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Authors: Pablo Tusset

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

Oxford 7 (4 page)

BOOK: Oxford 7
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—Eso no compensará las pérdidas en ventas directas —dice el delegado comercial.

—Ni la merma fiscal derivada —dice el delegado de hacienda. Su acento es italiano.

—Ni tampoco a los empresarios de la estación —vuelve el delegado comercial—. Los hoteles del campus están vacíos, lo mismo que los restaurantes presenciales y las salas de realidad virtual de alto standing. Las madres de alumnos han salido huyendo con sus acompañantes...

La rectora Deckard se echa atrás en su butaca de respaldo alto. Junta las yemas de los dedos apoyando los codos en los reposabrazos. Por un momento parece pensar una respuesta, pero finalmente formula otra pregunta:

—¿Sabían ustedes que un funcionario privado de seguridad suele gastar entre el sesenta y el cien por cien de sus ingresos en alojamiento, comida y eventos recreativos, en especial en relaciones virtuales de alto standing?

El delegado comercial, el de hacienda y el tesorero se miran entre sí. Tratan de adivinar en qué dirección apunta la rectora.

—Veamos —sigue ella—: el sueldo neto de cada uno de estos funcionarios es de 100 eurodólares diarios. Multiplicando por 1.500 obtenemos la cifra de 150.000 eurodólares diarios, de los cuales sabemos que gastarán en la estación un ochenta por ciento de media, es decir...

—120.000 eurodólares —calcula el tesorero. Su acento es británico, escocés.

—Que multiplicados a su vez por el número de días que se precisen sus servicios... —sigue la rectora.

El delegado comercial ha entendido al fin la idea sugerida por la rectora. En realidad, el negocio no está mal para tratarse de días entre semana, cuando la presencia de madres de alumnos en la estación suele ser discreta.

Leroy Torres interrumpe los cálculos mentales de los presentes:

—Es increíble: todavía creen que van a ganar dinero con todo esto —dice—. ¿Han pensado qué pasará si los alumnos multados indiscriminadamente no pueden hacer frente a las matrículas del próximo trimestre? ¿De dónde sacarán los accionistas sus beneficios cuando eso ocurra?

Es el tesorero el que encuentra solución:

—Quizá además de desconocer el reglamento también ignora usted que tenemos más solicitudes de ingreso que estudiantes —dice—. De hecho podríamos expulsar a toda la población estudiantil y el próximo trimestre volveríamos a tener las plazas completas con nuevos alumnos.

—Usted sabe perfectamente que eso no ocurrirá —dice Torres, esta vez con seguridad—, lo que ocurrirá es que nos matricularemos en menos asignaturas y por tanto sus beneficios bajarán.

Se hace un pequeño silencio que rompe la pausada voz de la rectora.

—De no ser porque cuanto más tiempo libre tienen los estudiantes, más gastan en la estación —dice—. Pero creo recordar que al empezar esta reunión quería usted hacernos algunas apreciaciones sobre las competencias de este rectorado, ¿no es así? Bien, ahora es el momento, le escuchamos.

La rectora separa y junta por tres veces las yemas de sus dedos. Leroy Torres niega, cabizbajo. Para llenar el silencio, habla el profesor Karl Marsalis:

—He de manifestar que el personal docente no dará su voto de conformidad a las medidas adoptadas por esta junta.

Su acento es antillano. Hace girar su muñequera de clavos.

—Bien, está en su derecho —dice la rectora—. Y ahora, visto que no hay más alegaciones, procedemos a la votación.

La idea de los chicos es llegar lo más directamente posible a la zona noche, donde la policía habrá previsiblemente reducido sus efectivos para concentrarse en el campus central. Pero para eso deben saltar los márgenes de circulación de los ejes secundarios y caminar por los andenes subterráneos de mantenimiento.

BB ha iluminado con la linterna el acceso a uno de ellos.

Mira dentro.

—Mierda —dice.

Nadie sabe a quién podía habérsele ocurrido llevar una pareja de ratas comunes a una estación universitaria. Quizá las primeras llegaron a bordo de algún carguero alimentario. Después debieron de reproducirse hasta proliferar preferentemente las que presentaban mutaciones ventajosas en el nuevo medio. Dado que no tienen nada que roer y que su dieta está compuesta de desechos orgánicos pasados por los trituradores, sus incisivos han remitido y a cambio han desarrollado pequeños belfos rosados que les permiten sorber la sopa templada e hipercalórica que fluye por los desagües. Las garras también han perdido utilidad, y el pelaje ha virado a un gris azulón que las ayuda a pasar desapercibidas. Mantienen sin embargo sus hábitos crepusculares, rara vez salen a la superficie más allá de la zona noche, y siguen poseyendo su inveterada capacidad de repugnar al ser humano al extremo de la fobia. Quizá más aún, debido al inquietante aspecto de sus morros succionadores.

—Con esto no contábamos —dice BB, moviendo el haz de la linterna para espantarlas.

—¿Qué pasa? —pregunta Marcuse, que avanza el último tras Mam'zelle.

—Nada.

—¿Son ratas?, ¿hay ratas?

—No hay ratas: huyen de la luz...

—Si huyen es que las hay... ¿Hay ratas?, dímelo, no pienso entrar ahí si no me lo dices...

—Vale, puede que haya unas cuantas ratas —dice Mam'zelle, volviéndose hacia él—. Ratas de estación espacial, inofensivas, son como gropecos grandes.

—No puedo —dice Marcuse.

—Sí puedes.

—No puedo. Ni siquiera puedo verlas en una película plana.

—Cierra los ojos, sólo eso. BB irá delante, tú la sigues apoyándote en su hombro y yo iré detrás, pegado a ti.

Marcuse niega con la cabeza y se sacude algo invisible de los brazos.

—No puedo. De verdad que no puedo...

Tiene que intervenir BB:

—Escúchame bien: nunca me hubiera metido en un lío como éste con un gilipollas como tú, y si no te necesitáramos te daría ahora mismo una patada en el culo y seguiríamos solas. Pero te necesitamos, ¿vale?, así que vas a meterte en ese agujero aunque tenga que cogerte por los huevos y arrastrarte por encima de las putas ratas, ¿has entendido bien?

Afortunadamente para todos, no hace falta llegar a tanto para convencer a Marcuse.

En cuanto se le pasa el mareo, el profesor Palaiopoulos se incorpora un poco en la silla para hablar con más comodidad.

—Comunicación local —dice—. Comida a domicilio, franquicias disponibles. Orden de popularidad.

La voz del sistema de comunicación enumera:

«1.º- McDonals; 2.º- Vegetable Burger King; 3.º- Pizza Hut; 4.º- Universal Fried Chicken Substitute; 5.º- Won Tong Express; 6.º- Food & Style...»

—Food & Style —interrumpe el profesor—. Llamada.

Cambia la voz electrónica para dar lugar a una advertencia sanitaria:

«La Agencia Occidental de Seguridad Nutricional les recuerda que una ingesta alimenticia irresponsable puede causar graves problemas cardiovasculares».

Después suena la advertencia del departamento de seguridad:

«Se informa al usuario de que esta comunicación tiene la consideración de pública, y como tal podrá ser usada a efectos fiscales, de seguridad y publicitarios.»

Por último suena una voz humana:

—Food & Style en Oxford 7, le atiende Operadora 5, en qué podemos servirle...

Su acento es latino.

—Pues..., verá, no estoy muy seguro —dice el profesor—. Somos cuatro personas y estamos celebrando una pequeña reunión de amigos, ¿tienen algún menú de degustación para cuatro?

—Lo siento, señor, solamente disponemos de raciones individuales. ¿Desea usted que le enviemos una carta interactiva completa a su comunicador, o prefiere que le lea las diez delicatessen más solicitadas del día, las de menor aporte calórico, las ricas en complementos nutricionales...?

—Lea las más solicitadas, por favor.

—Enseguida, señor... Tenemos la Ensalada Macintosh de germinados, el Dashi con caviar de Miso, las Hojas de Ostra a las hierbas del Languedoc, los Cubitos de Espárrago Helado con semillas de Lino...

—Espere, se me ha ocurrido una idea. Como somos cuatro podría enviarnos los primeros ocho platos más solicitados y así probamos un poco de todo, ¿es posible?

—Cómo no, señor. ¿Desean algo para beber?

—Un momento, voy a consultarlo. Comunicador: Pausa. —El profesor hace unos segundos de tiempo mirando al techo y contando hasta diez—. Comunicador: Continuar. Sí: pónganos tres Speedy Ragweed y una Coca-Cola. Tres y uno, ¿lo tiene?

—Tres y uno, correcto. ¿Desean que recojamos los residuos o los reciclarán ustedes mismos?

—No, los reciclaremos nosotros.

—¿Desean contratar alguna ampliación del seguro sanitario, plus de colesterol, de sodio, de glucosa...?

—No, creo que no hará falta.

—Entonces serán..., 26 eurodólares, impuestos incluidos. ¿Lo cargamos a su cuenta en chip?

—Sí, gracias.

—Gracias a usted por confiar en Food & Style. Tendrá su degustación gourmet a domicilio en quince minutos, les deseamos que pasen un agradable ocaso.

El profesor vuelve a reclinarse en el respaldo de la silla haciendo una mueca de dolor. En el reproductor de música empieza a sonar el saxo de Ben Webster.


Blues for Bill Basie
, 1958 —dice para sí mismo.

El resultado de la votación en la sala de juntas es de 9 votos favorables a las resoluciones de la rectora Deckard y 2 votos en contra, concretamente el de Leroy Torres, delegado de los alumnos, y el de Karl Marsalis, representante de los profesores.

Una vez disuelta la junta en espera de nuevos acontecimientos, ambos bajan al Starbucks del piso 10 y piden dos latas de Speedy Ragweed en previsión de haber de pasar todo el ocaso despiertos.

—¿Sabes que no serías mal actor? —dice Marsalis—. Parecía de verdad que estabas indignado.

Torres da un largo trago a la bebida de olor terroso, rica en ginseng transgénico.

—No lo sé...; a veces creo que Deckard es incluso más lista de lo que parece —dice.

—No te preocupes, no creo que sospeche lo más mínimo.

Torres vuelve a sorber de su lata y dice:

—Tú tampoco lo has hecho mal, por cierto...

—Bueno, mi papel era más fácil.

Torres se pasa el dedo por el antebrazo, buscando el pequeño bulto de su chip subcutáneo.

—¿Crees que habrá salido todo bien en el apartamento de Palaio? —dice.

—Seguro. BB sabe lo que hay que hacer.

De pronto se oye un murmullo apagado, lejano.

—Me parece que esto empieza a moverse —dice Marsalis.

Ambos se acercan a los ventanales de plasma. Lo deforman un poco al asomar la cabeza. Diez pisos más abajo, los estudiantes han empezado a cantar. Apenas se entiende lo que dicen, pero la tonada, incluso oscurecida por la distancia y el aislamiento acústico, es inconfundible:

Yet we get a trifle weary / With Mr. Einstein's theory
...

Otros clientes del local se acercan también a la cristalera para mirar. La mayoría tiene aspecto de funcionarios del rectorado, pero hay también algunos profesores menores de ochenta años. Un murmullo creciente indica que algunos de los presentes en el Starbucks se han unido al canto. No son muchos, pero sí los suficientes como para dejarse oír sobre la leve armonía sintética del local.

El crescendo alcanza el clímax al llegar al estribillo. Leroy Torres, Karl Marsalis y quizá una docena de otras voces se atreven a cantarlo con voz decidida:

You must remember this

A kiss is just a kiss

A sigh is just a sigh

The fundamental things apply

As time goes by
.

A las 18.26 en convención de Oxford 7 entran en el White Hart Tavern dos empleados de mantenimiento que han terminado el turno, todavía vestidos con sus monos rojos. Nadie se ha acercado a Rick Blaine para ofrecerle tabaco. Ha tomado ya seis shots de cerveza y se pregunta cuántos más puede beber.

Se levanta del taburete y se acerca al analizador. El sistema de pago funciona con chip subcutáneo, tarjeta de crédito o una de las escasísimas monedas de eurodólar que todo el mundo trata de acaparar. No quiere dejar una huella digital en el aparato, pero tampoco quiere gastar el poco metálico que lleva en previsión de que finalmente aparezca algún traficante de tabaco. Le pide al encargado si le puede proporcionar una moneda. Una transacción semejante está sujeta a tributación y el encargado se resiste:

—Si la saco de la caja me va a costar 83 céntimos extra en impuestos al tipo marginal —dice—. Pero los dos sabemos que vale diez veces más.

Rick ofrece que añada 10 eurodólares a su cuenta final de consumiciones. El encargado abre la caja, toma una moneda y la deja sobre la barra. Rick la recoge y apunta al encargado con los dedos dispuestos al modo de un emisor de multas:

—La ha cagado, amigo: transacción económica encubierta, lo tengo grabado —dice.

El encargado se revuelve:

—Yo no le he vendido nada, ¿estamos?: sólo he dejado un momento una moneda sobre la barra y usted la ha...

—Tranquilo, es broma —dice Rick—. Si fuera un agente tributario también sería ilegal que lo hubiera inducido a hacer algo ilegal —guiña un ojo y retira el dedo acusador.

Echa la moneda en el analizador y se ajusta el brazalete a la muñeca. En segundos la pantalla muestra los resultados. Cifras parpadeantes indican niveles escandalosos de ácido úrico, transaminasas, colesterol y berolíticos. Rick sólo siente curiosidad por la edad analítica aparente. 109 años, 18 más de los que tiene. Después busca directamente el índice de alcoholemia: dos punto cuatro. Trata de hacer una regla de tres mental: dos punto cuatro es a seis shots de cerveza igual que tres punto cero es a...

Le pregunta al encargado:

—Amigo: si tengo dos punto cuatro, cuánto puedo beber más sin pasar de tres...

El encargado se hace de rogar.

—Vamos, sin rencores —dice Rick—, sólo han sido un par de bromas, ¿no le gustan las bromas?

El encargado contesta con desgana:

—Le caben otros dos shots de cerveza.

—Pues póngame el primero, a su salud.

Cuando Rick está bebiendo a sorbitos entran otros tres individuos en el local. Rick se fija en ellos. A primera vista son más interesantes que los dos tipos del mono rojo. Dos mujeres y un hombre. Tres chicos, en realidad, los tres menores de cuarenta años. Desde luego no parecen traficantes de tabaco, visten como estudiantes, pero tienen todo el aire de no haber entrado allí simplemente para tomar una copa. La más decidida de los tres es una muchacha muy rubia, de piel clara y ojos azules, como salida de uno de esos cuadros planos pintados al oleo.

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