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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (26 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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—Se está recuperando —me advirtió quedamente Damiana.

Nada en el cuerpo o en el rostro de Isabel Curvo anunciaba tal recuperación mas, si lo decía Damiana, así debía de ser.

—¿Está lista la infusión? —le pregunté.

—En las manos la tengo.

—Pues, en cuanto pueda tragar, dámela. —Escudriñé de nuevo a Isabel, por ver si reparaba en alguna mudanza de su estado cuando, de súbito, pestañeó—. Querida hermana, debemos decirnos adiós —susurré, sentándome en el lecho y cogiéndola delicadamente entre mis brazos—. Ha llegado para vuestra merced el final del camino. Por piedad, os he reservado la muerte más benigna. No sufriréis. Os daré a beber una agradable infusión endulzada con miel de azalea.

Isabel, que se recuperaba prestamente de la inmovilidad del curare, lució en su rostro, tan cercano al mío, una torpe mueca de terror.

—¡Ah, conocéis la miel de azalea! —exclamé satisfecha—. Entonces no será preciso explicaros lo mortífera que es. Su veneno acabará dulcemente con vuestra vida y, cuando lleguéis ante el Creador, explicadle, si os atrevéis, que, sin remordimiento alguno, trocasteis las vidas de gentes honestas por riquezas para vos, por plata para vuestra casa y por fiestas en los palacios de los nobles.

Le hice un gesto a Damiana y ésta, acercándose con la infusión, me entregó al mismo tiempo una cuchara sopera. Aquello olía bien. Me extrañó que la muerte oliera tan bien. Limpiándole los labios de vez en cuando con un pañuelo, le fui metiendo en la boca cucharada tras cucharada de la venenosa tisana. No llegó a recuperar el dominio de su cuerpo, que se fue reblandeciendo al tiempo que ella perdía la vida. Al final, pareció resignada. Cuando dejó de tragar, Damiana me dijo:

—Ha muerto.

Le devolví la cuchara a la cimarrona y cerré los ojos de la fallecida.

—Ésta es —murmuré al tiempo que dejaba caer a Isabel sobre la cama— la justicia de los Nevares. Un Curvo menos hollando la tierra, padre.

—Voy a disponerla como si durmiera —me dijo Damiana—. Vístase voacé con sus ropas de Catalina pues pronto será extraño que sigamos aquí.

Al tiempo que yo recuperaba mis vestidos, me los ponía de nuevo y componía mi pelo con los aderezos y la toca, Damiana, que había frecuentado a la muerta durante muchos meses para tratarla de sus dolores, la colocó con tiento en la postura en la que conocía que Isabel solía dormir y la cubrió con las ropas de la cama hasta dejar sólo un poco de cabello a la vista.

—Vayámonos —ordené—. Aún tenemos mucho que obrar.

Damiana tomó su bolsa, guardó en ella mi daga, dio una última mirada al cuarto y me siguió al exterior, donde la doncella de cámara, sentada en un taburete, seguía esperando a que su señora la llamara.

—Atiende bien, muchacha —le dije con tono firme—. Doña Isabel se ha dormido después de tomar su medicina. Se encontraba muy cansada tras tantos días de dolor y tantas noches en blanco. Déjala reposar, no la despiertes y no permitas que nadie la moleste hasta que ella te llame.

La doncella asintió. No parecía muy avispada, de cuenta que quedé cierta de que obedecería mis órdenes a pie juntillas.

Cuando Rodrigo nos vio salir, se aproximó hasta la portezuela del carruaje para abrírnosla y poner el escañuelo, pues no había peldaño entre la casa y el patio. Al pasar junto a él, entretanto inclinaba la cabeza para entrar en el coche, murmuré:

—El viento de la fortuna sopla en nuestro favor.

De reojo le vi sonreír.

—Uno menos —masculló entre dientes.

Nuestro carruaje recorrió a buen paso las calles de la ciudad, abarrotadas de gentes que se afanaban en sus trajines cotidianos y graciosamente adornadas para las fiestas de la Natividad. El conde de Riaza residía en el ilustre barrio de Santa María, a no mucha distancia del palacete de su hermano Fernando, aunque a la soledad y firmeza de la casa del mayor se oponía la fina elegancia del palacio del menor. El portalón de entrada al patio estaba coronado por una impresionante torre con un escudo de armas tallado en la piedra, armas que no pude apreciar bien y cuya presencia allí no dejaba de ser una burla, conociendo como conocía que los Curvos no eran cristianos viejos ni hidalgos sino descendientes de judíos.

En cuanto Rodrigo detuvo los caballos frente a la entrada del palacio y antes, incluso, de que algún lacayo pudiera poner la mano en la manija de la portezuela, una dama no muy alta, de rostro velado y tocada con mantilla negra hizo su aparición en el pórtico y quedó allí, quieta como una estatua.

—Es la joven condesa de Riaza —me anunció Damiana.

—¿La conoces? —me sorprendí.

—Alguna vez acompañaba a su marido cuando él acudía a casa de doña Isabel para recibir su poción.

—Saludémosla, pues.

Yo había conocido a la condesa en la fiesta que di en mi palacio el verano anterior, mas no guardaba en la memoria nada señalado de ella por ser sólo una pobre mujercilla cándida con el rostro arruinado por la viruela. Como ahora lo llevaba velado, en su porte sí se percibía el aire de su alta cuna aunque no tanto como hubiera cabido esperar de una noble condesa española. Hice una reverencia cuando bajé del carruaje y, al ponerme en pie, me retiré la seda del rostro; también ella se mostró y, al hacerlo, sentí lástima por aquella muchacha que, a no dudar, hubiera sido mucho más feliz ingresando en un convento que casándose con aquel hideputa de Diego Curvo. Quizá, me dije, su vida sería mejor de ahí en adelante: las viudas en España gozaban de muchos más privilegios y libertades que las solteras y las casadas, de cuenta que Josefa de Riaza, si resultaba ser un poco lista, podría disfrutar el resto de su vida de su hacienda con plena potestad y libre albedrío.

—Es un honor que visitéis nuestro palacio, doña Catalina —dijo con una vocecilla aguda que me hizo disimular un suspiro de resignación: sólo era una niña.

—A petición de vuestra cuñada doña Isabel, mi criada Damiana debía acudir hoy a tratar a vuestro señor esposo, el conde.

Ambas desviamos la mirada y bajamos la cabeza, reconociendo en silencio el vergonzoso mal que aquejaba al enfermo.

—En efecto, doña Catalina —aseguró ella, amablemente—, la estábamos esperando, mas no en vuestra grata compañía.

—Me ha parecido adecuado visitaros, señora condesa, para ofreceros en persona toda mi ayuda en estos momentos tan difíciles para vos, sobre todo porque se acerca la Natividad de Nuestro Señor y vuestra merced necesitará una mano amiga hallándose vuestro esposo en las condiciones en las que se halla.

Ella se sobresaltó.

—No habréis contado a nadie...

—Calmaos, condesa —la tranquilicé—. Nada he dicho, mas comprenderéis que tanto vuestra cuñada Isabel como mi criada me lo hayan referido todo.

La joven asintió. Damiana, dos pasos detrás de mí, esperaba pacientemente la resolución de la charla.

—¿Cómo se encuentra hoy vuestro esposo? —me interesé.

La condesa tornó a bajar la mirada.

—Se muere, doña Catalina. Como no tomó la medicina la pasada semana, los males han arreciado con tal virulencia que don Laureano de Molina, el cirujano de la Santa Inquisición que le ha estado visitando en confianza, nos anunció ayer a mi cuñado don Fernando y a mí que no llegará a la Nochebuena. Le quedan horas de vida. Un día o dos a lo sumo.

—Debéis ser valiente, señora condesa, y confiar en Damiana —le dije, apoyando mi mano enguantada sobre las suyas, cruzadas a la altura del vientre—. En el coche me decía que hoy le va a dar una nueva medicina casi milagrosa.

—Está muy mal —denegó ella, aunque sin demasiado dolor.

—Confiad en Damiana, condesa. ¿Acaso no visteis mejorar a vuestro señor esposo en cuanto ella le dio sus remedios?

—Sí, mejoró mucho —admitió la niña—, mas es voluntad de Dios que la vida acabe cuando Él lo designa y nada puede ejecutarse para mudar Su decisión, doña Catalina. Esta tarde viene el confesor de mi cuñado don Luján a procurarle los óleos de la Extremaunción. No quiere morir sin confesión.

—¿Quién querría, señora condesa? —convine, recordando que aquel mismo día, un año atrás, de no haber llegado yo a tiempo, mi señor padre hubiera muerto en el suelo de piedra de aquel rancho de la Cárcel Real llamado Crujía entre la suciedad, las ratas y el olor a excrementos y a animales muertos, rodeado de ladrones, locos y criminales—. Vayamos a verle, señora, y que Damiana le aplique sus curas pues, en el peor de los casos, mal no le van a hacer y, en el mejor, quizá le alivien.

—Tenéis razón, doña Catalina —dijo la joven, colocándose a mi lado para franquear la puerta del palacio—. Disculpadme por haceros sufrir los rigores del frío sin invitaros a entrar; tengo la cabeza muy trastornada por culpa de la enfermedad de mi señor esposo.

—¡Oh, no preocupaos! Vengo muy bien abrigada —le dije, y era cosa muy cierta, pues llevaba puestas las vestiduras de mis dos identidades.

Docenas de criados y un número sorprendente de esclavos zanganeaban por las estancias del palacio que, aun siendo hermoso y, cómo no, rebosante de plata por todas partes, presentaba tal desaliño y tal aire de desidia que más parecía una posada de camino que una morada de nobles. Allí nadie cumplía con sus obligaciones, nadie limpiaba, nadie ordenaba, nadie parecía preocuparse por atender a la condesa y ésta, indiferente a la confusión y al desgobierno de su casa, avanzaba por los corredores sin advertir las ropas y objetos que campaban por los suelos ni las telarañas que se mecían sobre su cabeza. Tuve para mí que criados y esclavos, conocedores del fin de su amo y de la poca sal en la mollera de su joven esposa, estaban arramblando con algunas de las cosas de valor y disponiéndose a huir en cuanto el conde hubiera entregado el alma. Aquel palacio era un desastre y sólo un mal señor, que ha gobernado con dureza y mezquindad, recibe un desprecio semejante de sus sirvientes en la hora de su muerte. ¿Acaso no había dicho fray Alfonso que Diego Curvo los había golpeado a todos con la vara hasta llenarlos de costurones? Tal era, pues, el pago que recibía por su crueldad. Mas, ¿cuál podía ser la razón para que los hermanos de Diego consintieran semejante desastre? Si Josefa de Riaza no sabía enderezar su casa, de caridad hubiera sido que Fernando, Juana o Isabel hubieran puesto remedio a la situación.

Arribamos, al fin, a la antecámara de Diego, donde una vieja esclava negra, grande como un mascarón de proa y con el rostro cruzado por un ramalazo de vara que la desfiguraba grotescamente, se empleaba doblando algunas camisas y guardándolas en un hermoso baúl. Al vernos entrar, se detuvo.

—Doloricas —la llamó la condesa—, ¿has dejado solo a don Diego?

—Alguien tiene que lavar la ropa —repuso tranquilamente la negra, dándose la vuelta y alejándose por el corredor con un cesto lleno apoyado en la cintura.

—Yo y mi esclava —me confió la condesa en voz baja, dando por cumplida la muerte de su esposo—, retornaremos a Santa Fe, en el Nuevo Reino de Granada, con la próxima flota de Tierra Firme. Mi madre vive allí y esta metrópoli no nos gusta.

Asentí con la cabeza, comprensiva, y yo misma abrí la puerta del aposento de Diego para dejar pasar a la ignorante, desventurada y necia doña Josefa. El olor que me golpeó derechamente en la nariz cuando franqueé la entrada fue repulsivo. En aquella alcoba no había limpiado nadie desde hacía mucho tiempo y tuve por cierto que el estado del menor de los Curvos debía de ser, como poco, indigno del más sucio leproso del peor de los lazaretos. A Rodrigo le hubiera gustado saberlo, me dije, pues aquel hideputa no merecía otro final.

Al punto me apercibí que doña Josefa no tenía intención alguna de acercarse al lecho ya que le señaló el enfermo a Damiana y se quedó clavada junto a la puerta. Sentí bascas en el estómago y alguna que otra arcada cuando la cimarrona destapó a Diego Curvo para examinarle el cuerpo: nadie le había lavado en las últimas dos semanas y tenía las sábanas pegadas a la piel por los humores secos de las llagas malignas reventadas. Podían contársele uno por uno todos los huesos y tolondrones, de los que estaba lleno, porque ni su esposa, ni sus hermanos, ni los sirvientes se habían molestado en ponerle una humilde camisa. Al aproximarme, reparé en que estaba podrido de verrugas y costras y comido por la sarna. Respiraba afanosamente y una muchedumbre de piojos se nutría de su sangre ponzoñosa.

—¿Está despierto? —pregunté, asqueada, llevándome un pañuelo a la nariz.

—Lo estará —afirmó Damiana, comenzando con sus preparaciones en el brasero.

Era llegada la hora de echar de allí a doña Josefa y me congratulé de que no fuera a resultar tan arduo como me había temido pues se la veía, en verdad, deseosa de marcharse. Volví sobre mis pasos para colocarme junto a ella.

—Queridísima señora —le dije con grande pesar y dolor—, sois demasiado joven y dulce para permanecer aquí sin que vuestro corazón sufra y se conmueva. Deberíais salir de esta alcoba.

Ella sonrió y asintió.

—Tenéis razón, doña Catalina. Vayamos a mi sala de recibir, donde estaremos más cómodas entretanto vuestra criada alivia a mi señor esposo. Hablaremos del Nuevo Mundo, de su sol, de su calor...

—Necesitaré ayuda —terció Damiana por retenerme.

—Doloricas te asistirá en todo cuanto precises —repuso la condesa colgándose de mi brazo y tirando de mí hacia la antecámara. Debía impedir que me alejara del maldito Diego, así que me solté de ella con delicadeza y detuve mis pasos.

—Adelántese vuestra merced, condesa. A vuestro desdichado esposo no le vendrán mal unas cuantas oraciones. Por más, no puedo quedarme mucho tiempo, pues tengo otros compromisos antes de la comida.

La joven puso cara de pena. Que se sentía muy sola no podía dudarse, mas no sería yo la mosca que cazaría en su telaraña para aliviar su soledad por muy condesa que fuera y aún menos aquel día.

—¡Qué lástima! —exclamó contrariada.

—Esperadme en el estrado, condesa—insistí con afecto—. Ayudaré a Damiana y rezaré por el conde. Luego, me reuniré con vos y charlaremos un poco sobre Tierra Firme.

Sus ojos se iluminaron.

—¿Conocéis Tierra Firme? —se sorprendió—. Tenía para mí que habíais vivido en Nueva España con vuestro señor esposo.

—Y así es, mas visité una vez Cartagena de Indias y me pareció un lugar encantador.

La condesa sonrió con alegría.

—¡Cartagena! ¡Qué hermoso puerto!

Como vi que tenía intención de retenerme allí mismo con la plática, porfié para que se marchara.

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