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Authors: Luis Corbacho

Mi amado míster B. (2 page)

BOOK: Mi amado míster B.
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A mi regreso, Brown ya está libre y dispuesto a dar su quinta entrevista de la jornada. Según me cuentan, ha llegado a la Argentina, desde su casa en Miami, hace un par de días y la abultada agenda que le armaron incluye una extensa lista de medios gráficos y programas de televisión. Yo apenas reconozco su cara por un ciclo de entrevistas que él conducía hace varios años desde Miami y en Argentina lo pasaban por canal nueve. Una grasada total.

—Chicos, su turno —nos dice Horacio—. Felipe, te presento a Fernando Suárez y a Martín Alcorta, los dos editores de
Soho BA.

—Encantado —dice Brown con una sonrisa que intenta disimular el cansancio y la pesadez que delata su rostro.

Fernando le da la mano y yo lo saludo con un beso en la mejilla mientras pienso: «Cómo se te ocurre darle un beso, sos un desubicado». Siempre me pasa lo mismo cuando me presentan a un tipo: no sé si darle la mano o un beso, a veces hago un ademán con la mano y resulta que me quedo pagando porque él me pone la cara, y otras le estampo un beso y el chabón se me queda mirando asqueado. Brown me responde el saludo con todo gusto y se muestra exageradamente amable. Los tres nos sentamos alrededor de su té de menta y su agua mineral.

—¡Qué bonita su revista! —nos dice en tono de cumplido, hojeando el último ejemplar que acabamos de darle—. Tú eres...

—Fernando.

—Y tú eres Martín, claro. Encantado de conocerlos. ¿Comenzamos?

—Sí. Estás en Argentina por la presentación de tu libro, que se trata de... —arranca Fernando.


Los infieles
cuenta la historia de...

Fernando lo mantiene entretenido hablando de la novela. Yo no me atrevo a intervenir. Luego le pregunta sobre Chávez y el conflicto en Venezuela, lo que me inhibe aun más. A medida que Brown responde me pierdo entre las palabras, dejándome llevar por su perfume intenso y por la voluptuosidad de sus labios, rasgo que no había notado hasta que lo tuve enfrente. Hay algo en él que me atrapa.

—¿Por qué vivís en Miami? —pregunto sin desviar mi mirada de la suya.

—Porque ahí me siento libre y puedo escribir y hacer televisión sin que nadie me moleste. Me encanta Miami, es una ciudad en la que...

—¿Seguís casado? —ataco.

—No, estoy divorciado —responde algo incómodo.

—¿Cuándo te diste cuenta de que te podía gustar un hombre?

—Cuando tenía 18 años y me enamoré de un amigo de la universidad que nunca quiso saber nada conmigo.

—¿Por qué te casaste sabiendo que te gustaban los hombres?

Brown se queda pensando, parece que finalmente le hicieron una pregunta que se sale del libreto. Fernando sabe que esta es la parte que me toca y no se mete.

—Porque me enamoré de Zoé, la madre de mis hijas —se defiende.

—No sabía que tenías hijas...

—Sí, tengo dos, una de siete y otra de nueve.

—¿Qué les vas a decir de tu sexualidad cuando sean mayores?

—Que su papá se enamoró de su mamá, pero que también se puede enamorar de un hombre.

La respuesta no deja de asombrarme. El se percata de mis ojos clavados en los suyos y me sigue el juego. Toma uno de los pequeños chocolates que acompañan su taza de té y lo mete en su boca mientras se relame los labios y me mira fijo. Por un instante me siento intimidado, pero decido continuar con eso que yo mismo inicié casi sin darme cuenta. Enseguida tomo otro chocolate e imito sus movimientos. Fernando me mira como diciendo: «No seas tan puto, por favor», y empieza a parlotear sobre la ética periodística en el negocio televisivo. Mi acto se acaba, creo que fui demasiado lejos. ¡Cómo puedo ser tan marica! Es la primera vez en mi vida que me hago el seductor, encima con un tipo y en medio de una entrevista... ¡qué papelón! Bueno, se acabó, mejor me callo y dejo que Fernando termine con esto. Además, la verdad es que ya no se me ocurre nada más que preguntar.

Por fin, Fernando acaba con su bendito cuestionario y Brown para de hablar. Nos quedan diez minutos para las imágenes. El fotógrafo —que llegó un poco más tarde que nosotros— sugiere algunas poses para hacer un retrato simple. Nada de producción ni fotos raras, no hay tiempo para pensar en eso. Además, ¿a quién le interesa hacer fotos divertidas con un personaje tan poco fashion? Una vez que los flashes cesan es hora de despedirnos. Brown nos agradece la entrevista, saluda al fotógrafo, le da la mano a Fernando y me abraza de un modo bastante efusivo.

—Ha sido un gusto conocerte. ¿Tienes un celular al que pueda llamarte? —me pregunta con total descaro.

Yo, que no puedo evitar sentirme nervioso y avergonzado frente a mis compañeros de trabajo, apunto el número en una servilleta, intentando hacerme el distraído.

—Ahí te lo dejo. Un gusto haberte conocido, chau, suerte —le digo, haciéndome el desinteresado.

Finalmente saludamos a Horacio y dejamos el bar del Plaza. Una vez afuera, Fernando estalla en una carcajada.

—¡Te lo levantaste! ¡Sos terrible! ¿No te da asco?

—¿Vos creés que me va a llamar? ¡Estás loco! No me llama ni en pedo. Ese tipo ya le debe haber pedido el número a medio país, ¿no viste la cara de pervertido que tenía?

—No te hagas el boludo, bien que te calentó el peruano.

—No es mi tipo, vos sabés que me gustan más bien rubios y grandotes... ¡y sobre todo no tan mayores!

—No sigas, que me dan náuseas.

Se había hecho tarde para volver a la redacción. Fernando y yo, que somos muy amigos aparte de compañeros de trabajo, decidimos ir a tomar unos tragos para luego comer con Lola, la columnista de sexo de la revista que calentaba a Fernando y estaba caliente conmigo. Llamamos a Lola a su celular y acordamos encontrarnos en Bar 6, uno de los lugares más top de Palermo Soho. (Soho versión sudaca, claro.)

Una vez sentados en los sillones de cuero del restaurante, Fernando con su copa de vino y yo con mi mojito, vemos entrar a nuestra apasionada (por no decir calenturienta) amiga. Lola nunca pasa inadvertida: tiene un rostro pálido de facciones casi perfectas que se iluminan con sus ojos azul intenso, y siempre lleva ropas ajustadas que dejan al descubierto gran parte de la finísima capa de piel blanca que la envuelve. Los dos la saludamos con un fuerte abrazo y nos disponemos a escuchar sus interminables historias sexuales. Mientras nos cuenta los detalles del tacto rectal que le practicó uno de sus amantes durante la semana de vacaciones que pasaron juntos en Punta del Este, llega mi segundo mojito, el que me provoca los primeros síntomas de una borrachera. Al encender su tercer cigarrillo, Fernando interrumpe bruscamente la conversación:

—¡Ah! ¡No te conté! —grita dirigiéndose a Lola—. ¿Sabés a quién se levantó en medio de un reportaje el puto éste? ¡A Felipe Brown!

Lola no sale de su asombro.

—No te puedo creer, ¡contame todo! —dice con la exagerada mezcla de envidia y euforia típica de las mujeres cuando alguna de sus rivales se levanta al tipo que ellas quisieran haber conquistado.

—Solamente me pidió el celular, pero no creo que me llame, y si me llama no va a pasar de eso. A mí, la verdad que no me interesa —me defiendo.

—Te va a llamar, estoy segura. Te quiere coger, ¡está caliente con vos! ¡Qué envidia! Ese tipo se puede acostar con quien le dé la gana, y te eligió a vos... ¡Sos un bombón! —grita y se acerca a darme un beso en la mejilla.

—¿Será activo o pasivo? —pregunta Fernando en tono burlón.

—¡No jodan! ¿No se dan cuenta que ya fue? No va a llamar. Además, a mí me da igual.

En el fondo moría de ganas de recibir su llamado, no por tener la intención concreta de iniciar una aventura, sino más bien por el simple hecho de sentirme deseado, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de alguien famoso.

La comida transcurre entre conversaciones triviales y constantes insinuaciones de Fernando hacia Lola, que no para de hablar de las reacciones de su clítoris y de sus noches multiorgásmicas. Yo no participo mucho de la conversación y procuro mantenerme pendiente del sonido de mi celular. Lola decide retomar el tema de mi reciente conquista con otro de sus vulgares pero divertidísimos comentarios:

—A mí, Brown me parece un tipo súper inteligente. ¿Te imaginás la charla que podés tener con ese hombre en la cama después de haberle roto el orto?

Fernando lanza una carcajada violenta que se multiplica gracias a los efectos del vino. Yo me río con desgano y decido responder a la segunda urgencia urinaria de la noche. Me levanto de la mesa, subo las escaleras y entro al baño. Una vez frente al inodoro siento el sonido de mi celular, meto la mano temblorosa en el bolsillo, me mojo el pantalón y atiendo con el corazón palpitando a cien revoluciones por minuto.

—¿Hola?

—¿Hablo con Martín Alcorta?

—Sí, ¿quién es?

—Soy Felipe Brown, ¿interrumpo?

Dos

Esa noche me costó dormir. Había acordado una cita con el mismísimo Felipe Brown en su suite del Plaza, sin tener la menor idea de lo que podía llegar a suceder. Era la primera vez en mi vida que me encontraría con un desconocido (súper conocido, por cierto) en su cuarto de hotel. Decidí no decirle nada a nadie. El pudor me obligó a mantener el silencio. Brown me llevaba varios años y la imagen que proyectaba en la televisión no era precisamente el prototipo con el que un chico como yo pudiera llegar a tener algo. Sus casi cuarenta años, su repetido traje oscuro, esos anteojos, ese peinado... ¡me daba vergüenza reconocer que pudiese llegar a gustarme! Pero más allá de lo que dijeran los demás (o de lo que era capaz de pensar yo mismo), una fuerza exterior a mi razonamiento me inducía a seguir con este juego que recién comenzaba.

A las seis en punto de la tarde del jueves siguiente me presenté en la recepción del Plaza. Para escaparme de la oficina sin recibir un sermón, le dije a Mariana que tenía un turno con el dentista y le pedí permiso para salir. Quince minutos antes de la hora pactada con Brown tomé un taxi hacia el hotel. Llevaba puesto mi jean preferido (el de Gap, ése que viene con un washed system que da el efecto desgastado en la zona de las piernas), una polera bordó oscuro de manga larga recién compradita en Zara y mis Nike color arena. Sobre el hombro izquierdo colgaba un bolso negro en el que guardaba el celular, un libro de David Leavitt, dos ejemplares de
Soho BA
y el infaltable discman. Por las dudas —y acá entra en juego el costado promiscuo— procuré usar la ropa interior adecuada para que, en caso de ser descubierta, proyectase en mi cuerpo una perfecta sensación de armonía y pulcritud. En otras palabras, me puse uno de mis calzones nuevos de Calvin Klein, blancos y ajustados.

—Buenas tardes, busco al señor Felipe Brown, habitación 902 —me presenté.

—¿Su nombre? —preguntó seca la amargada del front desk.

—Martín Alcorta.

—Un momento, por favor —dijo mientras discaba sin ganas—, si quiere puede esperarlo en el bar o si prefieré puede subir a su suite.

—Subo —dije sin pensar.

En ese momento, mi lado más aventurero parecía dispuesto a todo. Brown, que se supone interpreta el papel de experto sexual en esta historia, me propone tomar un té en el bar y yo prefiero subir directamente a su habitación. ¿Cómo fue que pasé de ser lo más cercano a un célibe joven numerario del Opus Dei a un taxi boy porteño en menos de 24 horas? Esa y otras preguntas rebotaban en mi cabeza a medida que pasaban los niveles previos al noveno piso. Mientras subía el ascensor, no dejaba de mirarme al espejo para controlar que todo estuviera en su lugar: el paquetito de pañuelos de papel acomodado en el bolsillo derecho de adelante del jean para ensanchar un poco las caderas (soy tan flaco que en ciertas ocasiones recurro a este tipo de artimañas de quinceañera para evitar que mis piernas se vean como las patas de un tero), la billetera dispuesta en el bolsillo de atrás (para agrandar las pompis), el pelo prolijamente despeinado (efecto teen pop star salido de un reality show) y el chicle extra mentolado recién sacado de la boca para mantener el aliento fresco sin tener que estar mascando como un energúmeno.

Salí del ascensor y busqué el número de habitación. La 902 se encontraba al fondo de un extenso pasillo que se me hizo interminable. Finalmente di con la puerta y me anuncié. Mi cuerpo no dejaba de temblar. Sentí temor y excitación.

—Hola —dije tras una sonrisa tímida.

Ahí estaba Brown, vestido igual que el día anterior y con unas pantuflas azules en los pies. Se mostró contento al verme.

—¿Cómo has estado? —dijo y me dio un abrazo—. Pasa, adelante.

—Gracias, permiso.

—Siéntate.

La suite era imponente. Nunca me había hospedado en una tan lujosa. En la sala se encontraban cómodamente distribuidos una mesa con varias sillas, un escritorio en el que descansaba la laptop, el minibar y dos sofás.

—¿Qué quieres tomar? —preguntó, acomodándose en uno de los sillones

—Nada, estoy bien así —respondí tímido.

—¿Un poco de agua?

—Bueno, gracias.

Se acercó al minibar, abrió la heladerita y sacó una botella de Evian. Yo aproveché para estudiarlo un poco. Sus movimientos eran pausados y desprovistos de toda torpeza. Alcancé a reparar en su importante estatura y en la contextura ancha de sus espaldas, atributos que le sumaron varios puntos. La parte de atrás, las sentaderas, tampoco estaban nada mal.

—Me encantan las botellitas de Evian, son uno de mis objetos fetiche —dije haciéndome el esnob.

—A mí también —respondió sin demostrar interés en mi comentario—. Cuéntame, ¿así que eres el editor de esta revista? —preguntó con un ejemplar en sus manos—. ¿Y qué edad tienes?

—Veinticuatro.

—¡Qué bien! ¡Tan joven y con tanta responsabilidad! Te felicito, debes de ser muy inteligente.

—No creas, fue una cuestión de suerte —dije, haciéndome el humilde.

—No lo creo. Y dime, ¿vives con tus padres?

—Por ahora, sí. Pensé en tomar un departamento, pero estoy muy cómodo con ellos en su casa de San Isidro. —Mentira. Muero por tener mi propio departamento, pero con la miseria que me pagan en esta revis-tucha solo me alcanzaría para un monoambiente en el modesto barrio de Caballito, y yo no estoy para eso.

—Qué bueno, vivir en casa de tus padres es siempre más cómodo, nunca te falta nada. Haces bien en estar con ellos. ¿Tienes hermanos?

—Sí, dos mujeres y dos varones. Josefina, la mayor, tiene veintiocho años y es abogada. Después vienen Ignacio y Florencia, los mellizos, de veintiséis. Ignacio está casado y tiene una beba. Flor todavía vive en casa y trabaja como secretaria, a ninguno de los dos les gusta estudiar. Después vengo yo, que estoy en el medio, y Javier, que tiene quince y va al colegio.

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