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Authors: Luis Corbacho

Mi amado míster B. (8 page)

BOOK: Mi amado míster B.
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—En uno de tus mails me hablabas de María, la primera chica con la que estuviste. ¿Qué fue de ella? ¿Siguen viéndose? —preguntó mientras terminaba su bebida.

—Sí, fue mi primera novia en serio. ¿Sabías que se dedica al canto, igual que Vic, la otra chica con la que salí?

—¿Cómo así? ¡Qué gracioso!

—¿Viste? Bueno, con María nos queremos muchísimo, pero, a diferencia de Vic, ella no sabe que me gustan los chicos.

—¿Ah, no? ¿Y por qué no se lo cuentas, si ahora son sólo amigos?

—Porque no creo que lo tome muy bien. Su familia es del Opus Dei, imagínate... en su casa no se puede pronunciar la palabra gay, no figura en su diccionario.

—¿Así que son del Opus? ¡Qué fuerte!

—Sí, es feo, porque salimos mucho juntos, vamos al cine, a comer, y me duele un huevo que no sepa realmente quién soy. El día que se lo diga, se va a ir todo a la mierda.

—Sí, con esa gente no se puede, mejor no le digas nada, o en todo caso mantén la distancia. ¿Está buena la ensalada?

—Riquísima.

—Me alegro. Y dime, ¿cuánto tiempo han estado juntos?

—Cerca de un año.

—Ah, bastante. ¿Cómo terminaron?

—La dejé. Fue horrible. Por un lado, me encantaba estar con ella, nos llevábamos muy bien, pero me faltaba algo, no sé. Llegó un punto en el que ya me causaba rechazo sólo tocarla. No aguanté más y empecé a tratarla mal, a pelear por cualquier cosa, a no llamarla...

—Horrible.

—Horrible, súper incómodo. Hasta que un día, cuando me vino con otro de sus planteitos de nena histérica, la mandé al carajo, mal, la hice llorar un montón, no sabés lo que fue.

—Me imagino.

—Pero no te creas que la dejé y me empecé a acostar con todos los putos de Buenos Aires, nada que ver. La dejé y me quedé solo, y cada vez que tengo alguna fiesta o salida con amigos straight la llevo como acompañante, simulando que es mi flamante novia, mi chica, tan inocente, tan virginal, toda rubiecita, con ojitos verdes... La verdad, me encanta que todo el mundo piense que es mi novia.

—Te entiendo perfectamente.

—Pero es evidente que vos sos más macho que yo. Es raro, no pareces nada gay...

—No soy totalmente gay, en todo caso soy totalmente bisexual —dijo entre risas—. Me gustan las mujeres, pero ocasionalmente puedo acostarme con hombres.

—¡Ah! O sea que yo soy una ocasión...

—Tú eres el niño más lindo de Buenos Aires. Y no te enojes si te digo la verdad. Pero no nos desviemos, estábamos en que no le puedes decir nada a María, sobre los chicos y todo eso. Parece que no has definido tu salida del closet...

—Más o menos. Depende el grupo de amigos con el que esté. En la revis lo saben todos, porque son más abiertos y en ese ambiente medio que está de moda declararse puto. Gonza, mi mejor amigo, que es re straight, también lo sabe y está todo bien. Pero mi grupo de amigos del colegio de curas no lo saben, ni mis primos, ni mis hermanos... y mucho menos mis viejos.

—Ah, entiendo, ¿y cómo crees que reaccionarían tus padres?

—No sé, con papá supongo que está todo bien. Es re colgado, no le importa mucho lo que hagamos ni con quién salgamos... mis hermanos y yo, digo.

—Claro.

—Lo único que le importa es su rugby y sus amigos del club. Creo que si lo siento a comer con un mono y le digo que es mi pareja, come con el mono y se le pone a charlar como si nada.

—¡Qué gracioso! ¿Y tu madre?

—Mmm... no le caería muy bien. Es súper religiosa y viene de una familia muy conservadora, re tradicional. En realidad, si le llego a decir que salgo con tipos, primero me lleva a hablar con el cura de la Catedral de San Isidro, después me hace una cita con su psiquiatra y por último se muere de un ataque de presión.

—Sí, mi madre es igual. Cuando le dije que me gustaban los hombres ni se dio por enterada, me dijo que eso no era posible y siguió hablando de otro tema. La religión te hace negar la realidad.

—Absolutamente.

—En fin... ¿qué quieres de postre?

—No, nada, gracias, así estoy bien.

—Vamos, cómete un postre.

—No, en serio.

—Ok, ¿vamos?

—Vamos.

Otra vez me sentí incómodo de que él pagara. ¿Pero qué iba a hacer? ¿Pagar la cuentaza del Hilton? ¿Invitarlo con total naturalidad, como si la plata me sobrara? Si él quiere ir a lugares caros, que se joda, fue mi reflexión anti culpa. Yo, si tengo un novio, lo llevo a uno de esos restaurancitos fashion de Palermo Hollywood que tienen toda la onda pero son para tirados como yo y ofrecen menús de diez pesos. Eso es todo lo que puedo pagar, y al que no le guste, que se joda. De todas formas Felipe, un amor como siempre, pagó con total discreción y trató de obviar el tema.

De vuelta en la habitación me pidió cinco minutos para bañarse, porque desde que había bajado del avión tenía ganas de meterse a la ducha. Le dije que sí, que cómo no, que no había problema, y me quedé mirando la tele mientras se desnudaba a mi lado. Miraba la tele y lo miraba a él, obvio. Al poco rato de irse para el baño me llamó con un grito.

—¿Sí? —le dije mientras me acercaba.

—¿No quieres meterte a la ducha? Está riquísima.

—No, todo bien.

—Vamos, no seas aguafiestas.

—No, en serio.

—¿Por qué no?

—Me da un poco de vergüenza...

—¿Cómo te va a dar vergüenza?

—Sí, no sé, nunca me bañé con nadie, y me da cosa estar así, desnudo, como si nada. Ya sé que no tiene sentido, pero bueno.

—Vamos, déjate de hablar huevadas y métete, que esta calentita.

—Ok, pero no mires.

Me saqué el pantalón, la remera y las medias y los puse encima de la silla, al lado de la cama. El calzoncillo me lo dejé puesto hasta llegar a la ducha.

—Ven, métete —me dijo.

Me saqué el Calvin Klein y entré. Felipe tenía el pelo echado hacia atrás por el agua, cosa que me encantó, y en su cara mantenía inalterable esa sonrisa que me derretía. Se movió del chorro para cederme el espacio. Yo me mojé el pelo y dejé que me jabonara la espalda, pasando luego por el pecho y terminando más abajo. Recuerdo el indescriptible placer que sentí con sus manos jabonosas recorriendo mi cuerpo entero, una sensación que nunca antes había experimentado con nadie. Cuando terminó con el jabón giré, lo miré a los ojos, lo abracé bien fuerte y sentí su cuerpo mojado entre mis brazos. Pronto volvió a darme vuelta, poniendo mis manos contra la pared, y me jabonó la parte de atrás, ya no la espalda, sino más abajo. Luego de un breve contacto inicial, empezó a jugar con sus dedos, a explorar mis límites. Al principio me dolió, pero no tanto, y después me empezó a gustar.

—¿Quieres que te coja? —preguntó con cierta violencia en la voz.

No respondí, pero él entendió mi silencio como un dudoso sí y me la metió sin más preámbulos, de un envión. No puedo dar cuenta del dolor que sentí, fue mucho peor de lo que había imaginado. Me dolió como mierda, tanto que apenas alcancé a empujarlo para zafarme de su coso y salir corriendo, todo mojado, para el cuarto. Me tiré en la cama, con la almohada tapándome la cabeza, y lloré como una niña luego de su frustrada primera vez. Lloré, ya no de dolor, sino de rabia. Rabia por querer coger y no poder, por darme cuenta una vez más de lo imperfecto que era el sexo gay, por sentir que mi culo estaba cerrado como un candado y me moría del dolor cada vez que alguien intentaba abrirlo, por acordarme de Diego, de que me dejó por eso, de que todos los chicos que me gustaban no querían ser nenas en la cama. ¡Mierda! ¿Por qué todo está al revés? ¿Por qué no me gusta coger chicas pero tampoco me gusta que me cojan chicos? Pensé todo eso y lloré desconsoladamente, sin poder ocultar la vergonzosa escena que estaba haciendo frente a Felipe.

—No llores, pues, mi niño lindo —dijo con todo la ternura del mundo mientras ponía una toalla sobre mi espalda y me abrazaba despacito.

Yo no reaccionaba, sólo seguía lagrimeando, ya con cierta desesperación.

—Tranquilo, no te preocupes —me susurró al oído—. A mí me da igual si te la meto o no, eso no es lo importante. Lo que sí importa es que te quiero, que me gustas, que me encanta estar contigo... Lo demás es un cosa física que para mí no tiene importancia.

—Ya, no llores, mi niño lindo, yo te quiero igual. ¿Me prometes que no vas a estar triste?

—Sí —respondí entre llantos, abrazándolo bien fuerte y amándolo más que nunca.

Ocho

—Te comunicaste con el 862-7632 de Victoria Larreta. Por favor, dejá tu mensaje después de la señal.

—¡Vic! ¿Estás ahí? Soy yo, Martín. Nada, te llamaba para saber a qué hora cantabas el viernes, porque...

—¡¡¡Martín!!! —gritó una voz aguda.

—¡¡¡Vic!!! ¿Qué hacés? ¿Estabas ocupada?

—No, sorry, es que recién salgo de la ducha. ¡Qué hacés, boludo!

—Bien, re bien. ¿Vos, qué onda?

—A mil con el concierto. Me imagino que vas a venir, ¿no?

—Obvio, nena. ¿A qué hora era?

—A las once, en el Roxy. Si no venís moriste, ¿ok? —Ok.

—Che, ¿así que volvió tu chico latino? ¡No lo puedo creer! ¡Lo tenés muerto!

—¿Leíste mi mail? Estamos a full. Vino sólo por un día, el domingo pasado, y se fue el lunes a la madrugada.

—¿Y todo bien?

—Bárbaro, cada vez mejor. Ahora se fue a Chile a hacer un programa, y me invitó para que vaya a visitarlo la semana que viene. Compró el pasaje por teléfono, desde la suite del Hilton. ¿No es re top?

—¡Qué divine! Me muero por conocerlo. ¿Cuándo me lo vas a presentar, nene?

—A duras penas lo puedo ver yo, y cada tanto, así que por el momento no te hagas ilusiones.

—¿Ahora que tenés novio famosillo estás en estrella? —preguntó irónica.

—Absolutamente. Pero no digas novio, por ahora sólo somos amantes.

—¡Bueno! ¡Cómo estamos! ¡Se vino el destape gay!

—¿Viste? Ahora no me para nadie.

—¡Estás como loca! Che, sorry, te tengo que cortar, vino la camioneta a ayudarme con los equipos para el ensayo. Te veo el viernes, ¿sí?

—Seguro.

—Te mando un beso, te quiero mucho.

—Yo también, chau, Vic.

Con Victoria nos separamos justo antes de que yo empezara a salir con Diego. Fue mi segundo intento de noviazgo con el sexo opuesto. Primero María, después ella. Jugamos a ser la parejita perfecta durante unos dos meses, pero la cosa no funcionó. ¿Por qué? Básicamente, nunca me la pude coger, no fui lo suficientemente macho, y si algo le gusta a Vic es recibir un buen polvo al menos día por medio. El problema principal fue que no enamoré de su cuerpo, sino de su voz. Y creo que es imposible cogerse a la voz de alguien sin prestar atención a la carne.

La separación fue muy amable. Ella me dejó justo antes de que yo le pidiera que nos distanciáramos, así que más que un sufrimiento fue un alivio para los dos. Ahora Vic es una de mis mejores amigas, una de las personas que más quiero. Y le encanta mi lado gay. Cuando le conté que había empezado a salir con un chico tomó las cosas con mucha calma y me dijo: «Por fin lo asumiste, nene. Yo ya me había dado cuenta desde el principio». A partir de esa conversación nos hicimos súper amigos y confidentes, mucho más íntimos que cuando estábamos de novios.

Conocí a Vic en un pub de San Isidro, cuando yo tenía dieciocho y ella diecisiete. En ese tiempo se dedicaba a cantar en bares de amigos y ya se había hecho un nombre entre la gente bien de Zona Norte. En realidad, el nombre siempre lo tuvo, porque había nacido siendo la hija de Mauricio Larreta, uno de los banqueros más importantes de la Argentina. Recuerdo que esa noche cantó una canción de Cranberries que me dejó fascinado. «What's in your head, in your head?, zombi, zombi!», gritaba con pasión y me ponía la piel de gallina. Pero yo era tan nerd y ella tan popular, que me moría de la vergüenza de sólo pensar en ir a hablarle. No la volví a ver por mucho tiempo, porque justo empecé la facultad y dejé de frecuentar el asfixiante ambiente sanisidrense de chicos rugbiers y chicas hockey en el que ella era la reina y yo el bufón.

Cuatro años más tarde, nuestras vidas se cruzaron otra vez. Fue en Carmelo, Uruguay, en un exclusivísimo club de playa al que había sido invitado por Mariana, mi jefa, para celebrar el año nuevo y disfrutar de una sema-nita de relax. La familia de Victoria pasaba gran parte del verano en la mansión que el viejo Larreta había hecho construir sobre la orilla de las costas uruguayas, y ella tenía que presentarse, muy a su pesar, al menos para la fiesta del 31 de diciembre. Esa fue la noche en que la volví a ver, aunque en un primer momento no la reconocí. Solo me detuve a observar a una chica sentada en la mesa de su familia, sola y con cara de culo mientras todos bailaban el meneíto entre pitos, matracas y litros de champagne. Yo también odiaba el meneíto, y sobre todo odiaba ver a todos esos ricachones borrachos intentando pasitos de baile ridículos junto a sus esposas rebronceadas y súper producidas. Para qué mierda habré venido, esto es un embole. Encima no conozco a nadie, pensé mientras contemplaba el baile con angustia. Justo antes de emprender la retirada, odiándome por haber gastado doscientos dólares en el puto avión y pensando que todavía me quedaban cuatro días de convivencia con esa gente, me tropecé con Vic, que estaba medio tomada y también buscaba una salida.

—¡Uy, sorry! —me dijo con su mejor tonito de nena bien de San Isidro, tratando en vano de limpiar el champagne que había volcado sobre mi pantalón—. ¿Estás bien? Re sorry, te juro que no te vi —siguió culposa.

—No, todo bien, no te preocupes —respondí con una amabilidad exagerada.

La miré a los ojos. Su cara me era familiar. Tenía el pelo corto (con un peinado medio under), llevaba un piercing de brillantes en la nariz y estaba vestida toda de blanco, igual que el resto de su familia. Yo sabía que en algún lado la había visto, y como ya era tarde y no tenía nada que perder en aquella fiesta mierdosa, hice a un lado la timidez y le pregunté:

—¿No nos conocemos?

Se quedo mirándome un buen rato.

—No, creo que no. ¿Cómo te llamas?

—Martín.

—¿Martín que?

—Alcorta.

—Ah, no, ni idea.

—¿Vos?

—¿Yo qué?

—Tu nombre...

—Victoria Larreta —pronunció firme, como orgullosa de su alcurnia.

—¡Ah! ¡Claro! Ya sé de donde te conozco. Vos cantabas en Elfos, el pub de San Isidro.

—¡Sí! No te puedo creer que te acuerdes de esa época, ¡qué buena memoria la tuya!

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