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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (25 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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—¡En España jamás saldrán de rufianes, picaros o criados! —vociferó el franciscano con el mismo tono altanero que Rodrigo—. En las Indias, a lo menos, hallarán una vida más digna y, trabajando duro, más oportunidades de prosperar y llegar lejos.

—¿Y tenemos que regalarles los pasajes en nuestra nao? —se ofendió mi generoso compadre—. ¿Conocéis lo que vale un viaje al Nuevo Mundo en cualquier mercante? ¡Cuatro mil y quinientos maravedíes por persona sin contar el sustento!

—Una suma que yo no podré reunir nunca confesando bribones —admitió el fraile.

—¡Sea! No se hable más —exclamé, pues de súbito la idea de llevarme al franciscano y a sus hijos en la Sospechosa no me pareció tan desatinada. Desde luego, viajaríamos con mayores apreturas aunque, a trueco, el bellaconazo de Alonsillo se vendría a Tierra Firme—. Nos acompañaréis, mas tened en cuenta que dos niños de tan corta edad serán una dura carga tanto el día que huyamos de Sevilla como en el tornaviaje por la mar Océana. No consentiré un solo perjuicio y, al primero que ocasione vuestra merced o cualquiera de sus hijos, daré orden para que los cinco sean desembarcados en el puerto más cercano. Tendréis, por más, que traeros vuestra propia cabalgadura para el día de la huida, así como las de vuestros dos hijos mayores.

—Soy más que contento, señora —declaró el padre Alfonso, inclinando la cabeza con agradecimiento—, de estas condiciones y conveniencias.

—Pues asunto arreglado —sentencié, y lo dije mirando a Rodrigo, que se consumía de enojo.

En cuanto fray Alfonso y sus hijos se hubieron marchado, mi compadre me dijo con desprecio:

—Con facilidad se piensa y se acomete una empresa, mas con dificultad se sale de ella las más de las veces.

—¿A cuál te refieres? —repuse—. ¿A la venganza o a cargar con los Méndez?

—Por llevar contigo a Alonsillo nos cuelgas del cuello a los otros cuatro. Procura que no estorben.

Para mi desazón, me dije de nuevo, Rodrigo volvía a leerme el pensamiento.

El segundo miércoles de diciembre Damiana no acudió a la casa de Isabel Curvo para atenderla a ella y a su hermano, el conde de Riaza. Envié recado a Isabel de que Damiana había partido apresuradamente hacia Cádiz para atender a un enfermo muy grave que había suplicado sus servicios y que tardaría a lo menos una semana en regresar. Isabel respondió diciendo que su hermano Diego se hallaba en tan malas condiciones que ese día ya no había podido ni visitarla y me suplicó que, en cuanto Damiana volviera, fuera a verle a su propio palacio. Con el mismo criado le respondí que no se preocupara, que, a más tardar, el día viernes que se contaban veinte y uno del mes, Damiana la vería a ella a primera hora de la mañana y, luego, sin demora, iría al palacio del conde de Riaza. Isabel me agradeció mucho el aviso y me hizo saber que así se lo había anunciado ya a su hermano para que, en esa fecha, la esperara.

Algunos días después, Carlos Méndez nos trajo nuevas de Alonso: ya estaba recluido en su casa, con su padre y sus hermanos, y el tonto de Lázaro, por mejor ejecutar su figura, se había empeñado en echarse en el jergón y hacerse pasar por enfermo no fuera el caso que doña Juana enviara a por su hermano o se presentara allí para verle y descubriera la mentira, pues la supuesta enfermedad de Lázaro era la excusa utilizada por Alonso para abandonar el servicio de su ama hasta el día viernes que se contaban veinte y uno.

También por entonces envié una misiva a Fernando Curvo pidiéndole ser recibida secretamente por él en su palacete el día viernes que se contaban veinte y uno a la hora de la comida. Sería un encuentro muy breve, le advertí en mi nota, tan sólo para referirle unos comprometidos asuntos sobre su familia que habían llegado hasta mis oídos, razón por la cual nadie, ni su esposa doña Belisa, ni su suegro don Baltasar, ni tampoco el resto de su familia debían conocer nuestra reunión pues sería mucho mejor mantenerlos de momento en la ignorancia sobre las aflicciones que, de no poner remedio a tiempo, caerían sobre todos ellos. Como esperaba, Fernando no pudo contener la impaciencia y me envió a su propio lacayo de cámara solicitándome la merced de ser recibido aquella misma tarde. Le dije al criado que resultaba completamente imposible pues aún debía ejecutar unas últimas averiguaciones, mas le pedí que le dijera a su señor una sola palabra, «plata», ya que él la comprendería. Advertí a Fernando también que, para no quedar comprometida y salvaguardar mi honra, acudiría acompañada por mi confesor. La respuesta del mayor de los Curvos se rezagó aún menos que la anterior y llegó con el mismo lacayo: el día viernes que se contaban veinte y uno, a la hora de la comida, me esperaba en la bodega de su casa, en la parte de atrás del palacete. No debía preocuparme por nada pues cuidaría de que no hubiera nadie ni en la susodicha calle trasera ni cerca de las cocinas, por donde él llegaría desde dentro cuando sonara la campanada que anunciara la una del mediodía.

Con todo y todos en su lugar, y con Rodrigo y yo preparados, amaneció el dicho viernes veinte y uno, de tristísimos y amargos recuerdos. Aquella noche no pude pegar ojo aunque tampoco me encontraba cansada cuando se dejaron ver las primeras luces del alba; una pujanza superior me robustecía volviéndome insensible a la fatiga. El fardo con mis cosas para el viaje se hallaba escondido, junto al de Rodrigo y al de Damiana, entre la paja de las caballerizas. Aquel día debía vestirme yo sola, sin la ayuda de mi doncella, pues las nuevas ropas hubieran llamado su atención y no convenía. Por fortuna, de tanto probármelas las encontré sencillas de usar y, por más, una vez puestas resultaron muy cómodas. Cuando bajé al comedor, Rodrigo, con unas feas bolsas negras bajo los ojos y con el rostro más blanco que el de un muerto, ya estaba allí, esperándome.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.

—¿Y tú? —inquirí yo a mi vez—. Pareces de piedra mármol y sin pulsos.

—No he dormido.

—Tampoco yo.

—Va a ser un largo día —murmuró.

—Muy largo, en efecto.

—¿Saldrá bien?

—El cielo, el azar y la fortuna nos ayudarán —le aseguré, muy seria.

Damiana, en cambio, había dormido y descansado sin problemas. Nada alteraba jamás a la antigua esclava, como si hubiera vivido tanto, visto tanto y sufrido tanto que cualquier suceso que le aconteciera sólo pudiera parecerle bueno. Sonrió al vernos y, con su bolsa de remedios al hombro, nos siguió hasta las caballerizas. Rodrigo enganchó los picazos al coche, metió dentro los fardos, diez varas de cuerda, el cofre con los doblones y, luego, nervioso y preocupado, subió al pescante.

—Hora de irnos, señoras. Suban sus mercedes al carruaje.

Tengo para mí que fue en ese momento cuando el tiempo, o mi vida, se detuvo. No es que no acontecieran los hechos o que el sol dejara de cruzar despaciosamente el cielo de aquella triste mañana de diciembre sino que el crudo frío de la calle se coló de algún modo en mi alma y la dejó varada y en suspenso. Nada me afligía, nada me turbaba. Subí al coche y me senté. Antes de que llegara la noche, los cuatro Curvos de Sevilla estarían muertos.

Rodrigo sacudió las riendas sobre los picazos y nos pusimos en marcha. Lancé una última mirada al hermoso palacio Sanabria y, antes de perderlo de vista, cerré los ojos y me arropé con el manto. No deseaba ocupar mis pensamientos con nada que no fuera lo que debía ejecutar.

Llegamos presto a la morada del juez oficial de la Casa de Contratación. El coche entró en el patio y los criados se acercaron presurosos para atendernos, inclinándose en cuanto me vieron bajar con el rostro velado por una fina seda negra. Damiana bajó a continuación, de cuenta que el mayordomo, que ya salía por la puerta, al verla venir conmigo adivinó al instante quién era yo y le murmuró algunas palabras a una criada que desapareció a toda prisa en el interior de la casa.

—Doña Isabel la recibirá enseguida —me dijo el mayordomo, franqueándome la entrada.

No tuvimos que esperar mucho. La joven criada retornó con la instrucción de acompañarnos hasta la alcoba de Isabel, que se encontraba postrada en cama desde hacía una semana por falta de su pócima. No guardo en la memoria otro detalle que la abundancia de objetos de plata expuestos por todas partes como en la casa de Fernando Curvo, una plata que ahora sabía que era la razón última de todos los desmanes y fechorías de aquella familia. Los corredores que atravesamos estaban tan colmados de aquella purísima plata blanca del Pirú que, de no alumbrar la luz de la mañana, hubiéramos podido pensar que caminábamos por las profundas minas del Cerro Rico del Potosí. Como su hermano Fernando, Isabel Curvo atesoraba muchos millones de maravedíes en forma de saleros, muebles, lámparas y obras religiosas.

Cuando la criada nos abrió las puertas de la cámara (que no era demasiado grande aunque sí lujosa y recargada de tapices, colgaduras y tornasolados terciopelos), vi que Isabel nos esperaba sentada en el lecho, en camisa, con los cabellos recogidos por una albanega y recatadamente cubierta hasta los hombros con una mantilla blanca.

—¡Grande merced y grande alegría es veros en mi casa, querida doña Catalina! —exclamó feliz aunque, al punto, una mueca de dolor le contrajo el rostro—. Damiana, por Nuestro Redentor, si algún aprecio me tienes, dame ya mi medicina pues me están matando los dolores.

—¡Querida señora! —proferí compasiva, quitándome vivamente los guantes antes de acercarme presurosa hasta ella para tomarla de las manos—. Damiana, aligérate con el remedio.

La negra, sin apremiarse en nada, se encaminó hacia el brasero que se hallaba en un rincón y emprendió sus quehaceres.

—Tú, muchacha —le dije imperiosamente a la criada que permanecía quieta a los pies del lecho—. Sal del cuarto.

—Es mi doncella de cámara —se justificó doña Isabel.

—Ya estoy yo aquí para serviros —objeté con determinación de cuenta que no se le ocurriera replicarme—. He venido para felicitaros la Natividad y para atenderos en lo que preciséis.

La doncella salió y cerró silenciosamente la puerta.

—¿Don Jerónimo no se ha quedado con vos? —me extrañé.

—¡Mi pobre Jerónimo! —dejó escapar ella que, por estar en la cama y enferma, no se había puesto afeites ni pinturas y mostraba un rostro arrugado y lleno de estrías que sólo desde muy cerca se le apreciaban. Sus ojos carecían de brillo y la ausencia de color y cera brillante en los labios los dejaba ver tan ajados como eran en realidad—. Hoy es el primer día que ha vuelto a la Casa de Contratación y sólo porque sabía que vendría Damiana. Desde que los dolores me impidieron caminar no se ha movido de mi lado, mas tenía ya muchos asuntos pendientes que no admitían demora.

—Tardará, pues, en volver.

—Si no le mando aviso por necesidad, no regresará hasta la noche. Así hemos quedado —me explicó, confiada, Isabel Curvo.

En ese punto, le apreté afectuosamente las manos, que aún conservaba entre las mías.

—¡Ay! —se lamentó y, con delicadeza aunque apremiada, me soltó y se llevó a la boca la yema del dedo anular izquierdo.

—¿Os he hecho daño, doña Isabel? —le pregunté, inquieta.

—No ha sido nada, doña Catalina —murmuró con amabilidad, mas una pequeña gota de sangre brillaba en su dedo—. Me he pinchado con uno de vuestros anillos.

—¡Qué torpe soy! Os ruego que me perdonéis. Mi deseo no era otro que confortaros.

—Lo sé, lo sé... —dijo sonriente, volviendo a llevarse el dedo a la boca.

Y, entonces, abrió los ojos en exceso, como si hubiera visto alguna maravilla, y ya no mudó el gesto. Así como estaba se quedó, como si se hubiera convertido en piedra, con el dedo en la boca y los ojos muy abiertos.

—Ahora está presa dentro de su cuerpo —murmuró Damiana a mi espalda.

—¿Nos oye? —susurré.

—Sigue viva y despierta, tal como os dije. Si le hubiera dado más curare
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, la habría matado. Su cuerpo está rígido, mas ella, por dentro, se encuentra bien.

—Sea —repliqué incorporándome. Observé a Isabel Curvo durante un momento y, luego, satisfecha al fin por ver llegado el momento de acabar con tantos malditos artificios y embelecos, me quité el anillo con la pequeñísima púa en la que Damiana había untado una chispa de ese peligroso curare y se lo entregué a la fiel cimarrona. Entonces, con la rabia y la ira albergadas durante un año entero en mi corazón, sujeté el rostro de Isabel con una mano y lo giré hacia mí para que sus ojos pudieran verme derechamente—. ¿Tenéis miedo, doña Isabel? —le pregunté aun sabiendo que no podía responderme—. Tenedlo, señora, pues vais a morir. Doy por cierto que no conocéis qué triste día es hoy, mas yo os lo voy a recordar. Hace exactamente un año, mi señor padre, el noble hidalgo don Esteban Nevares, murió como un perro en la Cárcel Real gracias al buen hacer de vuestra familia. ¿Que no sabéis de qué os hablo? ¡Oh, qué lástima, doña Isabel! Pues, aunque estoy cierta de que conocéis el asunto, en caso de no ser así tampoco estaríais libre de culpa. Mi padre, señora, era un honrado comerciante de trato de Tierra Firme a quien vuestro primo Melchor de Osuna robó todas sus propiedades y hundió en la desesperación. Yo soy Martín Nevares —y, diciendo esto, solté los corchetes que sujetaban mi saya de raso y desaté los lazos del corpiño para descubrir la camisa, el jubón, las calzas y las ocultas botas de cuero. Sólo me restaba desembarazarme el pelo de la toca de viuda y quitarle las cintas y adornos. Junto a mí apareció Damiana ofreciéndome la daga, oculta en su bolsa de los remedios desde que salimos del palacio—. ¿Habéis mirado bien, doña Isabel? ¡Catalina Solís no existe! Mi nombre es Martín Nevares, hijo de Esteban Nevares, muerto hace hoy exactamente un año. Tampoco os perdono la muerte de toda mi familia en Santa Marta a manos del pirata Jakob Lundch, que asaltó la villa para capturarme y matar a todos los vecinos por orden de vuestras mercedes, los hermanos Curvo.

Isabel, que no podía oponerse, ni gritar, ni defenderse, que no podía siquiera mover un dedo o cerrar los ojos, de algún modo me hizo llegar, con la mirada, un sentimiento de odio que reconocí al fin como la verdad de su corazón. En respuesta, alcé la daga ante sus ojos para que la viera bien.

—Deseo que conozcáis que, después de vos, morirá vuestro hermano Diego y, luego, vuestra hermana Juana. Para el final me reservo a Fernando, quien hizo juramento ante la Virgen de los Reyes de matarme con su espada por su misma mano. Vuestra querida familia, tan honesta, piadosa y benemérita, es un saco de maldades, avaricias y perfidias.

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