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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (6 page)

BOOK: 13 balas
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Junto a la entrada había una caja de empalmes con un único interruptor en la parte delantera. Arkeley lo pulsó y sonó un timbre en las profundidades del sanatorio.

—Ha leído mi informe y ya sabe que les prendí fuego a todos los vampiros que iban en aquel barco en Pittsburgh.

Caxton asintió con la cabeza. Se imaginaba perfectamente lo que vendría a continuación.

—También se acordará de que Lares sólo tuvo suficiente sangre para reavivar a tres de sus antepasados. El cuarto se quedó sin alimento. Por raro que parezca, los que habían regenerado la piel y la carne ardieron sin problema. Sin embargo, el cuarto tan sólo se chamuscó un poco y sobrevivió al incendio.

—Pero ¡no hay vampiros en Estados Unidos, están extinguidos! —replicó Caxton.

—No los hay en libertad —la corrigió Arkeley.

En el otro extremo de la sala se levantó una berrera de plástico y entró alguien empujando una silla de ruedas. El hombre que conducía la silla llevaba una bata blanca de laboratorio con las mangas arremangadas hasta los codos. Era algo flaco, pero por lo demás no presentaba ningún otro rasgo distintivo. En realidad, lo más normal era que resultara anodino en comparación con la paciente que tenía a su cargo. La mujer que iba en la silla de ruedas vestía un vestido malva hecho jirones, apolillado y desgastado por el uso. Era poco más que un conjunto de huesos envueltos por una piel pálida y translúcida, tan fina como el papel de seda Estaba calva, y tan sólo tenía unas cuantas pestañas largas y finas. Tenía la piel desgarrada y desprendida de los huesos del cráneo, en algunos puntos había desaparecido por completo y dejaba a la vista brillantes parcelas de hueso. Tenía un solo ojo hinchado y bajo la luz de su iris era incoloro. Tenía las orejas alargadas, triangulares y acribilladas de llagas. Tenía la boca desencajada, o tal vez deformada. A través del labio se veían trozos irregulares de hueso translúcido. La mujer tenía cientos de dientes, y no estaban rotos. Al contrario, estaban muy afilados. Aquella imagen le recordó lo que había leído en el informe de Arkeley. Aquélla era una de las criaturas que había en la bodega del barco al que el agente federal había prendido fuego: una vampira, una vampira decrépita y sedienta de sangre. Nunca había visto algo tan horrible, ni siquiera el siervo sin rostro que se había quedado mirándola desde el otro lado de la ventana la noche anterior presentaba un aspecto tan grotesco.

—Hola, agente. Llega usted puntual, es casi la hora de comer en el zoo —dijo el hombre de la bata blanca, y acto seguido se les acercó con la silla de ruedas más de lo que a Caxton le hubiera gustado.

La vampira no le transmitía nada, ninguna sensación de humanidad, tan sólo frío. Era como estar frente al congelador de un supermercado en un caluroso día de verano. El frío era palpable, real y completamente antinatural.

—Agente especial —lo corrigió Arkeley.

—¿La hora de comer? —preguntó Caxton, consternada.

A la vampira se le iluminó el ojo de forma perceptible.

CAPÍTULO 8

—¿Por qué estamos rodeados por esta luz azul? —preguntó Caxton—. ¿Irradia una especie de longitud de onda invisible para los vampiros o algo así? ¿Para que no nos pueda ver?

—En realidad la ve perfectamente. La vería incluso en la oscuridad más absoluta. Me lo ha contado ella misma —dijo el hombre de la bata blanca—. Puede ver la vida que emana de su cuerpo como si del brillo de una lámpara se tratara. Utilizamos esta luz porque es menos perjudicial para su piel que el más tenue de los fluorescentes. Soy el doctor Hazlitt —dijo entonces y le tendió la mano—. No nos conocemos, ¿verdad?

Caxton apartó su mirada del solitario e inquieto glóbulo ocular de la vampira y se volvió para darle la mano al hombre. Estaba a punto de hacerlo pero de pronto se detuvo. El tipo iba remangado hasta el bíceps y de la parte interior del codo le sobresalía un tubo de plástico. Al final del tubo había una gota de sangre seca, totalmente negra bajo la luz azulada.

—Es una cánula —le explicó— Es más fácil que utilizar una jeringuilla cada vez.

Arkeley se agachó para mirar a la vampira cara a cara; las manos desolladas de ésta se agitaron compulsivamente en el regazo como si intentara escapar, como si sintiera pavor ante Arkeley. Caxton se dijo que no le faltaban motivos: en una ocasión el agente federal le había prendido fuego y la había dejado morir.

—El bueno de Hazlitt la alimenta con su propia sangre —explicó Arkeley—. Por pura bondad, como si dijéramos.

—Sé que suena truculento —intervino el médico—, pero créame que intentamos muchos otros métodos: plaquetas y plasma fraccionados de un banco de sangre, sangre animal, un compuesto químico que el ejército está probando como sustituto para la sangre; ninguno de ellos funcionó. La sangre tiene que ser humana, caliente y recién extraída. Y a mí no me importa compartir un poco la mía.

Se acercó a un banco de trabajo que había a unos metros de la silla de ruedas y sacó un vaso de precipitados de pirex de un armario. Entonces cogió un tubo de goma, metió un extremo en la vía y el otro sobre el borde del vaso. Caxton apartó la mirada.

—Pero ¿por qué lo hacen? —le preguntó a Arkeley— ¿Por qué alimentan a esa cosa?

Su instinto de policía la empujaba a hacer preguntas y exigir respuestas para así poder entender lo que sucedía.

—¡No es una cosa! Tiene un nombre —exclamó Hazlitt, que hizo una pausa—; se llama Malvern —añadió con un gruñido vagamente dolido—. Justinia Malvern. Y aunque eso sucediera hace trescientos años, en su día fue también un ser humano. Así pues, le pido que tenga algo de respeto.

Caxton sacudió la cabeza con gesto de frustración.

—No lo entiendo. Estuvo usted a punto de morir por intentar destruirla y ahora la tiene aquí encerrada para protegerla. ¡E incluso le da sangre!

—La decisión no fue mía —puntualizó Arkeley con una palmadita en el bolsillo de la chaqueta. Si ese gesto tenía que significar algo para Caxton, ésta no lo entendió. Arkeley soltó un profundo suspiro y, sin dejas de mirar a la vampira, contó la historia—. Cuando la encontramos en el fondo del Allegheny, aún dentro de su ataúd, no supimos qué hacer. Yo todavía estaba en el hospital y, de todos modos, nadie me hacía demasiado caso. Mis superiores querían legar su cuerpo al Instituto Smithsoniano. Los responsables de esa institución aseguraron que estarían encantados de custodiar sus despojos, pero que mientras estuviera viva no podrían aceptarla. Nos pidieron que le practicásemos la eutanasia para poderla incluir en la exposición del museo. Sin embargo, hasta donde sabemos nunca ha matado a ningún ciudadano estadounidense y sobrevive en este estado moribundo desde la Revolución. Por ello, el Departamento de Justicia decidió que no teníamos derecho a ejecutarla. Qué gracia, ¿verdad? Lares estaba bien activo y mostraba claros signos de inteligencia, pero nadie presentó cargos cuando acabé con él. En cambio Malvern está ya medio podrida y vive en un ataúd, pero si se me ocurriera clavarle una estaca en el corazón, me acusarían de asesinato. En fin, así son las cosas. Malvern no tiene ni familia ni amigos, por motivos evidentes, de modo que se encuentra bajo tutela judicial. Técnicamente soy el responsable de su bienestar. Nadie sabe si moriría en caso de cortarle el suministro de sangre, pero sin la orden de un tribunal federal tampoco estamos autorizados a comprobarlo.

—Se ha ganado el sustento con creces —dijo Hazlitt, que estaba ya desmontando el sifón con el que había extraído la sangre de su propio brazo—. Llevo siete años estudiándola y cada día y cada noche han valido la pena.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué cosas ha aprendido? —preguntó Caxton. El rostro de la vampira dio un respingo. Levantó la nariz y olfateó obscenamente. Había olido la sangre.

—Hemos aprendido que la luz azul es la más apropiada para ella. Hemos aprendido cuánta sangre necesita para conservar una movilidad parcial. Y también hemos aprendido el nivel de humedad que más le gusta y qué temperaturas la afectan.

Caxton sacudió de nuevo la cabeza.

—Todo esto sirve únicamente para mantenerla viva a ella. ¿De qué modo nos beneficiamos nosotros?

Por primera vez, Arkeley le dirigió una mirada de aprobación.

—Vamos a encontrar un remedio —dijo Hazlitt con expresión severa, al tiempo que se colocaba detrás de una mesita con instrumental—. Aquí, en esta habitación. Yo voy a curarla. Y entonces dispondremos de una vacuna que beneficiará a la sociedad.

—Si se extinguen no necesitaremos una vacuna —replicó Arkeley.

Durante un instante los dos hombres intercambiaron una intensa mirada de odio puro y duro.

—Disculpen, pero ahora tengo que darle de comer.

Hazlitt se arrodilló frente a la silla de ruedas en la que estaba atada la vampira y levantó el vaso de precipitados para que ésta viera los cincuenta o sesenta mililitros de sangre que había en el fondo.

—Por Dios, ¿cuánto tiempo lleva estudiándola? —preguntó Caxton—. Ha dicho usted que trabaja con ella desde hace siete años, pero ella tiene que llevar aquí por lo menos dos décadas. ¿Quién se encargada de ella antes que usted?

—El Dr. Gerald Armonk —respondió Hazlitt.

—El difunto Dr. Armonk —puntualizó Arkeley.

Hazlitt se encogió de hombros.

—Fue un desafortunado accidente. El Dr. Armonk y Justinia tenían una relación muy especial. Él la alimentaba directamente, se hacía un corte en el pulgar y permitía que ella le chupara la sangre. En los años noventa Justinia sufrió una depresión, ¿sabe? Incluso intentó autolesionarse en varias ocasiones. Tal vez alimentarla de aquella forma no fuera la decisión más inteligente, pero el procedimiento parecía hacerle recuperar enormemente el ánimo.

—Armonk era doctorado por Harvard, ¿se lo puede creer? —dijo Arkeley.

—Durante mis primeros días aquí, Justinia estaba llena de vida y la verdad es que su aspecto era bastante hermoso —dijo Hazlitt—. Pero entonces empezó a languidecer como una rosa marchita. La poca sangre que yo podía ofrecerle no era suficiente.

Levantó el vaso de precipitados y lo acercó a los huesudos labios de la vampiresa, pero de pronto Arkeley se lo arrebató de las manos. El denso líquido osciló dentro del recipiente.

—Esperemos aún un poco —dijo.

La vampira levantó una mano temblorosa y en su ojo refulgió un destello de ira.

Durante un largo instante nadie dijo nada. Hazlitt abrió la boca pero volvió a cerrarla de inmediato. Caxton se dio cuenta de que Arkeley le causaba verdadero pavor. Al llegar, había reconocido al Marshal de inmediato e incluso se había dirigido a él con cierta familiaridad. ¿Cuántas veces durante los últimos veinte años debía de haber visitado Arkeley aquella sala?, se preguntó Caxton. ¿Cuántas veces le habría arrebatado el vaso de aquella forma?

Pero no: aunque la escena les resultaba familiar a todos excepto a ella, el gesto de los dos hombres permitía adivinar que Arkeley nunca había interrumpido el ritual antes de aquella noche.

Fue Arkeley quien rompió el silencio. Con el vaso entre las manos, miró a la vampira fijamente al ojo:

—Hemos recibido informes de actividad siervo —dijo tranquilamente, casi en voz baja—. De sin rostro. Esa mujer de ahí vio a uno. El engendro había perdido un brazo; esta mañana me he encargado personalmente de cremarlo. Sólo hay una manera de crear a un siervo y para ello hace faltan un vampiro joven y activo. Un nuevo vampiro. ¿Ha sido mala, señorita Malvern? ¿Ha cometido alguna insensatez?

La vampiresa sacudió la cabeza, primero a la izquierda y luego a la derecha, sobre la precaria columna que constituía su cuello.

—Me cuesta mucho creerla —dijo Arkeley—. ¿Quién más puede engendrar a un vampiro aparte de usted? Déme un nombre. Déme su última dirección conocida y la dejaré tranquila. Mejor aún: cuénteme cómo lo ha hecho. Cuénteme cómo engendró a esa monstruosidad.

La vampira no respondió, su única reacción fue apartar la mirada, que fue bajando hasta centrarse en la sangre que había dentro del vaso.

—No sea cabrón —siseó Hazlitt—. Por lo menos no más que de costumbre. Sabe lo mucho que necesita esa sangre. Y fíjese, ya está empezando a coagularse.

—De acuerdo.

Arkeley levantó el vaso y lo dejó dentro de la mano extendida de la vampira. Ésta lo agarró con dedos temblorosos, con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron aún más blancos.

—Disfrútela mientras pueda.

—Pero ¿a usted qué le ocurre? —exclamó Hazlitt casi chillando.

Arkeley se levantó y volvió a dar una palmada en el bolsillo de su chaqueta. Ésta crujió levemente: ahí había un papel.

—Como ya he dicho, no podemos cortarle el suministro de sangre sin una orden judicial. Pues bien, toda esta nueva actividad vampírica ha provocado escozores en traseros muy influyentes. —Se sacó del bolsillo un papel alargado con un sello notarial en el membrete—. Por la presente de le ordena que abandone y desista de alimentar a esta vampira a partir de ahora mismo —dijo con una sonrisa radiante—. Trabajar custodiando juzgados tiene sus ventajas.

La vampira contuvo el gesto antes de que el vaso llegara a la boca. Movió el ojo y miró a Arkeley de soslayo.

—Si fuera humana, intentaría hacerla durar —le dijo el agente federal—. Sabría que nunca jamás volverá a probar la sangre y preferiría saborearla un poco. Pero lo cierto es que no es humana y no puede resistirse, ¿verdad?

La vampira frunció los labios en un mohín con desdén. Entonces, de entre todos esos dientes salió una lengua larga y gris que se puso a lamer ávidamente el fondo del vaso y a relamer las gotas negras que le caían por la comisura de los labios. En unos segundos la sangre había desaparecido.

CAPÍTULO 9

—Primero sufrirá parálisis, luego temblores incontrolables y finalmente empezará a perder masa corporal. Se le desprenderá la piel y se le pudrirán los músculos de las manos, que se convertirán en garras inertes. Pero antes se le atrofiarán las piernas, que pronto parecerán patas de palo. El ojo se le secara y con el tiempo terminará por caérsele.

Hazlitt estaba sentado encima de una antigua máquina de electrocardiogramas que tenía las plumillas torcidas y vueltas hacia arriba, y de vez en cuando daba una calada a un cigarrillo que sostenía entre dos dedos, y al que hacía caso omiso durante la mayoría del tiempo.

—Tal vez finalmente morirá. No podemos saberlo.

—Si así deja de producir vampiros no me importa —dijo Arkeley—. ¿Hay alguna razón de peso para que nos preocupemos por esto?

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