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Authors: Luis Corbacho

Mi amado míster B. (6 page)

BOOK: Mi amado míster B.
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Inesperadamente, a los quince minutos de enviar aquel mensaje, ya tenía un nuevo mail de Felipe. Lo había escrito desde Chile, donde acababa de llegar. Sus palabras volvieron a derretirme.

estos días contigo también han cambiado mi vida de una manera que nunca imaginé, no dejo de sonreír, todo me parece más lindo, eso te lo debo a ti. yo también necesito volver a verte pronto, siénteme cerca siempre, te quiero.

Esa fue, al menos en mis fantasías, la confirmación de que esta historia no había terminado con la despedida en el Plaza. Obviamente sus palabras corrían el riesgo de ser pura cursilería barata, como insistía mi porcina jefa, quien seguramente estaba resentida con la vida porque nadie se animaba a proponerle nada serio. Felipe Brown. Podía decir todas esas cosas amorosas tanto a mí como a su amante chileno (era posible que tuviera amantes en cada lugar que visita) o a la arrastrada que se cogió la noche anterior a conocerme. Sí, sólo unas horas antes de que yo lo viera por primera vez, se había pegado un revolcón con una tal Patricia, un intento de productora de televisión oriunda de La Paternal que, según me contó Felipe después, sufría ataques de ninfomanía y la noche en que estuvieron juntos le exigió una performance para él inédita en la que no faltaron pajazos mutuos, mamadas de putita experta y tres cogidas bien profundas con intervalos de media hora.

En realidad, nada de eso importaba. Lo que sí me quitaba el sueño era que a partir de entonces, y durante todos y cada uno de los días que vinieron, lo más importante para mí pasaron a ser sus mails y sus llamados, y, por qué no, la posibilidad de volver a verlo.

El continuaba con su gira por Latinoamérica mientras yo mantenía mi aburrida rutina, porque si bien mi vida de periodista podía parecer interesante, al lado del glamoroso prototipo de escritor y figurín televisivo que encarnaba Felipe todo se ensombrecía.

Solo unos pocos amigos sabían de mi aventura, aunque en la revista el chisme se esparció a toda velocidad y, para mis compañeros de trabajo, yo ya me había convertido en la señora de Brown. Durante esas primeras semanas lo único que me importaba era recibir al menos tres mails diarios de Felipe, en los que me contaba todos los pormenores de su extensa gira.

he tenido un día agotador y sigo corriendo, estoy cansado de tantas entrevistas, te llamaré apenas pueda, ahora me llevan a la tele, te extraño, yo también siento algo lindo por vos. tengo miedo de enamorarme.

Yo también tenía miedo de enamorarme. Lo extrañaba, pensaba todo el día en él, hablaba sólo de él, vivía pendiente de sus mails y me quedaba despierto hasta las dos de la madrugada con el celular en la mesa de noche esperando su llamado. Si eso no es amor, ¿qué cosa es el amor? Aunque si lo pensaba mejor surgían dudas. ¿Era amor o una simple obsesión? ¿Era amor o la excitación de estar con alguien de la tele? ¿Era amor o una terrible calentura? Quién sabe. Lo cierto es que la relación se enriqueció con la distancia. Si bien al principio apenas nos conocíamos, los constantes mails diarios y las eternas llamadas telefónicas (que, por supuesto, pagaba él) hicieron que nos conociéramos más en profundidad. Nos contábamos todo: qué habíamos comido, cómo estábamos vestidos, a quién habíamos visto durante el día, nuestros malestares físicos, las peleas con la familia. Hablábamos de todo; incluso más que una pareja que se ve todos los días en la mesa y comparte la cama. Así transcurrieron las primeras semanas. Después de casi un mes desde la última vez que nos vimos había días en los que me parecía que nada tenía sentido. Con el paso del tiempo, Felipe se convertía en una abstracción, en alguien que estaba siempre pero yo no veía nunca.

En uno de esos fines de semana que se me hacían eternos porque no trabajaba y me pasaba el día leyendo los libros de Felipe y extrañándolo cada día más, decidí aceptar la invitación de mi único amigo gay para ir a una disco de chicos con chicos. Gabriel (Gabi para los más cercanos), una loca de campeonato cuya única misión en la vida era encontrar un miembro extra large que lo acompañase en las noches de soledad, me llevó al Palacio Alsina, lugar de encuentro de las maricas más sofisticadas de Buenos Aires. Fuimos con Laura, su amiga cantante que vivía pasada de drogas y se destacaba por su look trash de nena mala, y Nina, una ex compañera mía de la facultad que por ese entonces vivía un tórrido romance con una de las titulares de Las Leonas, el seleccionado argentino de hockey femenino que acababa de coronarse campeón del mundo. Formamos un grupo raro, lo reconozco, pero el lugar al que íbamos lo ameritaba. Yo me vestí lo mejor que pude, pero sin demasiada producción: remerita ajustada azul marino con escote en v de Zara, un pantalón celeste claro bien holgado de la misma marca, y mis zapatillitas Adidas blancas con las tres tiras azules. Todo haciendo juego, obvio. Antes de salir pasé por el baño de mis hermanas, cerré con llave y me empolvé levemente la cara con una base de maquillaje para tapar las putas imperfecciones que vaya uno a saber por qué mierda salen (¿será verdad que por no coger?), y disimular las ojeras verdosas que me recuerdan el tiempo que paso frente a la computadora, las horas que pierdo mirando televisión o los días enteros que me engancho a leer los libros del fucking peruvian. Cuando terminé de pasarme la base, prendí la canilla y me mojé apenas la cara para no dejar al descubierto el polvo que delataba frente a mi familia lo femenino que podía llegar a ser un viernes a la noche.

Una vez listo para la acción me subí a mi adorado Ford KA blanco (EL auto del puto) y manejé media hora hasta la casa de Gabi, en pleno centro porteño. En el camino puse la radio de moda y canté imitando a las concursantes de
Operación Triunfo.
«You are beautiful, no matter what they say», grité junto a la chillona y genial Christina Aguilera, intentando creerme la huevada esa de que todos somos hermosos. ¿Todos somos hermosos?, pensé. ¿Incluso la gorda sucia de la biblioteca de la facultad que huele a gata en celo, el enano pelado y narigón que hace relaciones públicas en la revista y se cree un winner con las minas, y la vieja con una cara de piedra inalterable que atiende la farmacia de la esquina? ¿Todos son lindos? No me jodas, Christina, que las únicas que venden millones de discos mostrando las tetas son Britney y vos, ¿ok? Así que please, no nos engañemos.

Llegando a lo de Gabi marqué su número en mi celular y le pedí que me esperase abajo. Ya en la puerta del edificio, lo vi con unos jeans bien ajustados que ofrecían su trasero al mejor postor y una camisita de manga corta que le dejaba el pecho al aire. Tenía el pelo embadurnado en gel y se había bañado en ONE, el perfume unisex de Calvin Klein.

—¡Hola, mi amor! —me dijo entre besos y abrazos—. ¡Pero qué producción! Estás lindo, guacho. ¡En El Palacio te van a querer comer crudo!

—¡Mirá quién habla! —dije devolviéndole el cumplido—. ¿Qué tal, todo bien? —pregunté.

—Ay, sí, no sabés el chongo que conocí en el chat, ¡te morís! —gritó mientras se subía al auto—. Treinta años, morocho, ojos azules y, lo mejor... ¡es jugador de rugby! No te podés imaginar el lomo de esa bestia, y ni hablar de lo que tiene entre las piernas, mejor ni te cuento.

—Sí, mejor ni me cuentes. ¿Decías que lo conociste en el chat, por Internet?

—Claro, en gay.com. Es súper fácil: entrás a la página, te registrás, completás tus datos, ponés tus medidas, tu foto y, si querés, lo que más te gusta hacer en la cama. Hay pasivos, activos, vejestorios, pendejos, swingers, de todo.

—Mirá vos, a ver si me animo y me meto, no me vendría mal un buen revolcón...

—Sí, darling, yo no entiendo cómo podés ser tan poco sexual. Está bien que te hagas el enamorado, pero al tipo con el que te enganchaste no lo ves hace más de un mes, y ni sabés cuando va a aparecer. ¿No te parece que ya fue?

—No sé, supongo que sí... ¿Es por acá?

—Sí, en esta doblá a la izquierda y metete en el primer estacionamiento —me indicó.

Cuando llegamos eran las dos y el boliche estaba casi lleno. Ni bien entramos me encontré con Nina, que me presentó a su chica la deportista. Cuando terminé de saludarlas les dije para ir a la pista. Estaban pasando un tema de Kylie Minogue, la diosa más glamorosa, y yo no podía dejar de bailarlo. «I just can't get you out of my head», cantamos todas las locas a coro mientras movíamos el culo al ritmo de la música dance. Yo pensaba en Felipe, en que no podía sacármelo de la cabeza, pero también en los chicos lindos que invadían el lugar dispuestos a todo. Y en cierta forma, yo era uno de ellos (no por lo lindo, sino por lo puto), porque sabía que me estaba metiendo en la boca del lobo, que en esa disco todo valía y que no eran pocas las posibilidades de terminar en la cama con cualquiera. En todo caso, ¿qué mejor remedio para olvidarme de mi platónico amor peruano que conocer a un argentino joven, profesional y de fisonomía agradable? Estas fantasías se filtraban en mi cabeza logrando atravesar la densa barrera de la música punchi punchi que me rompía los tímpanos y me hacía saltar con desesperación.

Luego de dos horas de baile frenético, me tomé un energy drink y caí rendido en uno de los sillones ubicados al costado de la barra. Gabi estaba en un rincón haciendo experimentos sublinguales con su nueva presa, mientras Laura, la niña trash, disfrutaba de las bondades del éxtasis subida a un parlante y animaba a la desenfrenada multitud. Nina y su chica se despidieron con una calentura evidente. ¿Cómo puede ser que no les gusten los hombres?, pensé mientras les daba un beso en la mejilla a cada una. Cuando se fueron me quedé solo, sentado en una esquina oscura, disfrutando del espectáculo patético que daban las locas más locas con sus plumas multicolores y sus aires de divas frustradas. Justo enfrente de mí, a no más de un metro, apoyado sobre una columna, había un tipo que no dejaba de mirarme. Era relativamente bajo, tenía el pelo castaño, una cara normalita (ok, era medio feo) y un lomazo de la puta madre, todo duro, todo marcado. Por su ropa se notaba que sufría una severa crisis de estilo, que no tenía ni un poquito de onda, que le chorreaba la grasa. No dejaba de mirarme y su pantalón y remera ajustados remarcaban unos atributos sumamente deseables. Comencé a devolverle las miradas, a inspeccionarlo haciéndome el distraído, a darle las señales necesarias para que se acercase, para que tratase de levantarme, porque yo nunca, jamás, voy a ir a hablarle a una persona que me gusta, por más que me esté derritiendo y muera de ganas de que pase algo, mi orgullo siempre es más fuerte. La cosa es que el lomo lomazo vino hasta mi sillón, se sentó a mi lado y se quedó callado. Yo seguí como si nada. A los diez minutos se dignó a hablarme, preguntando las mismas boludeces de siempre: nombre, edad, ocupación, estado civil, lugar de residencia... todos ítems a los que tuve que responder, educadamente, «¿Y vos?», para enterarme de que se llamaba Ariel, tenía veintiocho años, era profesor de gimnasia (¡por eso me calentaba tanto!), acababa de terminar una relación de un año y medio con tipo de cuarenta y vivía en Almagro. Hablando era un desastre: su vocabulario, muy limitado; sus temas, predecibles; y su onda... ¿quién se había robado su onda? Era de cuarta y hasta quinta, un quemo social, pero sólo me bastó con tantear esos brazos y mirar esas piernas para aceptar la invitación a su departamento.

Salimos sin despedirnos de nadie. Subimos a mi autito y manejé, siguiendo sus instrucciones, al modesto barrio de Almagro, que obviamente yo nunca había tenido el placer de visitar. Al llegar estacioné en la puerta, subimos, entramos, me ofreció algo de tomar, le dije «no gracias», fui al baño, me lavé las manos, miré la marca de su shampú, me reí por el mal gusto general, volví al living, dejé que pusiera música y me senté en el sillón. Luego acomodé al muchacho arriba mío con las piernas abiertas, nos besamos, acaricié sus brazos gruesos, le saqué la remera, besé su pecho, lo sentí firme, todo duro, me encantó, lo toqué ahí abajo, era grande, le pedí que se sacara el pantalón, miré sus calzones apretados y negros, me volví loca, me saqué la remera, empujé su boca hacia mi bragueta... Y enseguida el puto ring del teléfono.

—No atiendas —le dije impaciente.

—No, creo que es tu celular —me respondió agitado.

—¡Mierda!, tenés razón, pará que lo apago.

En medio de la calentura, quise apretar el botón rojo de «end» y terminé activando el verde. Recibí la maldita llamada.

—¿Hola? —escuché su voz. No me quedó más remedio que hablar.

—¿Quién es? —dije para ganar tiempo.

—Soy yo, Felipe, ¿cómo está mi niño? ¿Te he despertado?

—No, para nada. ¿Qué hacés llamando tan tarde? —pregunté nervioso mientras corría a encerrarme en el baño—. ¿Todo bien?

—Sí, claro, es que estaba desvelado, extrañándote, con ganas de hablarte. No sabes cuánto me gustaría volver a verte. ¿Estás en casa?

—Sí —mentí.

—Te extraño.

—Yo también te extraño... pero no sé, a veces creo que no tiene sentido esperarte tanto tiempo —le dije en tono de reclamo.

—Yo tampoco puedo esperar, mi amor, pero tengo una buena noticia. Mañana bajo de Miami a Lima, me quedo ahí unos días y después tengo que ir a Chile porque me han contratado para participar en un programa de tele durante dos semanas. Y la buena noticia es que haré una mini escala de un día en Buenos Aires, sólo para verte.

—¡No te puedo creer! ¿Entonces nos vamos a ver?

—Yes baby, ¿estás feliz?

—Muy.

—¿En qué hotel quieres que reserve nuestra suite?

—No sé, me da igual...

—Había pensado en el Hilton, ¿te parece?

—Genial, me encanta.

—¿Quién te quiere más que nadie?

—Mi Felipito.

—¿Me extrañas?

—Mucho.

—¿Te hace ilusión verme?

—Cuento los días.

—Yo también... Bueno, mi niño, duerme rico, ¿ya? Te mando muchos besos.

—Besos, chau, gracias por llamar.

—Chau, chau.

Sentado en el inodoro de ese baño pulgoso, con la bragueta abierta, el torso desnudo y un tipo afuera al que recién conocía que esperaba para cogerme (o que yo me lo cogiera), me di cuenta de que eso no valía la pena, de que lo único que quería era volver a ver a Felipe, abrazarlo, darle muchos besos y decirle, por primera vez, lo mucho que lo amaba.

No pude acostarme con el profesor de gimnasia. Enseguida me abroché el pantalón, salí del baño, me puse la remera, las zapatillas, y sin dar demasiadas explicaciones me fui bruscamente, dejando atrás ese cuerpo que aún hoy alimenta mis más oscuras fantasías, ese cuerpo que no tiene cara ni alma, pero que me excita cuando estoy solo, en mi cuarto, y me regalo cinco minutos de placer. Aquella noche me fui feliz. No dormí con el cuerpazo, pero sabía que, en menos de una semana, Felipe tenía reservado para mí un lugar en su cama.

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