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Authors: Pablo Tusset

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

Oxford 7 (2 page)

BOOK: Oxford 7
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El lector indica casi cualquier cosa que la policía quiera saber de ellos.

Pero a los policías les gusta preguntar.

—Yo soy de Hounting Dogs, ella es de Fornax —dice Marcuse.

—Está usted nervioso —dice la policía.

Ni a Marcuse ni a Mam'zelle les queda claro si aquello es una pregunta o una afirmación.

—¿Nervioso?, ¿por qué?

—Noventa y tres pulsaciones por minuto —la policía ha consultado la pantalla de su lector y dibuja el número 93 con la punta del emisor de multas.

El pulso de Mam'zelle también se acelera. Tiene que confiar en que la policía no se moleste en comprobarlo.

—Es que... —Marcuse vacila—. No estoy seguro de haber pagado a tiempo el impuesto trimestral de circulación.

La policía parece relajarse. Suele aplacarlos el que uno confiese sus infracciones por iniciativa propia. Muchos estudiantes están dispuestos a hacerlo para obtener la reducción del cincuenta por ciento en la multa correspondiente. Es una buena manera de conseguir que todo el mundo se autoinculpe en defensa propia.

—La multa por retraso en el pago es de 20 eurodólares diarios —dice la policía.

—Lo siento... —dice Marcuse.

La policía consulta el registro. Tarda un poco en encontrar los datos.

—Ha tenido suerte —dice—: le quedan 73 horas para hacer efectiva la transferencia. ¿No ha recibido usted su calendario de obligaciones fiscales?

—Sí, lo siento, he tenido un examen esta mañana y...

A la policía no le interesa el examen de Marcuse. De pronto parece ligeramente aburrida:

—Bien, circulen, y estén más atentos a sus deberes tributarios.

La barrera electromagnética desaparece y el deslizador entra en la zona residencial en modo de velocidad automática.

Mam'zelle y Marcuse toman aire y lo sueltan lentamente.

A ambos les tiemblan las piernas.

Mam'zelle junta los muslos haciendo presión:

—Uf, creo que me he excitado un poco —dice.

Rick Blaine ha llegado a Oxford 7 durante la última ventana de aproximación de la mañana, hace casi cinco horas de eso. El movimiento en las salas de embarque ha sido denso durante todo el tiempo. Varios adultos centenarios le han solicitado transporte a Earth, alguno ofreciendo un sustancioso sobreprecio añadido a la tarifa oficial de 500 eurodólares. Mucho menos de lo que van a pagarle si espera unas horas. Pero no es sólo cuestión de dinero: tarde o temprano uno tiene que devolver los favores, aunque sea con setenta años de retraso.

Rick ha fingido una avería para ahorrarse el amarre durante la espera. Así puede cargar el importe del estacionamiento a cuenta del seguro. Un falso seguro cuyas claves coherentes le proporciona alguien de Solar MetLife que le debe un favor a él.

A media tarde se ha cansado de hurgar en las tripas de su transbordador fingiendo reparar la avería imaginaria. Suda. Ni siquiera puede entrar en el habitáculo para fumar una pipa mientras el transbordador esté en el atraque. Ni siquiera ha podido dormir la siesta por culpa de la megafonía. Le molesta la faja abdominal que siempre lleva en público para no llamar la atención. No le gustan las estaciones universitarias. Ese lenguaje que de pronto han vuelto a usar los estudiantes: compromiso, libertad, oposición al sistema. Ha oído noticias de los disturbios en New Berkeley. Todo el mundo ha oído noticias. Estudiantes gritando consignas y enfrentándose a la policía por todo el Anillo Académico. No es del todo imposible simpatizar con ellos, pero Rick tiene edad suficiente para saber que cualquier cosa que sea eso que los estudiantes llaman «el sistema» es algo a lo que se puede engañar, eludir, pero jamás vencer. Y menos aún por oposición directa.

Treintañeros aburridos de buena familia.

Niñatos.

Quisiera terminar cuanto antes con todo este asunto.

Lo acordado es estar en un lugar llamado White Hart Tavern a las ocho en punto y esperar allí. Falta un buen rato, pero ya ha hablado con el policía que acaba de entrar de turno en el amarre. Seguramente podría olvidarse del transbordador y adentrarse en los estrechos ejes del puerto para ir localizando la taberna. Quizá encontrará de paso algún fumadero de tabaco. En su época de estudiante había antros de ese estilo. Hachís, cocaína, eso era lo que Rick vendía entonces. Desde que se empezó a distribuir en spray en las farmacias ya nadie quiere fumar marihuana ni hachís. Desde que se volvió a vender cocaína en pastillas para la tos, nadie quiere tomarla. Prefieren beber Speedy Ragweed. Prefieren fumar tabaco. Fumar tabaco y encender esas apestosas velas de parafina.

Pensando en tabaco, sus mucosas nasales empiezan a humedecerse anticipando el potente estímulo de los alcaloides. Ese delicioso mareo narcótico que procuran casi de inmediato.

El síndrome de abstinencia de nicotina lo ayuda a decidirse a salir del puerto.

Fuera de los hangares llueve con una intensidad que le parece impropia de un evento meteorológico programado. Callejea por la zona peatonal aledaña al puerto. Sucia, laberíntica, no demasiado concurrida entre semana, típica de la cara noche de una estación universitaria. Oposición al sistema. En su mayoría, los comercios son salones baratos de realidad virtual y grupos de tabernas arracimadas. Rick se detiene ante uno de los salones de puertas oscuras, iluminado con luz ultravioleta. Sweet Dreams, se llama la sala. Un cartel anuncia las novedades sexuales para jovencitos.
Five o'clock
, dice el cartel: ¿te gustaría tomar el té con unas amigas de tu madre? Especial anal de la semana, dice otro cartel: una visita al proctólogo.

Rick sigue camino. De forma inesperada se encuentra al girar la esquina con un cartel con el ciervo blanco que da nombre al local que anda buscando. El ciervo salta en bucle continuo sobre un tronco caído; debajo, corre un viejo lema contestatario en letras luminosas:

«La barricada cierra la calle pero abre el camino».

Rick no puede evitar sonreír al entrar.

Mam'zelle y Marcuse han llegado al apartamento a las 17.34, bastante después de lo previsto. BB se adelanta hacia la puerta seguida del profesor Palaiopoulos.

—No hemos podido llegar antes, la salida del campus central está...

El profesor interrumpe las explicaciones de Mam'zelle:

—No os preocupéis ahora por eso, no podemos perder más tiempo. ¿Traes la cápsula de memoria? —la pregunta es para Marcuse.

—Sí —dice Marcuse. Se palmea el bolsillo.

Los cuatro se dirigen a la sala. Sobre la mesa hay una compresa blanca y encima está expuesto el instrumental que BB ha esterilizado en agua hirviendo. Es uno de los viejos kits de disección y cirugía menor que se exponen en la infoteca de Ingeniería Sanitaria, bajo una de las vitrinas acristaladas. La cerradura ha sido inesperadamente fácil de violar con ayuda de un punzón láser. Es instrumental quirúrgico precomputacional auténtico: hay pinzas con y sin dientes, separador, butterfly, tijeras de disección rectas y curvas, un escalpelo, dos hojas de bisturí, sutura y porta agujas.

Mam'zelle mira todo aquello con desagrado:

—Parece menaje de cocina. ¿Has usado alguna vez algo así?

—En el primer trimestre, para diseccionar gropecos —dice BB—. Era instrumental de fibra reciclable, pero viene a ser lo mismo.

—¿Gropecos muertos?

—Generalmente se morían... Pero a ti no te voy a abrir la tripa de arriba abajo. Profesor, usted es el único que puede beber alcohol ahora, ¿quiere tomarse un par de copas? En algo ayudarán al hielo.

Sirhan Palaiopoulos niega con la cabeza. Marcuse y Mam'zelle miran inquisitivamente a BB.

—A vosotros no os dolerá tanto, ¿vale?, no me pongáis nerviosa antes de empezar.

—¿No podría masturbarme antes? —dice Mam'zelle—. Sólo para relajarme un poco...

El profesor da dos palmadas, como suele para pedir atención en sus clases de Cinematografía Precomputacional:

—Venga, no hay más tiempo que perder, todos sabemos lo que hay que hacer —dice.

BB dispone la linterna de desinfección y abre una caja de guantes esterilizados. Después separa de la mesa dos de las sillas y enciende la lámpara entre ellas. Marcuse, Mam'zelle y el profesor van pasando por el baño para lavarse las manos y especialmente el brazo izquierdo. De vuelta a la sala se iluminan la zona lavada con luz antiséptica. Marcuse va a por el hielo, ya preparado en bolsitas que saca del horno congelador. Los tres se las aplican en el pliegue anterior del codo y doblan el brazo sobre ellas. Tratan de relajarse cuando empieza a sonar desde el screener un tema de Charles Mingus. Percusiones arrítmicas y discursos atonales de contrabajo.

BB se ha puesto unos guantes de goma y sostiene las manos hacia arriba:

—Que alguien cambie la música, ¿vale?, no podéis pedirme que maneje un bisturí metálico mientras suena eso.

Marcuse busca en la lista de sugerencias tratando de elegir una semilla musical más lenta y ordenada. La voz de Sarah Vaughan se une al sonido de la tormenta exterior:

Don't know why, there's no sun up in the sky

Stormy weather, since my man and I ain't together

Keeps raining all the time
.

El primero debe ser el profesor. BB saja unos cinco milímetros de la piel de su antebrazo, junto a la aponeurosis del bíceps. El profesor mira al techo. No ha sentido apenas nada. La herida se abre por la tensión de la piel circundante y empieza a brotar sangre. BB aplica una esponja osmótica para empaparla. Cuando la hemorragia remite, sustituye la hoja del escalpelo y se vuelve hacia Mam'zelle para practicarle una incisión semejante. Una vez enjugado el corte, deja el bisturí sobre la compresa y toma una de las pinzas dentadas. Mam'zelle tampoco quiere mirar su propia herida. BB hurga en ella para extraer el chip subcutáneo. Tiene el diámetro aproximado de una lenteja y diminutas patitas de titanio que lo fijan como una garrapata al músculo pronador redondo. BB lo mantiene sujeto con las pinzas. Lo ilumina con luz antiséptica hasta que recupera su color plateado bajo la sangre que lo mancha. Después cambia de pinzas.

—¿Preparado? —le pregunta al profesor.

Murmullo afirmativo. El profesor no deja de mirar al techo.

—Vale: allá voy.

Con extremo cuidado, BB introduce el chip de Mam'zelle en la pequeña herida abierta en el brazo del profesor. Al tacto de las pinzas, nota el otro chip que ya está alojado allí y coloca el nuevo justo al lado. Presiona un poco para que los agarres de titanio se claven en el tejido muscular. Enseguida vuelve a fluir la sangre y hay que ocuparse de eso. Después, el profesor se recoloca la bolsa de hielo sobre las gasas enrojecidas para mantener la zona fría.

El siguiente paso es coser la herida de Mam'zelle. BB se permite el acto teatral de pasarse el dorso del brazo por la frente, como ha visto hacer en las películas planas de cirujanos sudorosos.

—Bueno: bastará con un punto de sutura, nada que no le haya hecho a un pavo relleno. ¿Y a ti qué demonios te pasa?

La pregunta es para Marcuse, que ha cometido el error de quedarse de pie mirando.

Al igual que otras franquicias académicas como New Berkeley o Sorbonne Réseau, hace décadas que Oxford 7 ha perdido toda vinculación con su homóloga en Earth. Sin embargo las dependencias de su consejo social se hallan en la todavía llamada Aldous Huxley Tower, bautizada así en honor al célebre alumno de la universidad matriz. Apenas se alza cincuenta pisos sobre la foresta hidropónica del campus central, pero a partir de los últimos diez ya se divisa casi toda la cara diurna de la estación y una estrecha franja de la nocturna. El límite está nítidamente delimitado por un amplio arco a partir del cual las calles y los edificios están iluminados por luces electromagnéticas. Earth y Moon brillan en ese lado del cielo. Earth es como un gajo grande y azul; Moon es pequeño y de un blanco amarillento, más parecido a una alubia flotando en el espacio. Sun se filtra por la parte opuesta a través de los paneles cenitales y levanta un tenue arco iris al difractarse en la lluvia que emiten los aspersores. Mirando hacia el suelo, se distinguen los distintos colleges y la mancha cada vez más densa de los estudiantes acumulados alrededor de la foresta central. Siguen llegando a finas riadas, entre los rectángulos perfectos de antidisturbios formados sobre el césped.

A la rectora Emily Deckard, con las manos cruzadas a la espalda, le parece estar viendo las engañosas perspectivas de un grabado de Escher.

Miles de enanos caminando hacia algún lugar imposible.

Deja la ventana y se dirige al baño.

—Sugerencias —le dice al espejo. Su acento es norteamericano, muy leve.

El sistema contesta:

—Revisión del lazo de la corbata, parte izquierda de la nuca.

Una subimagen sobre la superficie reflectante muestra la parte trasera del cuello. La tela azul de la corbata sobresale un poco bajo el doblez de la blanquísima camisa de tela nanotécnica. La rectora se ajusta el nudo por delante hasta arreglarlo. La subimagen desaparece emitiendo un destello verde y un cling de aprobación.

—Perfumería —dice después—. Composición manual. Decisión, fuerza. —Piensa un poco—. Peligro. Dos horas. Corrección: cuatro horas. Intensidad media. Fin de parámetros.

El sintetizador químico compone la mezcla. Tres segundos después, una fina aspersión cae desde el difusor del techo. La rectora extiende los brazos y husmea hacia arriba, cerrando los ojos. Cítrico, cuero... Y algo ligeramente pútrido, fecal, seguramente almizcle sintético.

Sale de nuevo a la estancia principal de su despacho de trabajo.

—Comunicador —dice en voz alta—. Secretaría personal.

—Sí, rectora —contesta otra voz sin cuerpo, esta vez inequívocamente humana, masculina.

—¿Ha llegado todo el mundo?

—Todavía no: falta el delegado sindical.

—Bien, hemos esperado suficiente, empezaremos sin él. Estoy en la sala de juntas en dos minutos.

Sale complacida por el soniquete de sus propios tacones sobre el suelo del corredor, clac, clac, clac, clac. Una de las primeras decisiones que tomó al asumir el cargo fue mandar cambiar el anterior suelo textil por una solera de pizarra natural pulida. Es un material sonoro y sin embargo adherente al paso. A algunos de los funcionarios les pareció extraño que una superdoctora en Ingeniería Emocional hiciera algo tan aparentemente poco psicológico. Pensaron que era un capricho decorativo injustificadamente caro.

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