Una escalofriante revisión de las leyendas de vampiros Según la versión oficial, los vampiros se extinguieron en los años '80, cuando el agente del FBI Arkeley se enfrentó al último de ellos en un combate que a punto estuvo de acabar también con su vida. Pero, cuando la agente federal Caxton llama en mitad de la noche al FBI pidiendo ayuda, sólo el agente Arkeley sabe que está pasando: queda un vampiro. Escondido en un asilo abandonado, esperando el momento oportuno con la paciencia de la que solo un no muerto es capaz. Sólo hay un modo de resolver éste caso. Pero parece que los vampiros buscan algo más que la sangre de Caxton, algo sobre lo que su compañero guarda en silencio; algo que tendrá que averiguar o morirá.
Sólo 13 balas separan a Caxton de Arkeley y los vampiros. Sólo 13 balas entre los vivos y los malditos.
David Wellington
13 balas
Serie vampírica de Laura Caxton 1
ePUB v1.3
ikero07.07.12
LARES
Aunque por doquier las balas silban al viento,
Yo sobreviví a un momento más sangriento.
El Giaour, GEORGE GORDON, LORD BYRON
Informe policial elaborado por el Agente Especial Jameson Arkeley, 4/10/83 (grabado en una cinta de riel)
La lluvia no dejaba ver demasiado. El restaurante, que permanecía abierto toda la noche, estaba situado en el cruce de dos calles principales. Sus vidrieras proyectaban algo de luz sobre la acera. Le pasé los prismáticos a Webster, mi compañero.
—¿Lo ves? —le pregunté.
El sujeto en cuestión, un tal Piter Byron Lares (probablemente un apodo), estaba sentado en la barra, encorvado y enfrascado en una conversación con una camarera de mediana edad. Era un tipo grandullón, pero encogido de aquella forma no resultaba tan imponente. Tenía la cara muy pálida y el pelo negro levantado en una maraña de rizos encrespados. Se había puesto un suéter rojo enorme, en lo que imaginé que era otro intento por ocultar su corpulencia. Llevaba unas gruesas gafas con montura de carey.
—Yo no sé qué os enseñan en la escuela de agentes federales, Arkeley, pero yo nunca he oído que estos elementos lleven gafas —dijo Webster al tiempo que me devolvía los prismáticos.
—Cállate.
La semana anterior había encontrado seis niñas muertas en un sótano de Liverpool, en Virginia Occidental. Habían estado celebrando una fiesta. Estaban tan desmembradas que hubo que poner a tres técnicos de laboratorio trabajando día y noche en el gimnasio de un colegio tan sólo para determinar cuántos cuerpos teníamos. Francamente, no estaba de humor. Le había propinado una paliza con mis propias manos a uno de los siervos del hijo de puta para que me confesara el apodo de su amo. No pensaba aflojar precisamente ahora.
Lares se levantó, aún con la cabeza gacha, y se sacó una cartera de piel del bolsillo. Empezó a contar billetes pequeños, pero de pronto pareció como si se le acabara de ocurrir algo; alzó la cabeza y su mirada atravesó el restaurante. Entonces se irguió completamente y miró al otro lado de la calle.
—¿Acaba de descubrirnos? —preguntó Webster—. ¿Con este tiempo? —No estoy seguro —respondí.
Tres o cuatro litros de sangre rojísima rociaron contra la vidriera del restaurante; de pronto no se veía nada de lo que sucedía en el interior.
—Mierda! —grité, y bajé precipitadamente del coche.
Crucé la acera, la lluvia me dejó empapado al instante. Entré en el restaurante, con la estrella bien visible en la solapa, pero Lares ya se había marchado y allí no quedaba nadie vivo a quien impresionar. La camarera yacía en el suelo y tenía la cabeza prácticamente arrancada. Uno lee acerca de los vampiros y espera que sus mordiscos dejen dos agujeritos de nada, como la marca de unos labios. Lares le había arrancado casi todo el cuello de un mordisco a aquella mujer. La yugular asomaba como la boquilla de un globo deshinchado.
La barra y el techo estaban bañados en sangre. Desenfundé el revólver reglamentario y pasé junto al cuerpo. Había una puerta en la parte trasera y tuve que contenerme para no abalanzarme sobre ella; si me estaba esperando y me topaba con él en el rincón oscuro junto al servicio de hombres no iba a sobrevivir a mi curiosidad. Regresé al exterior, bajo la lluvia, donde Webster me esperaba con el motor en marcha. Había avisado ya a la policía local. Un helicóptero pasó en vuelo rasante por encima de nuestras cabezas, con un estruendo que a buen seguro a la mañana siguiente sería motivo de quejas. El foco del helicóptero perforaba la oscuridad que rodeaba el restaurante. Webster arrancó y se dirigió hacia el callejón que había detrás del establecimiento. A través de la lluvia eché un vistazo a los contenedores y los montones de basura. Contábamos con numerosos refuerzos apostados en la parte de delante y el equipo de armas pesadas estaba ya de camino. El helicóptero podía pasarse ahí arriba toda la noche si era necesario. Traté de relajarme.
—El SWAT se está moviendo —me dijo Webster y colgó el auricular de la radio.
Uno de los contenedores se movió ligeramente, como si en su interior alguien se acabara de dar la vuelta mientras dormía. Nos quedamos los dos petrificados durante un instante, lo bastante largo para asegurarnos de que ambos lo habíamos visto. Levanté mi arma y apunté. La había cargado con JHP para maximizar el daño en los tejidos y yo mismo había ajustado la mira del revólver. Si hubiera querido, podría haber hecho que lo bendijera un sacerdote. En esa ocasión aquel psicópata no iba a escaparse.
—Agente Especial Arkeley, a lo mejor deberíamos eludir la confrontación y dejar que sea el SWAT quien negocie con él —me dijo Webster.
El hecho de que utilizara mi nombre y rango significaba que quería que constara que había hecho todo lo posible para evitar un desenlace violento; que no quería quedarse con el culo al aire. Ambos sabíamos perfectamente que Lares no iba a entregarse por las buenas, de ningún modo.
—Sí, seguramente tengas razón —respondí, con los nervios de punta—. Vale.
Relajé la mano con la que sujetaba el revólver y le pegué una patada de rabia al suelo del coche patrulla.
El contenedor reventó en pedazos y una nube blanca salió despedida del callejón. Chocó contra nuestro coche con tanta fuerza que nos levantó sobre dos ruedas. La puerta se hundió y mi brazo quedó atrapado, de tal forma que no podía utilizar el revólver. Webster sacó su pistola al tiempo que el coche volvía a caer sobre la calzada. Ambos salimos despedidos, pero el cinturón de seguridad nos frenó; durante un instante me quedé sin aliento.
Webster apuntó con el arma a algo que había detrás de mí y disparó tres veces. Noté el ardor de la pólvora en la cara y las manos. Noté el olor a cordita y nada más. Me quedé sordo durante por lo menos varias esquirlas de cristal me habían caído sobre las piernas.
Giré la cabeza hacia un lado, aunque tenía la sensación de estar atrapado en cristal fundido: lo veía todo, pero apenas me podía mover. Perfectamente enmarcado en el cristal de seguridad hecho añicos estaba el rostro destrozado de Lares, que se reía. La lluvia le limpiaba la sangre de la boca, pero tampoco eso hacía que su aspecto mejorara. Lo que antes eran unas gafas se habían convertido en una montura de carey retorcida y destrozada y unos cristales agrietados. Por lo menos uno de los disparos de Webster había penetrado en el ojo derecho de Lares. La gelatina blanca del glóbulo ocular había reventado y se le veía el hueso rojo de la cuenca. Las otras dos balas habían impactado junto a la nariz y la mejilla derecha. Las heridas eran horribles, sangrientas y mortales de necesidad.
Sin embargo, empezaron a sanar solas ante mi mirada atónita. De la cuenca vacía de Lares surgió una nube de humo blanco que se solidificó y se convirtió en un glóbulo ocular nuevecito. La herida de la nariz se redujo hasta desaparecer y la de la mejilla podría haber sido perfectamente un efecto de luz, pues se desvaneció como una sombra.
Cuando volvió a estar limpio y de una sola pieza, se arrancó lentamente los pedazos de cristal que le habían quedado clavados en la cara y los fue arrojando por encima del hombro. Entonces abrió la boca y se rió; tenía los dientes afiladísimos. Aquella boca no se parecía a nada que hubiese visto en las películas, era más bien como las fauces de un tiburón, con una hilera tras otra de pequeños cuchillos ensamblados en las encías. Dejó que le echáramos un buen vistazo a esa boca y a continuación saltó sobre nuestro coche. Oí sus poderosos pasos del techo y en un instante estuvo al otro lado. Bajó de un brinco y echó a correr hacia Liberty Avenue.
El equipo del SWAT llegó al cruce antes que él y sus miembros salieron de la furgoneta blindada. La unidad estaba formada por cuatro agentes armados con subfusiles MP5. Llevaban casco integral y coraza antidisturbios, pero no se trataba del uniforme reglamentario. El oficial al mando había solicitado con insistencia mi permiso para poder adaptar la vestimenta. Todos sabíamos dónde nos estábamos metiendo, me dijo; habíamos visto ya muchas películas.
Así pues, los chicos del SWAT se habían pegado crucifijos por todo el cuerpo; habían recurrido a cuanto habían encontrado, desde cruces católicas de madera tallada con torturadas imágenes de Jesús, hasta crucecitas niqueladas de baratillo como las de las pulseras de juguete. Seguro que se sentían de lo más protegidos debajo de toda aquella quincalla.
Lares soltó una carcajada y se desgarró el suéter rojo. Debajo, su torso era puro músculo. Su piel blanca, sin vello ni poro alguno, se tensaba sobre los nudos ocultos de sus vértebras. Sin camiseta, su aspecto era mucho menos humano. Parecía más bien algo así como un oso albino; un animal salvaje; un cazador de hombres.
Informe policial elaborado por el Agente Especial Jameson Arkeley. 4/10/83 (continuación):
—¡Ni se te ocurra moverte, cabronazo! —gritó uno de los agentes del SWAT cubierto de cruces.
Los tres restantes hincaron una rodilla en el suelo y aprestaron sus MP5 para abrir fuego.
Lares se abalanzó hacia ellos con los brazos extendidos como si fuera a agarrarlos desde la distancia. Aquello era un movimiento agresivo, o por lo menos pretendía serlo. Los agentes del SWAT hicieron lo que les habían enseñado: disparar. Sus armas escupieron fuego contra la lluvia y las balas atravesaron el aire oscuro y pasaron rozando nuestro coche camuflado. Webster abrió la puerta de un empujón y pisó un charco al salir. Yo estaba justo detrás de él. Si podíamos pillar al hijo de puta en un fuego cruzado tal vez lográramos dañarlo más rápido de lo que sus heridas tardaban en cicatrizar.
—¡El corazón! —exclamé—. ¡Tenéis que reventarle el corazón!
Los agentes del SWAT eran profesionales. La inmensa mayoría de los proyectiles impactaron en el objetivo. El imponente cuerpo de Lares daba vueltas en medio de la lluvia. El helicóptero se acercó con un ruido ensordecedor e iluminó al sujeto con el foco para que pudiéramos ver mejor hacia dónde se dirigían nuestras balas. Le disparé a Lares tres veces en la espalda, una bala tras otra. Webster vació su cargador.
Lares cayó de bruces como si fuera un árbol, justo encima de la alcantarilla. Quiso amortiguar el golpe con las manos, pero le resbalaron. Se quedó ahí tumbado. No se movía, ni siquiera respiraba. Con las manos estrujaba las diminutas hojas amarillentas de acacia que obstruían la rejilla de la cloaca.