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Authors: Luis Corbacho

Mi amado míster B. (4 page)

BOOK: Mi amado míster B.
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—Treinta y cuatro.

—¿Y hace cuánto que están separados?

—Cuatro años.

—¿Se llevan bien?

—Sí, siempre la voy a querer, me dio dos hijas preciosas.

—¿Viven en Miami?

—No, en Lima. Cuando nos separamos, Zoé decidió volver.

—¿Cada cuánto las ves?

—Cada dos o tres semanas. Me da mucha pena no poder vivir con ellas.

—¿Y por qué no vivís en Lima?

—Porque odio esa ciudad. Allí no me siento lipre... es complicado. Pero ahora me muero de hambre. ¿Quieres que pidamos room service?

—Yo feliz, ¿pero no querés que me vaya?

—¿Estás loco? Para nada.

Al rato estábamos sentados uno frente al otro en la mesa de la sala, yo con mi ensaladita César y él con un gazpacho y una pechuga de pollo grillada. Hablamos de sus libros: le confesé que no había leído ninguno y hasta fui un poco rudo cuando le dije que en ningún curso de literatura de mi universidad se hablaba de su obra. Se rió un poco avergonzado y me confesó que le gustaría dedicarse sólo a escribir, pero que eso no le dejaba la suficiente plata para darse sus lujos y mantener a sus hijas como dos reinas. La tele, obviamente, daba muy buen dinero. También me contó que estaba en tratativas para comenzar un nuevo programa en la televisión hispana de Miami. Me asombró la rapidez con la que tragaba cada bocado mientras hablábamos. Pronto sus dos platos estaban vacíos y el mío apenas por la mitad. No me animé a seguir comiendo. Simulé no tener hambre y acomodé los cubiertos como si hubiese terminado. El se levantó, colocó los platos en el carrito del room service y sirvió los helados, que ya estaban algo derretidos. Yo comí sólo una bolita de crema americana. El se aventó tres bolas de frutilla al agua con la misma rapidez que tragó la pechuga grillada.

Cuando terminamos llamé a casa para avisar que no iría a dormir, por las dudas. Atendió mi madre.

—¿Hola?

—¿Mamá?

—Sí, Martín...

—¿Qué hacés?

—Qué tal, ¿dónde estás?

—En el centro, con los chicos, nos vamos a la casa del country de Miguel.

—¿No venís a dormir?

—No.

—Bueno, un beso, cuídate.

—Chau.

Mamá no exigía demasiadas explicaciones. Me daba total libertad y confiaba plenamente en que yo no estaba haciendo nada raro.

—¿Todo está bien? —preguntó Brown.

—Sí, ningún problema.

—Déjame revisar mis correos y ya estoy contigo —dijo mientras caminaba al escritorio.

—Seguro.

—Sabrás disculparme, pero soy adicto a los mails.

—Todo bien.

—¿Por qué no me esperas en la cama? —Ok.

Se fue a la computadora y yo a la cama. No pude desvestirme. Simplemente me saqué las zapatillas y me acosté a mirar videos en MTV. Un rato después, Brown estaba parado frente a mí desabrochándose los pantalones.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Sí, ¿vos?

—Bien, quítate el pantalón —me ordenó sin rodeos.

—No, estoy bien así —respondí con vergüenza.

Sin decir nada se acostó a mi lado, dejó sus anteojos en la mesa de noche y comenzó a besarme. Llevaba calzoncillos, medias y tres remeras de manga larga, una encima de la otra. No me resistí a sus besos, que eran cálidos y suaves. Luego, le acaricié los hombros, los brazos y el torso. Noté que tenía un poco de barriguita, cosa que me pareció divertida.

—Tengo que ponerme a dieta —dijo con una risita culposa.

No alcancé a reírme. Estaba tan nervioso y preocupado por lo que vendría que no pude disfrutar del momento como hubiese querido.

—Me encanta que seas tan delgado —me susurró al oído.

De nuevo me quedé en silencio. A los pocos segundos, su mano derecha bajó hasta los botones de mi jean y comenzó a desbrocharlos.

—Me encanta que la tengas dura... Quítate el pantalón —volvió a ordenarme.

Sin decir una palabra me deshice del jean y la remera y me quedé acostado boca arriba, con los calzoncillos puestos. El continuó besándome, esta vez en el cuello, hasta llegar al pecho y luego al ombligo. Mi cuerpo no dejaba de temblar. Con mucha delicadeza me quitó el calzoncillo y me miró ahí abajo con todo descaro.

—Tienes un sexo hermoso —dijo.

A pesar de los nervios y la seriedad de la situación, no pude evitar las ganas de reírme por el término que había elegido. Sexo, a quién se le ocurre, ¡a este tipo lo sacaron de una telenovela venezolana!, pensé, aunque no dije nada ni hice el más mínimo gesto.

—¿Quieres que te la chupe?

No supe qué decir. Mi cuerpo continuaba tenso y tembloroso. Me dejé llevar y sentí una calidez indescriptible ahí abajo. Me la estaba chupando y me encantó. Nunca me la habían chupado. Ninguna de las pocas personas con las que estuve antes había hecho eso. Después comenzó a masturbarme con cierta torpeza (nadie se toca mejor que uno mismo) hasta que yo tomé el mando y seguí. No tardé en terminar. El simuló gozar tanto como yo, aunque no hubiese acabado. Me sentí feliz, pero al mismo tiempo absolutamente avergonzado con la escena, con mi cuerpo desnudo y manchado frente a sus ojos. Corrí al baño, cerré la puerta y encendí la ducha. Sentí un poco de asco de mí mismo.

Cuando salí de bañarme, Brown continuaba echado en la cama, desnudo, tocándose suavemente.

—¿Estás bien? —preguntó—. ¿Te molesta si me toco?

—No, para nada. ¿Qué querés que haga? ¿Qué te gusta? —dije simulando ser un experto en estas cuestiones.

—Nada, sólo quédate a mi lado.

Qué alivio, pensé, y lo besé con intensidad en la boca mientras seguía acariciándose. Al terminar dio unos grititos más fuertes que los míos, se mantuvo unos segundos en estado vegetativo y enseguida caminó a lavarse.

—¿Alguna vez te la han metido? —me preguntó ya en la cama, al volver del baño.

—No —respondí avergonzado.

—¿Te gustaría que te la metan?

—No sé, me da un poco de impresión.

—A mí me la metieron dos veces y me dolió como mierda.

—Ves, encima duele, yo creo que nunca me la van a meter. Pará, si te dolió tanto... se supone que siempre sos activo, ¿no?

—En realidad estuve con muy pocos hombres, y fue hace mucho tiempo. Últimamente he salido sólo con mujeres.

Me sorprendió la respuesta. Y yo que pensé que este tipo era un experto en chicos...

—Y tú, entonces, eres siempre activo... —me dijo.

—Sólo llegué a metéresela una vez a un amigó^al que le encantaba recibir. Fue bastante fácil...

—¿Y te gustó?

—Sí, estuvo buenísimo, aunque un poco extraño. Pero me gustó, no lo puedo negar.

—¿Y con el chico que te dejó, nunca tuvieron sexo?

—Nos tocábamos el uno al otro, eso era todo. Como ninguno de los dos quería recibir...

—Lo bueno de acostarse con mujeres es que es todo mucho más fácil —dijo—. Entra con facilidad, se lubrica sola y nadie sale lastimado, no hay dolor. Debe ser por eso que últimamente he tenido varias amantes mujeres y ningún hombre. ¿Tú lo has hecho con chicas?

—Sí, algunas veces.

—Y no te gustó...

—No mucho.

—Ya veo. ¿Y por qué crees que te gustan más los hombres?

Por unos segundos me quedé mirando al vacío, pensando una respuesta. Unas pocas palabras bastaron para decirlo todo.

—Prefiero a los hombres porque me dan asco las vaginas —le dije, y nos echamos a reír.

Esa noche la pasé en su cama. Aunque ambos nos habíamos confesado lo difícil que nos resultaba dormir con otra persona, sabíamos que sería sólo por esa única vez y decidimos hacer el intento. Al parecer, y para nuestro asombro, nos fue bastante bien, porque él logró dormir hasta tarde y yo concilié el sueño hasta las nueve de la mañana, para mí todo un récord. Cuando desperté y vi que seguía profundamente dormido, me fui a leer al sillón, porque una vez que me levanto no puedo volver a dormir, y mucho menos en cama ajena.

Dos eternas horas después, apareció en la sala un tanto sobresaltado.

—¡Ah, estabas ahí! —dijo asustado.

—Sí, ¿todo bien?

—Sí, claro, es que no te vi en la cama y me asusté.

—¿Te asustaste? ¿Qué, pensabas que me había fugado con algo tuyo?

—No, bueno, sí, no sé... de repente me robó la laptop, pensé.

—¿Así que tengo pinta de ladrón? ¡Cómo se nota que no me conocés, que no sabes de donde vengo! —le reproché, dándome aires de niño bien.

—Perdona, lo siento, es que soy un poco paranoico... ¿Tienes algún compromiso hoy?

—No, es sábado, no trabajo, ¿vos?

—No, por suerte hoy no tengo que dar ninguna entrevista. Podríamos ir al cine, ¿te parece?

—Claro.

Pasamos todo el día juntos. Felipe fue al gimnasio del hotel mientras yo desayunaba y leía el diario. Después tomamos un taxi a Recoleta y en el Village sacamos las entradas para ver una peli a las tres y media. Antes de entrar al cine almorzamos en un restaurante cercano. Me sentí incómodo al ver que él pagaba absolutamente todo, pero, ¿qué iba a hacer?, ¿tratar de invitarlo? No tenía sentido. De todas formas, Felipe se encargó de obviar el tema y a la hora de pagar lo hizo con la mayor elegancia y discreción.

Ya era casi de noche cuando volvimos al hotel. Felipe se había comprometido a comer con gente de la editorial a modo de despedida, y yo argumenté que saldría con mis amigos. Nos despedimos y quedamos en vernos al día siguiente, antes de que dejara la ciudad.

Cuando salí del Plaza ya había oscurecido. Me quedé parado en la puerta, pensando. ¿Y el auto? ¡Mierda! ¡Si ayer no fui a trabajar en auto! ¿Y ahora cómo coño me vuelvo hasta casa? Ni en pedo me banco una hora de colectivo un sábado a la noche, me muero del embole. Ok, no me queda otra que tomar un taxi, seguro que me van a sacar la cabeza con el precio estos grasas. Sin dar más vueltas, saqué la mano y paré un coche.

—Buenas.

—¿Que hacé, pibe?

—Hola, qué tal —dije muy seco—. ¿Cuánto me cobra hasta San Isidro?

—A ver, esperame un segundito... veinticinco mangos.

—Perfecto, vamos derecho por Libertador.

—Listo.

El tachero del orto tenía el fútbol puesto a todo volumen. No hay nada que odie más en el mundo que el relato de un partido a los gritos. Me deprime, no sé por qué, pero me deprime mucho. ¿Qué hago?, pensé. Le pido al energúmeno este que baje el tono y me arriesgo a comerme una puteada, o me banco todo el maldito viaje con esta metralleta en los tímpanos? Decidí esperar, aguantar un poco más. Pero no pude, a los pocos minutos no hubo alternativa: era el fútbol o yo. Si no me apagaba esa mierda me bajaba inmediatamente de aquella chatarra.

—Disculpe, señor, ¿no podrá bajar un poquito la radio? —le pedí, amablemente.

—¿Qué, pibe? ¡Más fuerte, no te escucho!

—¡Que si puede bajar un poco! —grité.

—Bueno, si vó queré, el cliente siempre tiene la razón, ¿no cierto? —dijo, resignado.

—Le agradezco mucho.

—¿No te gusta el fulbo, pibe?

—Me gusta jugar, pero no mirar o escuchar partidos. No soy de ningún equipo —respondí con cara de pocos amigos.

Pasan otros diez minutos, por suerte ya sin el chillido histérico de los relatores. Espero que este tipo no me siga hablando, pensé. Detesto a los tacheros que te cuentan la historia de su vida. Para mi desgracia, el chofer contraatacó.

—¡Qué linda está la noche! ¡Ideal para comerse una putita! —dijo tras un horrendo suspiro medio quejumbroso.

—... Sí, hace un poco de frío, pero está lindo, ya se acerca la primavera.

—Seguro que vo tené una buena minita esperándote en tu casa, ¿no pibe? Yo a tu edad no sabé lo que era, todo lo sábado una putita distinta. Pero no creá que perdí las maña, nene, ahora me conseguí una cuarentona bien trola que me hace unas mamada de aquella, ¡no sabé cómo te la chupa esa hija de puta!

Me quedé callado, avergonzado. Odio que los tacheros me hablen, ¡y más si se trata de fútbol o de mujeres! ¿Qué pretende que haga? ¿Que lo felicite? ¿Que le cuente cómo me la mama mi supuesta novia? ¿Y si le digo que soy yo al que le gusta mamar? ¿Que me acabo de acostar con un tipo trece años mayor que yo que me la chupa riquísimo y hace que se me ponga bien dura? ¿Quiere que le cuente todo eso, tachero de mierda? ¿Y qué cara me va a poner cuando le diga que sueño con que me la metan por el orto, que me encantaría tener un clítoris ahí atrás para sentir lo que sienten las mujeres más putas? Si le gusta hablar de intimidades, yo encantado, pero no se me espante, que usted empezó con este cuento. Como me suele ocurrir en estos casos, una sarta interminable de maldades rebotaron en mi cabeza, pero no dije nada, lo único que quería era llegar a casa y que ese boludo dejara de hablar gansadas.

Saqué la radio de mi bolsito y, antes de que el gorila retomara la cháchara, puse la FM a todo volumen. Sonaba Alanis, mi amada Alanis Morisette, cosa que me hizo inmensamente feliz. «You love, you learn. You cry, you learn. You lose, you learn.» ¡Puta madre! Otra vez me acordé del forro de Diego, de que cuando me dejó me la pasaba escuchando esta canción y llorando, lamentándome por ese amor que no había podido ser. Otra vez se repetía la maldita frase «amaste, aprendiste, lloraste, aprendiste, perdiste, aprendiste». ¡Forro! ¿Por qué mierda me dejaste? ¿Por qué me hiciste sufrir tanto? ¿Por qué me atrapaste de tal forma que, por primera vez en mi vida, sentí que si no podía abrazarte al menos una vez más ya nada importaba? ¿Qué pasó? ¿Qué hice mal? ¿Fue porque no tenía la suficiente experiencia como amante? ¿Porque nunca te dejé que me la metieras? ¿No entendés que me moría del dolor, que sentía que me estaban partiendo al medio, que no podía, simplemente no podía dejar que me cogieras? ¿No hubiera sido bueno que me dieras un poco más de tiempo? ¿Que me esperaras un poquito? ¿O acaso a vos te gustaba que te rompieran el orto? ¿Por qué no me dejaste ser a mí el que te ponga la semillita si eras tan experto en el tema, si considerabas tan imprescindible el acto de la penetración? Ah, no, eso jamás, el tipo quería coger, pero ni hablar de que se lo cojieran. ¿Por qué no te vas a la mierda, Dieguito? No me rompiste el orto, pero sí el corazón. Me dejaste ahí abajo, bordeando la línea de la depresión crónica, odiando al mundo, odiándome por ser marica y no poder coger, por pensar que jamás volvería a enamorarme, que no había resultado con chicas pero tampoco con chicos, que ya nada tenía sentido. Me faltaba el aire, Diego, cuando lloraba solo en mi cuarto, en silencio para que nadie me escuchase, por no poder tenerte a mi lado. Por no poder sentir tu cuerpo, tus besos, tus olores. Por tener prohibido el acceso a tu cama, esa cama en la que me di cuenta de lo genial que podía ser amar a un hombre, que eso era lo que me había tocado y que estaba buenísimo, me encantaba, era real, auténtico, lo mejor que me había pasado.

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