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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (27 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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—Esperadme en la sala, condesa. Damiana ya está dando a vuestro esposo su nueva medicina y esta alcoba, en la que reinan la enfermedad y la muerte, no es lugar para vos.

—Os aguardaré en el estrado —admitió complaciente.

Solté un suspiro de alivio cuando hubo desaparecido y cerré la puerta.

—¿Cómo va? —pregunté a Damiana, que, con muchos escrúpulos y desde una cautelosa distancia, daba la poción de amala a Diego Curvo con una cuchara.

—Ya empieza a encontrarse mejor. Pronto dejará de sufrir los dolores y la debilidad de la fiebre y recobrará el juicio.

Eché una mirada en derredor, buscando un asiento que pudiera acercar hasta el lecho del enfermo y sólo entonces, acostumbrada ya al nauseabundo olor y a la suciedad, me apercibí de los abundantes muebles, los hermosos cofres y los ricos tapices de figuras grandes que adornaban la estancia. También allí la plata, aunque negruzca por falta de limpieza, destacaba en forma de Crucifijos, estatuas de santos, candelabros y salvillas con copas y vasos. Junto al brasero había una silla de brazos que arrastré hasta la cama. Diego Curvo revivía a pasos de gigante; había abierto los ojos y, mirando intensamente a la curandera, tragaba con ansia la pócima que ésta le ofrecía.

—Serénese, señor conde —le decía ella—. Trague con calma que nadie le va a quitar su medicina.

—Damiana... —murmuró él débilmente al terminar—. Quiero agua.

Damiana me miró y, sin volverse hacia Diego ni darle el agua que pedía, tornó al brasero para recoger sus cosas. Yo coloqué la silla tan cerca del lecho como el asco me permitió.

—¿Cómo se encuentra, don Diego? —pregunté cortésmente. Los ojos del infame me buscaron y dieron conmigo. Le costó un tanto recordar quién era.

—¿Doña Catalina? —murmuró asombrado.

—La misma, señor conde —afirmé con una sonrisa.

—¿Qué hacéis vos...?

—¡Oh, no, señor conde, no gastéis vuestras últimas fuerzas en palabras inútiles! Os estáis muriendo, ¿acaso no lo conocéis?

Diego Curvo cerró los ojos.

—El infame mal de bubas os va a matar en uno o dos días. Eso es lo que acontece cuando se tienen tratos deshonestos con mujeres inficionadas.

—¿A qué habéis venido? —consiguió preguntar, extrañado de mi comportamiento.

—He venido a deciros que yo os he matado, que yo le dije a aquella mujercilla llamada Mencia, enferma del mal de bubas, que tuviera tratos con vos y que, por más, voy a quitaros las horas que os restan de vida pues hoy es un día grande y hemos de celebrarlo con vuestra muerte.

Al Curvo los ojos se le salían de sus cuencas y era tal el terror que expresaban que casi me di por satisfecha.

—¡Josefa! —gritó sin resuello—. ¡Doloricas!

—Podéis llamar, señor conde —le dije—, mas nadie vendrá. No pueden oíros.

—¿Qué locura es ésta? —jadeó.

—¿Locura, señor conde? —sonreí al tiempo que me ponía en pie y comenzaba a soltar los corchetes de mi saya—. ¿Recordáis a un honrado comerciante de trato de Tierra Firme llamado Esteban Nevares?

Diego Curvo, cobarde como era y enfermo como se hallaba, luchó por alejarse de mí moviéndose hacia el lado contrario de la cama, mas las fuerzas no le respondieron.

—Esteban Nevares, don Diego. Un anciano moribundo al que visitabais en la sentina de la nao capitana de la flota cuando veníais hacia la península. ¿Lo recordáis ya?

Él, incapaz de hablar, seguía intentando alejarse agarrándose a las sábanas.

—¡Favor! —gritó de nuevo, aunque sospecho que no se apercibía de la flojedad de su propia voz, tan baja que ni aun estando alguien al otro lado de la puerta hubiera conseguido oírle—. ¡A mí! ¡Josefa!

—Hoy hace exactamente un año que don Esteban Nevares murió en la Cárcel Real de esta ciudad. —Acabé de desatar los lazos del corpiño y quedé en jubón y calzas. Me quité la toca de viuda y los adornos del pelo. Con ambas manos me lo desarreglé y lo eché todo hacia atrás—. Damiana, mi daga.

La cimarrona me la tendió de la empuñadura.

—¿Conocéis quién soy, querido conde? —le pregunté con voz grave y su mirada extraviada me confirmó que sí, que conocía bien quién era yo—. Soy Martín Nevares, bellaco, el hijo de Esteban Nevares, y he venido hasta Sevilla para mataros.

—¿Cómo es posible? —gimió—. ¿Todo este tiempo os habéis hecho pasar por mujer?

—Nada os importa eso ahora, conde —murmuré acercándome a él—. Sólo deseo que sepáis que no hace ni una hora acabé con la vida de vuestra hermana Isabel y que, cuando vos hayáis muerto, antes de que se venga la noche, habré matado también a Juana y a Fernando, tal y como, hace un año, le juré a mi padre que haría.

Cuando regrese a Tierra Firme acabaré con Arias, mas, para entonces, vuestra merced llevará ya algún tiempo ardiendo en el infierno.

—¡Confesión! —exclamó, llorando—. ¡Por el amor de Dios, confesión!

—No, no habrá confesión para un gusano como vos —cada vez estaba más cerca.

—¡Pedid lo que queráis! ¿Queréis caudales? ¡Puedo daros cuanto deseéis!

—¿Darme cuanto desee? —Me reí—. Ni siquiera podéis salvaros a vos mismo. Lo único que deseo es vuestra muerte.

Ya estaba todo lo cerca de él que el borde del lecho me permitía. Hedía a purulencia y a heces.

—¡Si ya me habéis matado! —sollozó, haciendo un gesto hacia su cuerpo podrido—. ¿Queréis matarme dos veces? Dejadme salir en paz de este mundo.

—¿Veis mi daga, señor conde? —murmuré mostrándosela para, luego, en lo que tarda un pulso, clavársela con fuerza, de un golpe, en el centro del pecho. Su llanto cesó y me miró con desconcierto—. Ésta es la justicia de los Nevares.

Exhaló un lamento y la cabeza le cayó hacia un lado. La sangre brotó de la herida, manchando las ropas de la cama. Sin apenas apercibirme extraje la daga de su cuerpo consumido y quedé suspensa viendo cómo goteaba.

—Le habéis hecho un favor —escuché decir a Damiana desde la puerta—. La otra muerte hubiera sido peor.

—Con ésta se ha ido sin confesión y sin Extremaunciones —murmuré, satisfecha—. Estoy bien. He matado a un gusano y no siento remordimientos.

—Dadme el arma. Yo limpiaré esa sangre ponzoñosa. Voacé, vístase presto.

Cada nueva muerte me hacía sentir más cansada. Era cosa muy cierta que no había dormido, mas no podía ser ésa la única razón de aquella fatiga. Sabía que obraba bien y que, por más, el juramento hecho a mi padre me obligaba, así pues, ¿a qué aquella postración? No me agradaba matar, ni siquiera por justicia. Con todo, me consolaba el pensamiento de haber quedado vencedora de mi enemigo.

—Otro Curvo menos hollando la tierra, padre —mascullé saliendo de la alcoba, mudada de nuevo en Catalina. Damiana se había encargado de cubrir a Diego y de empapar su parca sangre con ropas que por allí había, de cuenta que, como su hermana Isabel, desde lejos aparentaba estar durmiendo—. Voy a despedirme de la joven condesa.

—No os entretengáis —me aconsejó la cimarrona—, se va acercando el mediodía.

—No lo haré. Regresa con Rodrigo al carruaje que yo iré al punto.

Una criada que merodeaba por el corredor me acompañó hasta la sala de recibir de doña Josefa y le señaló a Damiana el camino hacia el patio de carruajes.

Cuando entré, la condesa se entretenía tocando un laúd.

—¡Ah, doña Catalina! —exclamó dejándolo a un lado, sobre los cojines—. ¿Cómo se encuentra mi esposo?

—Ha tomado su nueva medicina y se ha repuesto lo bastante como para beber un grande vaso de agua y pedirnos que le dejásemos dormir.

—¿Ha hablado? —se sorprendió.

—Ya os digo que ha pedido agua y que, tras bebería ansiosamente, nos ha rogado que le dejásemos solo pues quería descansar. Tengo para mí que nuestra presencia le incomodaba. Porfiaba en que no le molestásemos más y en que saliéramos de la estancia de una vez por todas. A no dudar, tiene un fuerte temperamento.

La condesa asintió.

—¡No lo sabéis bien, señora! —exclamó ella disimulando el susto—. Espero que no se incomode esta tarde con el sacerdote que va a venir a darle la Extremaunción. Mi señor esposo tiene un genio muy vivo, aunque estaba más sosegado desde que cayó enfermo.

—Pues de cierto que la nueva medicina le ha sentado bien —comenté con alegría—, ya que ha recuperado el enojo en grande medida.

El rostro de la condesa no pudo ocultar por más tiempo el temor que sentía.

—¿Se va a curar? —preguntó con un temblor en la voz.

—Así parece, desde luego —afirmé muy satisfecha—, y así lo ha declarado mi criada. ¡Alegraos, condesa! Recuperaréis pronto a vuestro gallardo marido. Mas no digáis nada aún. Dejad que el sacerdote decida si debe darle o no la Extremaunción.

La niña parecía haber perdido los pulsos. Su sueño de volver a casa, al Nuevo Mundo, se marchitaba y ese cruel y desalmado verdugo del que casi se había visto libre, retornaba a gobernar su vida. Apenas podía contener las lágrimas. Era el momento de irme.

—Debo marchar, doña Josefa —anuncié con fingido pesar—. Me reclaman asuntos inaplazables. Mejor será que no entréis en la alcoba de don Diego hasta que llegue el sacerdote o hasta que él os reclame. Dejadle descansar.

—Sí, sí... Nadie le molestará —estaba en verdad asustada.

—Y no me acompañéis hasta el coche, hacedme la merced. Seguid tañendo el laúd pues se ve que disfrutáis mucho con la música, que es una grande compañera del alma. Quedad con Dios, condesa.

Y, sin esperar réplica, giré sobre mí misma y abandoné la sala. Aunque ella aún no lo conociera, acababa de regalarle su libertad mas, con el poco seso que tenía, dudaba que lograra sacarle provecho. Era de esperar que aquella pobre niña llegara a ser dichosa algún día.

A toda prisa me introduje en el carruaje en cuanto salí del palacio. Rodrigo arreó a los picazos y partimos, como estaba previsto, en dirección a las Gradas que, por hallarnos en el mismo barrio de Santa María, no quedaban muy lejos. Damiana, sentada frente a mí, sonreía.

—¿A qué ese contento? —le pregunté.

—Me gustan las cosas bien hechas y aún me gusta más ver pagar a los infames. Hay mucha gente mala en el mundo haciendo daño sin contrición ni castigo. No está de más que alguna vez el buen corazón quebrante la mala fortuna.

A la redonda de la Iglesia Mayor, por la parte de afuera, todos los días que no eran fiesta de guardar los mercaderes hacían lonja para sus contrataciones. Mas no sólo eran mercaderes quienes allí se reunían al tañido de la oración, sino también rufianes, maestres, picaros, banqueros, tratantes, almonedistas, pregoneros, vendedores de esclavos, autoridades locales, ladrones y aristócratas, de cuenta que una muchedumbre ruidosa abarrotaba las Gradas y sus alrededores. El tiempo nos apremiaba, así que Rodrigo detuvo el carruaje junto a una fuente y, haciéndonos balancear, se puso en pie en el pescante para buscar con la mirada a don Luján de Coa, el esposo de Juana Curvo y prior del Consulado. Temí que no le hallara pues, los días de mucho frío, el templo abría sus puertas para que los mercaderes pudieran negociar dentro. Por fortuna, el prior conversaba con otros comerciantes dando un paseo entre los muros y las gruesas cadenas que rodeaban la iglesia. Cuando Rodrigo le divisó, de un brinco se deslizó hasta el suelo y se encaminó raudo hacia él, y, poco antes de alcanzarle, le llamó y le retiró a un aparte y allí, señalando nuestro coche, le convenció con buenas razones para que le acompañara pues yo tenía algo muy importante que decirle y le estaba esperando.

Damiana se bajó discretamente del carruaje por el lado contrario y yo velé mi rostro con la seda y aguardé. Un caballero tan beato como don Luján requería de ciertos comedimientos.

Mucho le costó alzar las piernas para subir los escalones y se vio obligado a guardar su rosario en la faltriquera para agarrarse con las dos manos al marco de la portezuela.

—En nombre sea de Dios —le saludé—. Os agradezco que acudáis con tanta presteza a mi llamada.

—Para bien se comience el oficio, doña Catalina —repuso, resoplando y tomando asiento frente a mí—. Mucho me ha sorprendido la demanda de vuestro criado mas a fe que una solicitación vuestra siempre es grata de cumplir.

—No es por mi gusto, don Luján, os lo aseguro, y, en cuanto conozcáis lo que debo referiros, tampoco vuestra merced estará contento de haberme complacido.

—Pues, ¿qué os ocurre, señora? —se alarmó el anciano.

—Tengo un primo por parte de mi padre —principié—, un mozo de Toledo de buen entendimiento y mejor fortuna, que casó no ha mucho con una hermosa joven de familia principal. Disculpad que no os diga los nombres pues de seguro conocéis a alguno de sus tíos, cargadores del Nuevo Mundo como vuestra merced con casa de comercio en Sevilla.

Don Luján asintió. Su rostro arrugado mostraba grande interés por mi historia.

—Mi primo estaba muy enamorado de su esposa —proseguí— y no veía sino por sus ojos y no vivía más que para ella, como ordenan los Mandamientos y la Santa Madre Iglesia.

El prior tornó a asentir, complacido.

—Cierto día que regresó pronto a su casa a la hora de la comida, no halló a su esposa por parte alguna y, para su mayor preocupación, no quisieron los criados darle razón de tal ausencia. Con el corazón saliéndosele del pecho se dirigió a la cámara de... llamémosla doña María si os parece bien. Pues le ocurrió que, llegado a la puerta de la cámara de doña María, una criada, la doncella, se opuso con firmeza a que mi desdichado primo entrara en ella. Él, temiéndose lo peor, apartó a la doncella por las bravas y quiso morir cuando, en el lecho, encontró a la hermosa doña María refocilándose con un joven lacayo a quien mi primo tenía en mucha estima. Viendo su honra perdida y doliéndose de la traición, mi primo se dirigió hacia el lecho para vengarse y, al tiempo que clavaba la espada en el pecho de su esposa, el maldito criado huyó por una ventana y escapó. Mi primo juró no descansar hasta acabar con el lacayo y limpiar su honra y la de toda su familia.

—No hay peor ofensa para los varones de un linaje —declaró, compasivo— que el deshonor de una sola de sus mujeres.

—Decís bien, señor, y por esa razón mi primo ha cabalgado muchas leguas hasta dar con el culpable, que, por mejor ocultarse, decidió volver a su tierra natal, Sevilla, y entrar a mi servicio, pensando que así mi primo no podría dar con él.

—¡Qué grande insolencia! —se indignó el prior.

—Pues aún es mucho peor, don Luján. Ese criado, lacayo de librea en mi casa, se las ingenió para seducir a una dama acaudalada de cuya amistad me preciaba yo ante toda la ciudad. La dama en cuestión, de una familia muy principal y benemérita, está casada con el hombre más virtuoso de Sevilla, el gentilhombre más honrado y digno de elogio que hayan conocido los tiempos y que vive desde hace meses en la ignorancia del adulterio de su señora esposa y de los grandes cuernos que lleva en la cabeza.

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