles para sobrevivir. Y hay más problemas técnicos. Transportar elaboradas y precisas modificaciones al cerebro de su huésped no supone ninguna ventaja reproductiva para ningún virus. Si se diseminaran en una población humana real, enseguida acabarían predominando los mutantes que sencillamente se desprenderían de toda esa mierda intrascendente.

—¿Y...?

—Se lo vendí a los cárteles como un producto. O, más bien, lo combiné con su producto estrella y les entregué el híbrido resultante. Una nueva variedad de Madre.

—¿Qué es lo que hace?

Aunque estaba cavando mi propia tumba, me tenía encandilado

—Lo que hace es transformar un subconjunto de las neuronas del cerebro en algo parecido a los Caballeros Blancos. Igual de móviles, igual de flexibles. Pero mucho mejor a la hora de crear nuevas sinapsis estables, en vez de limitarse a inundar el espacio interneuronal con la sustancia elegida. Y no están controlados por aditivos dietéticos, están controlados por moléculas que secretan ellos mismos. Se controlan unos a otros.

Nada de eso tenía sentido.

—¿Las neuronas que ya existen se hacen móviles? ¿Las estructuras cerebrales... se derriten? ¿Ha creado una versión de Madre que convierte el cerebro de la gente en papilla y espera que le paguen por ello?

—No es papilla. Todo forma parte de un sólido bucle de retroalimentación: cuando se activan estas neuronas alteradas se influye en el grupo de moléculas que secretan, que a su vez controla la reconfiguración de las sinapsis colindantes. Obviamente, los centros reguladores vitales y las neuronas motoras no se tocan. Y se necesita una señal muy intensa para modificar los Caballeros Blancos. No responden ante cualquier impulso pasajero. Son necesarias al menos una o dos horas sin distracciones para afectar de forma significativa cualquier estructura cerebral.

»No es muy distinto del modo en que las neuronas normales acaban codificando el comportamiento aprendido y los recuerdos, sólo que más rápido, más flexible... y a una escala mucho mayor. Partes del cerebro que no han cambiado en cien mil años se pueden remodelar por completo en medio día.

Hizo una pausa y me miró con calma.

Se me heló el sudor de la nuca.

—¿Ha usado el virus...?

—Claro. Para eso lo creé. Para mí mismo. Por eso vine aquí.

—¿Para jugar a los neurocirujanos? ¿Porqué no se metió un destornillador por debajo del globo ocular y lo movió un poco hasta que se le pasaran las ganas? —Me sentía enfermo—. Por lo menos... la cocaína y la heroína, y hasta los Caballeros Blancos, sacan partido de los receptores naturales, de las rutas naturales. Ha tomado una estructura que la evolución ha pulido durante millones de años y...

Era obvio que a Largo le hacía mucha gracia, pero esta vez se contuvo y no se rió en mi cara.

—Para la mayoría de la gente —dijo educadamente—, navegar por la propia psique es como deambular en círculos por un laberinto Eso es lo que la evolución nos ha legado: una cárcel vil y desconcertante Lo único que se ha conseguido con drogas tan poco sutiles como la cocaína o la heroína o el alcohol ha sido crear atajos a unos cuantos callejones sin salida; y con el LSD, forrar de espejos las paredes del laberinto. Los Caballeros Blancos no hacían más que ofrecer los mismos efectos en un envoltorio diferente.

»Los Caballeros Grises te permiten rehacer el laberinto entero a tu antojo. No te reducen a un repertorio emocional marchito, te dan el mando. Te permiten controlar quién eres exactamente.

BOOK: Luminoso
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