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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (31 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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Salté al agua, cerca de la orilla, y caminé hacia él. No daba crédito a lo que oía.

—¿El loco Lope está aquí? —repetí, sorprendida.

—Ha venido en la capitana de la Armada y trae una orden real contra doña Catalina Solís por el asesinato de Fernando, Juana, Diego e Isabel Curvo.

—¡Si fue él quien mató a su madre! —protesté.

—Han ocultado la deshonra y te han colgado a ti el muerto. Dicen que fuiste de visita y le clavaste un puñal en el corazón.

—¡Ésta sí que es buena! —me reí—. Ya verá vuestra merced la cara que pone Alonsillo cuando se lo cuente.

—El rey ha ordenado que se hagan averiguaciones en todo el Nuevo Mundo para conocer quién es esa viuda de Nueva España llamada Catalina Solís y qué razones tenía para matar a los hermanos Curvo. Dicen que Sevilla entera quedó conmocionada y que el cardenal don Fernando Niño de Guevara ofició funerales públicos para que todas las gentes pudieran asistir y expresar su dolor e indignación, que eran muy grandes. Las autoridades sevillanas declararon seis meses de luto riguroso, que ya se habrán cumplido, y tanto la Casa de Contratación como el Consulado de Mercaderes ofrecen valiosas recompensas por tu captura. Muchos andan buscándote para hacerse ricos.

—¡No puedo ser más afortunada! —reí—. Me buscan como Martín por contrabandista y como Catalina por asesina, tanto en España como en el Nuevo Mundo. ¿Dónde me guardaré?

—Bueno, muchacho —repuso el señor Juan limpiándose el sudor de la frente con la manga de la camisa—, ahora eres tuerto y nadie, salvo nosotros, conoce que te falta un ojo. Eso te ayudará. ¡Ah, qué descuido el mío! Madre me ha dado algo para ti —y sacó de su faltriquera lo que me pareció un pañuelo muy arrugado.

—¿Qué es? —pregunté.

—Unas piezas para el hueco del ojo.

—¿Parches?

—En efecto. Uno de bayeta negra y otro de sarga.

Madre había cosido unas cintas a un par de triangulillos de tela. A lo menos podría quitarme de la cabeza el paño que tanto calor me daba.

—¿Y se conoce la razón —le pregunté al señor Juan— para que Lope de Coa haya venido a Tierra Firme?

—No, no se conoce. Dicen que para ocupar el lugar de Diego junto a su tío.

Lope de Coa, el loco Lope, conocía algo que los demás ignoraban: que no había sido Catalina Solís quien había estado hablando con su madre antes de que él la matara sino un tal Martín Solís, primo de Catalina y cornudo como su padre. El tal Martín, alegando querer matar al criado adúltero, le había salvado la vida huyendo ambos por el ventanal de la alcoba. El loco Lope estaba en edad de conocer los secretos de su familia y, si así era, a no dudar se había barruntado que Martín Solís era Martín Nevares y que Martín Nevares debía de haber retornado al Nuevo Mundo para matar a su tío Arias, el último de los Curvos, y así, en cuanto tío y sobrino hubieran hablado de lo acaecido en Sevilla, comenzarían a preguntarse quién era aquella tal Catalina y qué la unía al hijo de Esteban Nevares. Como en Tierra Firme todo el mundo se conocía, sólo era cuestión de tiempo que averiguaran que Catalina Solís era una acomodada viuda de Margarita que había desaparecido poco después de que el viejo mercader de Santa Marta hubiera sido hecho preso y llevado a España. Quizá no se les alcanzara de momento que Catalina Solís era, al tiempo, Martín Nevares, mas sin duda adivinarían que ambos habían estado detrás de las muertes de Fernando, Juana, Diego e Isabel. El loco Lope había venido al Nuevo Mundo para prevenir a su tío del peligro y para buscar por su mismo ser a Catalina y a Martín, pues tenía para sí que ambos le habían engañado haciéndole matar a su propia madre. Lope de Coa ansiaba venganza.

Todo estaba listo cuando, a finales de julio, cierto día antes de la salida del sol, la Armada del general Jerónimo de Portugal zarpó de Cartagena de Indias rumbo a La Habana
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, con más de nueve millones de ducados en oro y plata. Los treinta y ocho galeones, que artillaban unos cuarenta cañones por nao, levaron anclas y se hicieron a las velas, mareando hacia el noroeste por la derrota oficial que los llevaría derechamente hasta los bajíos de la Serrana, donde se hallaba la isla del mismo nombre en la que se guarecían nuestros pertrechos. A bordo de la Sospechosa, que había zarpado un poco antes y que ahora cruzaba la mar a todo trapo varias leguas por delante de la imponente Armada Real, viajaba madre con sus dos grandes loros verdes posados en los hombros. No había más que mirarla para apercibirse de lo muy dichosa y calmada que se hallaba entretanto contemplaba con embelesamiento cómo rompía el día y cómo el cielo se iluminaba con las primeras luces.

Tardamos poco más de tres jornadas de viaje en arribar a la isla Serrana, donde nos esperaban impacientes el señor Juan, el piloto Macunaima y los tres indios caribes que ya habían principiado los trabajos con las canoas. Todos los que arribamos en la Sospechosa pusimos manos a la obra de inmediato y durante los cuatro días subsiguientes trajinamos sin descanso colmando las canoas con barriles de aguardiente, cargas de leña y fardos de esparto que empapamos con sebo, resinas y aceite. Por las noches, a la redonda de la hoguera, cenábamos carne asada de tortuga y cangrejo, pues sólo esos animales habitaban aquel despoblado islote castigado por el sol. Acabamos de fabricar nuestros cuarenta y siete brulotes pocas horas antes de la aparición en el horizonte del rojo estandarte real que ondeaba en el palo mayor de la nao capitana de la Armada. Era casi media tarde y sólo quedaban, por más o por menos, dos horas de luz.

—¡Vienen! —gritó Alonsillo echando a correr por la playa hacia nosotros—. ¡Ya están aquí!

Un escalofrío me recorrió la espalda y mis piernas se aflojaron. Había llegado el momento.

—¡A las naos! —chillé—. ¡Presto, presto! ¡A las naos!

Todos los que nos hallábamos en la arena nos lanzamos hacia los bateles para bogar hasta la Sospechosa y el Santa Trinidad. Ambas naos tenían amarradas a la popa las cuarenta y siete canoas mudadas ahora en brulotes para arrastrarlas a la sirga: la Sospechosa, veinte y cuatro y el Santa Trinidad, veinte y tres. Pronto mareábamos con rumbo sudeste cuarta del sur, derechamente hacia la Armada que no parecía haberse apercibido de nuestra presencia. El tiempo era largo y soplaba un venturoso viento del sudoeste que hinchaba las velas. Por precaución, tomé la altura del sol y determiné que nos hallábamos en diez y seis grados escasos. El Santa Trinidad, al gobierno del señor Juan, mareaba lento para demorarse y quedar rezagado y nosotros, en la Sospechosa, echábamos de continuo la sonda en tanto íbamos velozmente a la vuelta buscando la menor profundidad. Cuando nos hallamos en diez brazas
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de agua, Rodrigo dijo que era suficiente y que fondeáramos. Yo me negué. Sabía que la Armada nos había visto y que estábamos a menos de dos leguas, mas, como no temían ser atacados, los galeones mantenían serenamente su rumbo. Hasta que me anunciaron cinco brazas no ordené soltar escotas y el Santa Trinidad, al vernos, comenzó a orzar para poner la proa al viento.

—¡Martín! —me gritó Rodrigo desde cubierta—. ¡Estaremos a tiro muy pronto!

No se me alcanzó su alteración. De cierto que los cañones de proa de los primeros galeones, en cuanto se allegaran un poco más, podían dispararnos y hundirnos, aunque ¿para qué malgastar munición? Sólo éramos una zabra y un pequeño patache que arrastrábamos algunas decenas de canoas indias. Mi intención era esperar hasta hallarnos a trescientas o trescientas cincuenta varas
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, momento en el que ya no podrían virar.

—¡Los arqueros, preparados! —ordené.

Tres indios caquetíos de la isla de Curacao, los mejores flecheros de todo el Nuevo Mundo, se dispusieron en la popa y Carlos Méndez, a toda prisa, les colocó detrás un pequeño brasero lleno de ascuas.

Los galeones se allegaban inexorablemente, grandes como monstruos marinos, firmes y poderosos con sus colosales velas cuadras. Los vigías de las cofas debían de estar preguntándose qué demonios hacían aquellas pequeñas naos mercantes que no variaban el rumbo. La noche se cernía ya sobre el Caribe y pronto no tendríamos otra luz que la de los fanales y los faroles. Los arqueros necesitaban claridad para conocer dónde apuntaban. Si oscurecía, no podrían disparar a los brulotes incendiarios. A menos de un cuarto de legua miré a madre, ella sonrió y me volví hacia la popa.

—¡Cortad las sogas! —grité—. ¡Incendiad los brulotes!

Alonso y Carlos Méndez, espada en mano, fueron truncando los cabos y soltando las canoas al tiempo que los caquetíos prendían fuego en el brasero a la punta de sus flechas y disparaban una tras otra. Las resinas y los aceites acopiados en las canoas se inflamaron y, al punto, soltaron grandes llamas y humo. Era tiempo de partir.

—¡Largad velas! ¡A todo trapo!

El Santa Trinidad, al ver nuestro fuego, prendió el suyo y sus veinte y tres canoas pronto estuvieron tan en llamas como las nuestras. Era tarde para la Armada, que sólo entonces se apercibió de la hostilidad de nuestras intenciones. La Sospechosa se puso a barlovento y se alejó del lugar al tiempo que los galeones, atrapados mortalmente entre nuestros brulotes y los del señor Juan, que se les arrimaban por la banda de estribor gracias a las corrientes, descubrían que, a la sazón, sólo podían obrar una única cosa: lanzar andanadas para tratar de hundir aquellas flamígeras naos antes de que chocaran contra ellos. No era tan difícil; sólo debían apuntar bien y disparar una y otra vez hasta conseguir arrasarlas y, por más, aunque alguna de ellas se topara con un galeón, no sería imposible apagar las llamas a tiempo.

Se había hecho de noche entre la confusión, de cuenta que, desde la segura distancia a la que nos hallábamos, sólo se veía el resplandor del grandísimo fuego de las canoas. Se oía, asimismo, el estruendo de los tiros y, cuantos más se oían, más gritos de alegría soltábamos nosotros.

—¡Disparad, disparad! —cantaba Alonso, zapateando con su hermano sobre la cubierta. Los caquetíos y los otros cinco indios que nos acompañaban se unieron al baile pues es cosa sabida que una de las más grandes aficiones de estas tribus caribeñas es bailar al compás de la música.

Las andanadas continuaron casi dos horas más, hasta que se extinguió el último destello de fuego. La Armada había luchado bravamente contra los brulotes y de cierto tendrían que reponer toda su munición en los arsenales de La Habana antes de partir hacia España pues el pertinaz incendio los había obligado, conforme a las cuentas hechas por Alonsillo (que, si no cambiaba de inclinación, algún día sería artillero del rey), a utilizar toda su munición, las dos mil pelotas de hierro que cargaban las Armadas.

Sólo que, en este caso, no eran pelotas de hierro. Eran de plata.

Arias Curvo enviaba a Sevilla cientos de quintales de plata de contrabando, sin declararla ni registrarla, ahorrándose los gravosos impuestos y las incautaciones del rey. Esa plata era la misma que yo había visto hermosamente labrada en las casas de sus hermanos y que enriquecía ilícitamente a la familia encumbrándola en la alta sociedad. Arias la obtenía vendiendo mercaderías escasas a precios muy elevados y la guardaba en sus almacenes de Cartagena, donde, a no dudar, la fundía y la convertía en munición pintada de negro para que pareciesen de verdad. Como las flotas jamás eran atacadas, la seguridad del porte resultaba intachable. Yo misma había visto, cuando arribó a Sevilla la flota de Nueva España, cómo se amontonaban sobre la arena, por calibres, aquellas pelotas de hierro que, por más, eran fabricadas en las fundiciones de Fernando Curvo. Como, por orden real, las naos se despojaban de todas sus defensas cada vez que arribaban a un puerto, las pelotas bajaban a tierra en Sevilla y también bajaban en Cartagena de Indias y, luego, tras haber permanecido bajo custodia de los oficiales reales de ambos puertos, regresaban a los galeones de la flota. ¿Y a quién había visto yo en Sevilla a cargo del asunto de la custodia? A don Jerónimo de Moncada, el esposo de Isabel Curvo, juez oficial de la Casa de Contratación. Nada más fácil para don Jerónimo que permitir el cambio de unas pelotas por otras en alguno de los momentos en que se hallaban a su cuidado. No conocía cómo lo ejecutaría Arias en Cartagena, mas un mercader tan poderoso como él no encontraría grandes dificultades para llevar a cabo en una ciudad del Caribe lo que precisaba de un juez oficial en la Sevilla española, que para eso el banquero Baltasar de Cabra le había comprado el cargo a don Jerónimo, como él mismo me había contado durante aquella comida en casa de Fernando Curvo.

Una vez que las pelotas de plata llegaban a Sevilla, sin duda pasaban a la fundición de metales preciosos de don Baltasar, quien, como todos los banqueros y compradores de oro y plata, tenía en su poder las herramientas precisas para afinar los metales y convertirlos en lingotes (las mismas herramientas que el señor Juan había comprado a aquel tal Agustín de Coria el día que salió en busca de buenos tratos con los caudales que yo le había pagado por su zabra). De cierto que no sólo eran lingotes lo que, en este caso, salía de la fundición de Baltasar de Cabra sino, por más, todos esos preciosos objetos de purísima plata blanca que adornaban los hogares de los Curvos. Era costumbre que los fundidores fueran, al tiempo, famosos orfebres.

Así pues, tal y como le juré a Fernando el día que le maté y que él me arruinó el ojo, iba a apoderarme de la última remesa que Arias podría enviar desde Cartagena de Indias antes de morir y nadie sabría nunca cómo lo había obrado.

Algunas horas después de la batalla, una vez que la Armada retomó su impasible derrota hacia La Habana, nos encontramos con el Santa Trinidad en medio de los restos incendiados de los brulotes. El señor Juan hizo bajar su batel y vino hasta nuestra nao con fray Alfonso y el resto de su dotación y allí mismo pasamos la noche, celebrando nuestra victoria con aguardiente y música, la música de las canciones de Carlos Méndez, que cantaba acompañado por la guitarra de su hermano Alonso. Bailamos danzas de todas clases entre palmas y zapateados, y hasta madre se lanzó a dar con el señor Juan unas vueltas muy desvergonzadas. Cuando principió a romper el día bostezamos y nos desperezamos y alguien, tengo para mí que Rodrigo, sacó una redecilla atada a una larga cuerda y la dejó sobre la cubierta, junto al palo mayor. Tumonka, un indio guaiquerí de Cubagua, hermano o medio hermano de nuestro desaparecido Jayuheibo, la agarró sin que le dijéramos nada y se lanzó al agua por la banda de babor. Los guaiqueríes eran notables pescadores de perlas que se sumergían hasta grandes profundidades para trabajar en los ostrales. Todos nos acercamos a mirar y allí nos quedamos, quietos, mudos, en suspenso, contemplando la mar y los restos de la batalla que flotaban por todas partes, a la espera de ver salir a Tumonka. En aquel lugar, la sonda nos había dicho el día anterior que sólo había cinco brazas de agua hasta el lecho rocoso y cinco brazas no eran nada para un guaiquerí, por eso elegí ese punto para soltar los brulotes.

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