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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (30 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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—¿Está muerto? —pregunté con un hilo de voz.

—¡Muerto y bien muerto que está!

—Pues, entonces, recoged mis ropas y recuperad mi espada. Luego, nos iremos.

Le oí trasegar y consideré que iba a perder el sentido, mas, antes de perderlo del todo, con la boca llena de mi propia sangre, murmuré:

—Ésta es la justicia de los Nevares. Otro Curvo menos, padre. Ya van cuatro.

Luego, todo se tornó negro.

Me sacaron de Sevilla escondida dentro del carro y, durante el viaje, Damiana terminó de vaciar la cuenca del ojo para que no se me inficionara y, luego de limpiarla bien, la rellenó con unas hierbas de su bolsa y la tapó con un fino paño negro que me anudó detrás de la cabeza. Como me había hecho beber una de sus pócimas, no sentía ningún dolor y sí una muy grande alegría por la venganza felizmente cumplida: los cuatro hermanos Curvo de Sevilla habían muerto y, sin ellos, los negocios familiares estaban acabados pues, de todos sus descendientes, sólo el loco Lope se hallaba en edad de convertirse en mercader y no parecía ser tal su deseo.

—Curaréis pronto —me vaticinó Damiana el mismo día en que arribamos a Cacilhas.

—Lo sé —asentí, tocando con la mano la tela que cubría el nuevo hueco de mi rostro—, mas me acobarda mirarme en el azogue.

—No os preocupéis —me consoló ella—. Estáis igual, aunque con un solo ojo.

Aún vestía las ropas manchadas de sangre y ardía en deseos de llegar a mi cámara en la Sospechosa para lavarme y tenderme en la cama.

Todo se ejecutó con premura. Juanillo y el señor Juan, desde el bordo de estribor, nos saludaron con los brazos en cuanto nos vieron llegar. El piloto, Luis de Heredia, había cuidado bien de la nave y, conforme a mis órdenes, todo estaba listo para zarpar.

—No tienes buen aspecto, muchacho —me dijo el señor Juan en cuanto pisé la cubierta.

—He perdido el ojo en el duelo con Fernando —le expliqué, afligida.

Él guardó silencio un instante y, luego, mirándome de arriba abajo, sonrió.

—¿Le mataste?

—Sí. Maté a los cuatro.

—Pues, ¿qué se te da de perder un ojo si has ganado la paz para tu padre? ¡Levanta esos ánimos! Ahora eres una hidalga tuerta y hallarás a un hombre que te amará así.

Sentí un enojoso aguijonazo en el hueco del ojo perdido y del otro, del sano, me cayó una lágrima.

—Vamos, vamos... —intentó consolarme—. No es momento de llantos ni de dolores. Está soplando un buen viento de tierra y debemos aprovecharlo para zarpar.

—Encárguese vuestra merced —repuse, triste—. Yo voy a lavarme. Saldré para la cena.

En cuanto entré en mi cámara, lo primero que hice fue quitarme el paño negro y buscar un espejo y, al verme reflejada, no pude sino espantarme y echarme a llorar. Nunca volvería a tener un rostro proporcionado, libre de aquella abominación. Nunca volvería a ver con dos ojos, de cuenta que más me valía acostumbrarme a la fatigosa visión de costado de la que disfrutaba ahora pues aquella desgracia era un accidente irreparable que duraría lo que durara mi vida. Estaba condenada a llevar un pañuelo o un parche para ahorrar a los demás el asco y el horror que mi nuevo aspecto producía. Por más, llorar obraba el extraño efecto de causarme grandes y agudas punzadas en el ojo ausente a pesar de haber tomado la poción de Damiana, así que me serené, me sequé la mejilla derecha y, dejando el espejo sobre la mesa, juré que no tornaría a lamentarme por la pérdida ni a derramar una sola lágrima para no resentirme en un trozo de mí que ya no tenía. Ahora yo era deforme y así debía aprobarme y debían aprobarme quienes me quisieran. Nunca lograría atraer a Alonso, ni conseguiría que se fijara en mí. ¿Quién podría amarme viendo aquel huevo huero lleno de hierbas y costurones? Quise llorar de nuevo mas el juramento hecho me lo impidió.

Aquella noche, a la hora de la cena, sentados todos a la redonda del palo mayor, bien abrigados para no morir de frío, el señor Juan, Rodrigo y Juanillo mostraban su contento por regresar a casa, a Tierra Firme, al dulce calor del Caribe, y se felicitaban por el acertadísimo final de aquella historia. Al oírlos desvariar, me eché a reír a carcajadas.

—¿Final? —dije con la boca llena de carne—. ¿Qué final?

Alonso, Rodrigo, Damiana, Juanillo, fray Alfonso y el señor Juan quedaron de una pieza.

—Pues, ¿queda algo por poner en ejecución que no sea matar a Arias? —preguntó Rodrigo de mal talante.

—Sólo atacar una flota del rey.

Fue tan grande el silencio en el que quedamos que se oyó toser a los marineros bajo la cubierta.

—¿Atacar una flota? —repuso, al fin, el señor Juan con una risilla floja.

—Atacar la próxima flota de Tierra Firme en cuanto emprenda el tornaviaje.

Epílogo

Arribamos a Cartagena de Indias a finales de febrero de mil y seiscientos y ocho, un año y cuatro meses después de nuestra partida. Por culpa de la orden de apresamiento que seguía pendiente contra mí no pude bajar a tierra como hubiera sido mi gusto para correr en busca de madre y conocer cómo se hallaba. La travesía fue buena; seguimos la derrota desde Canarias hasta Tobago, aprovechando los propicios vientos que empujan sin esfuerzo las naos hacia el Nuevo Mundo. ¡Qué grande alegría desprendernos para siempre de mantos, gabanes y demás ropas de abrigo! En el Caribe no eran menester y el calor se acrecentaba conforme nos allegábamos. Al poco, había borrado Sevilla y España de la memoria. En cuanto mareamos por aguas de Margarita supe que, en verdad, nos hallábamos en casa. Pasamos, sin detenernos, cerca de La Borburata, Curacao, Cabo de la Vela, Santa Marta... y, al fin, atracamos en el fondeadero de Cartagena el día que se contaban diez y ocho de febrero. ¡Qué grande animación y alegría reinaba en el puerto! ¡Y cuánto había añorado yo aquel regocijo y aquellas hermosas aguas turquesas!

No bien madre hubo subido a bordo, cesaron de todo punto mis penas, cuitas y desazones. Ahora podía dejarlas en sus manos y liberarme de tan pesada carga. Ella se regocijó tanto de volver a verme, incluso sin el ojo, que se echó a llorar conmovida, y yo, al abrazarla después de tan largo tiempo, hubiera deseado hacer lo mismo, mas cumplí mi juramento de no derramar una sola lágrima. Madre quiso conocer punto por punto la muerte de mi señor padre y, así, en la misma cubierta de la Sospechosa, en tanto los hombres iban y venían de un lado a otro terminando las faenas de la nao, principié con el extenso relato de aquellos diez y seis meses pasados en la metrópoli. Fue muy triste recobrar de la memoria los amargos momentos sufridos en la Cárcel Real de Sevilla así como verme obligada a decirle que no conocía el lugar al que habían ido a parar los restos de su amado Esteban. Ella no me lo reprochó. Desde el primer momento comprendió la peligrosa situación en la que nos habíamos encontrado Rodrigo, Damiana, Alonso, Juanillo y yo, y no me pidió razones cuando le relaté cómo habíamos huido de la plaza de San Francisco perseguidos por la justicia buscando la casa de Clara Peralta. En este punto, al oír el nombre de su hermana, soltó un grito de alegría y otro más cuando le entregué la misiva que doña Clara me había dado para ella.

¡Cómo lloró leyéndola! Un pedazo grande de su vida y de su juventud retornaban hasta su corazón en aquel papel, que apoyó sobre su pecho todo el tiempo que yo estuve hablando, que fue mucho. Luego, debió de guardarlo porque, en algún punto, dejé de verlo y nunca me confió qué le había escrito su queridísima hermana. Sin apercibirnos, se allegó la hora de la comida. Todos estaban en tierra pues querían enseñar Cartagena a los Méndez, con quienes se habían trabado buenas amistades durante el viaje. En verdad, los hermanos menores no habían ocasionado perjuicio alguno e incluso el pequeño Telmo se puso a trabajar en la nao desde el mismo día en que zarpamos. Todos pagaron su pasaje bregando duro y Rodrigo tuvo que admitir que lo habían hecho bien.

Durante la comida, servida discretamente en mi cámara por Damiana, madre y yo continuamos hablando. Al principio, se rió mucho de mis nuevas y elegantes maneras en la mesa mas dejó de hacerlo en cuanto le expliqué que las había aprendido de su hermana Clara, que era toda una dama sevillana cuya finura superaba a la de muchas marquesas y condesas que había tenido ocasión de conocer. Entonces dio comienzo el capítulo de la alta sociedad sevillana, de las fiestas, las meriendas, las recepciones... Se hizo de noche y aún no había terminado de referirle todo cuanto deseaba conocer. Rodrigo y los Méndez regresaron a eso de las ocho y se sumaron a la plática.

Llegó entonces la relación de la muerte de los Curvos. Los ojos de madre relampaguearon de odio y satisfacción cuando fue escuchando los pormenores de cada discurrida venganza. Dos o tres veces se levantó de su silla y se allegó hasta mí para darme un abrazo lleno de orgullo y alabar mi honrosa determinación. Concluí, poco más o menos, al filo de la medianoche, con Lázaro, Telmo y Juanillo dormidos a pierna tendida en el suelo de mi cámara. Sólo se oía el romper sereno de las olas contra los costados de la nao.

—Y bien —dijo madre, estirándose en el asiento—, ¿qué vas a obrar para acabar con el hideputa de Arias?

—No es Arias quien me preocupa ahora, madre —repuse, ajustándome el pañuelo negro que me tapaba la cuenca del ojo—. Lo que deseo, antes de matar a Arias, es averiguar cuándo saldrá la próxima flota hacia España.

—¿Y qué se te da a ti de eso? —se sorprendió.

—Quiero dejar bien cerrado el asunto de Sevilla.

—No te comprendo —rezongó.

—Voy a atacar la flota de Tierra Firme.

Madre dio un respingo y me miró indignada.

—¿Atacar la flota? —soltó—. ¡No sabes lo que dices! ¡Has perdido el juicio!

—No habrá peligro alguno —le aseguré.

—¡Qué! —exclamó, poniéndose una mano tras la oreja como si se hubiera quedado sorda—. ¿Alguien ha escuchado a una insensata afirmar que va a atacar una flota real y a salir bien parada del suceso?

Los demás guardaron silencio.

—¿Soy yo, acaso, quien ha perdido el juicio? —porfió, mas todas las bocas siguieron cerradas—. ¿Qué demonios está acaeciendo aquí? ¿Es que no conocéis que las flotas son invencibles y que por eso jamás han sido atacadas? ¿Qué buena razón disuade a ingleses, franceses y flamencos de acometer semejante empresa?

—Te digo, madre, que no nos sucederá nada. Confía en mí.

Ella se puso en pie de un salto.

—¡Que confíe, dice! ¡Que confíe! ¿Cómo voy a confiar en que los poderosos galeones del rey no hundirán esta ridícula zabra con un solo disparo de cañón? ¡Pues no me dice que confíe! ¡Anda y adóbame esos candiles!

—No atacaré la flota con esta zabra, madre —le expliqué de buen talante.

—¿Y cómo tienes pensado ponerlo en ejecución? —se burló—. ¿Comprarás galeones reales en algún astillero del Caribe? ¿O acaso mil naos artilladas? ¿Quizá dos mil?... ¿Y soldados? ¿Dónde hallarás soldados bastantes para ese ataque? ¿Y maestres para gobernar las naos durante la batalla? ¿Y marineros?... ¿Acaso no ves que vas a una muerte cierta? ¡Y todo por hundir una flota que transporta la plata ilícita de los Curvos! ¡Nadie te seguirá en semejante locura! ¡Ni siquiera los esclavos o los extranjeros por muchos caudales que pagues!

Suspiré con resignación y la miré derechamente cuando se me plantó delante con los brazos en jarras y aires de desafío.

—No emplearé galeones ni naos artilladas, madre. Tampoco soldados o marineros. Y puesto que nadie me seguirá, te ruego que me sigas tú. Ven conmigo en la nao y quédate a mi lado durante el ataque.

—¡Antes me dejo rebanar el cuello! —gritó y tengo para mí que pudieron oírla en la ciudad de Cartagena.

Los tres meses y medio siguientes, hasta que arribó por fin a mediados de junio la flota de Tierra Firme, los pasamos mareando arriba y abajo de nuestras costas, fondeando en cada poblado de indios entre Nombre de Dios y Dominica para comprar a buen precio esas grandes naos que los caribes llaman canoas en las que caben holgadamente cincuenta o sesenta remeros. Doce indios se unieron a nosotros sin conocer cuál era nuestra empresa, sólo por el afán de prosperar y de aprender nuestra lengua. Resultaron ser excelentes pilotos, grandes conocedores de aquellas aguas y de las estrellas del cielo, de cuenta que no les arredraba marear en la negrura de la noche. Tras tres meses de mercadeo habíamos conseguido cuarenta y siete canoas en buen estado y el señor Juan y el piloto Macunaima, con el patache Santa Trinidad que había quedado en Cartagena, las fueron llevando a la sirga hasta una pequeña isla llamada Serrana, a ciento veinte leguas al noroeste de Cartagena. Allí, en aquella isla o, por mejor decir, en aquel islote despoblado cubierto de arena muerta y sin sombra a la que ponerse, ocultamos igualmente el resto de mercaderías que compramos por toda Tierra Firme. Tres indios quedaron al recaudo de los muchos toneles, odres, pipas y botijas acopiados en la isla Serrana.

Por fin, promediando junio, el día que se contaban doce del mes, arribó la flota a Cartagena de Indias. En verdad, la flota no era sino una temible Armada de treinta y ocho galeones reales al mando del general Jerónimo de Portugal que portaba azogue para las minas de plata del Potosí y esclavos para vender en Cartagena. No traía naos mercantes en conserva y, por eso, aparte del azogue y los esclavos, no se halló cosa alguna que tratar en la feria de Portobello que se celebró dos semanas más tarde. Según conocimos, la dicha Armada había zarpado de Cádiz en marzo y su único propósito era recoger el tesoro de Su Majestad y emprender prestamente el tornaviaje a España pues urgían los caudales ya que el imperio se hallaba de nuevo en bancarrota y el rey Felipe estaba muy agobiado por los millones de ducados que se adeudaban a los banqueros de Europa. De cierto que las riquezas del Nuevo Mundo no salvarían al rey de la ruina, mas aliviarían fugazmente su comprometida situación.

La inesperada nueva de la muerte de los cuatro hermanos Curvo de Sevilla arribó a Cartagena con la dicha Armada. Pronto no se hablaba de otra cosa y, a las pocas semanas, era asunto conocido en toda Tierra Firme. En cuanto la Sospechosa fondeó en la desembocadura del grande río Magdalena, en la secreta zona de las barrancas donde años atrás entregábamos las armas al rey Benkos y ahora las canoas y mercaderías al Santa Trinidad, el señor Juan, impaciente, empezó a gritar desde la orilla en cuanto vio allegarse nuestro batel:

—¡El loco Lope está en Cartagena de Indias con Arias Curvo!

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