—Vamos, levántese —le dijo.
—No quisiera alarmarlo, pero creo que estoy herida —dijo Caxton. Jadeando, se apoyó en el tronco de un árbol para ponerse en pie. Ni siquiera se había dado cuenta de que hubiera caído. Le dolía, le dolía mucho, y cuando finalmente logró levantarse y palpar la manga de la chaqueta, estaba temblando—. Creo... Creo que es grave.
—No, está bien —respondió él, aunque ni siquiera le había mirado la herida.
Arkeley volvió la vista atrás y examinó el camino que los había llevado hasta allí. En el bosque, los siervos preparaban ya el siguiente asalto; tan sólo un momento más y se les volverían a echar encima.
—Camine un poco y se le pasará —le dijo.
Caxton pensó que iba a morir allí mismo, en aquel lugar oscuro, tan sólo porque Arkeley se negaba a tomársela en serio. Pensó que tal vez no volviera a ver a Deanna nunca más. Siguió a Arkeley a través del río, aunque tenía la sensación que sus pies eran dos pedazos de carne de res congelada. Respiraba de forma arrítmica y el latido del corazón dentro de su pecho resonaba más que sus pasos en el agua.
—No puedo... No puedo seguir —dijo. Se estaba empezando a marear del dolor.
Arkeley dio media vuelta y la miró; sus ojos eran dos finas ranuras. No tenían tiempo para pararse y ella lo sabía; lo estaba obligando a ir más despacio. El agente la miró a los ojos y le dijo:
—Dentro de un segundo voy a preguntarle si está bien. La respuesta que me dé es sumamente importante. Si puede seguir luchando, o por lo menos seguir corriendo, tiene que responder que «sí». De otro modo, tendremos que huir y dejar que ganen esta batalla. Veamos. ¿Está bien?
Caxton tenía un nudo en la garganta que no le permitía responder ni una cosa ni la otra. Sin embargo, logró sacudir la cabeza: no, no estaba bien. Estaba herida, acababan de clavarle una pala. Estaba a punto de morir desangrada, en la oscuridad y rodeada de enemigos. No estaba nada bien.
El rostro de Arkeley reflejó una profunda contrariedad. Sin embargo, Caxton no habría podido decir si estaba preocupado por ella o porque iban a perder la batalla.
—Entonces larguémonos de aquí cagando leches —dijo y le dio un empujón.
Caxton se precipitó hacia la orilla opuesta y pronto llegaron a la cabaña. Apoyó el hombro sano contra la pared y examinó la herida.
—Eso ya lo hará más tarde, cuando estemos a salvo —le reprendió Arkeley con voz imperiosa.
Entonces la agarró por la muñeca y la apartó de la pared. Abrió la puerta principal y la arrastró dentro. Cerró la puerta y se marchó a echar un vistazo al horrendo panorama de la sala principal, atestado de todos aquellos cuerpos atados con alambres. Antes de encender la luz apuntó con su Glock 23 de izquierda a derecha.
Fuera, los siervos gritaban y exigían su sangre. ¿Dónde coño se había metido el sheriff? ¿Dónde estaban los coches de la Unidad J? Caxton quiso sentarse —temblaba de modo incontrolado, como si fuera a desmayarse—, pero Arkeley la fulminó con la mirada y Caxton se levantó de nuevo. Se volvieron de golpe al oír un ruido en la cocina: algo intentaba entrar en la casa.
—Ahí hay una ventana abierta —dijo Caxton. Era la misma ventana a través de la cual había mirado ella al llegar a la cabaña.
Arkeley salió corriendo hacia el ala de la cocina y disparó dos balas. Entonces cerró la ventana de golpe y echó el pestillo.
—No va a contenerlos durante demasiado tiempo —gritó.
Fuera, en el porche, los siervos habían empezado a aporrear las paredes de la cabaña, exigiendo que los dejaran entrar. Sus voces llamaban a Caxton y le pedían que los dejara pasar, que se rindiera. Uno de ellos la llamó por su nombre y Caxton se estremeció, pero se cubrió las orejas y pronto logró recuperar el control sobre sí misma.
Cuando Arkeley regresó de la sala principal, Caxton señaló hacia el ala opuesta, donde estaba el dormitorio.
Allí había una única ventana cuadrada en lo alto de la pared por la que entraban los rayos de luna.
—Si nos metemos ahí, nos quedamos ahí —dijo Caxton—. Podemos construir una barricada que los contenga durante un rato, aunque tal vez no sea suficiente.
Entonces Arkeley señaló un tragaluz que se abría en el techo a dos aguas, a unos tres metros y medio de altura. Del pestillo colgaba una cuerda blanca, seguramente para poder abrirlo desde dentro y dejar entrar un poco de aire si hacía mucho calor. Arkeley colocó una silla debajo del tragaluz, se subió para agarrar la cuerda, le dio un tirón y éste se abrió.
—Muy bien, vamos —dijo.
—No puedo —respondió Caxton, que levantó el hombro herido y sacudió la cabeza—. No puedo escalar hasta allí, no en este estado.
Arkeley la miró fijamente durante un instante. Entonces la agarró por la muñeca del brazo herido y se la retorció de tal forma que la obligó a hacer una pirueta. Unas manchas negras aparecieron ante sus ojos y su cerebro se estremeció de dolor.
Pero aparentemente a Arkeley no le pareció que fuera tan grave.
—Si tuviera algo roto, ya se habría desmayado. Y ahora levántese; la ayudaré tanto como pueda.
Caxton no quería; lo único que quería, en realidad, era subir a una ambulancia y que la atiborraran de analgésicos. Se puso de pie sobre la silla y levantó los brazos. Casi podía tocar el marco del tragaluz, pero le faltaban unos centímetros.
—Utilice la cuerda —sugirió él.
—¿Va a aguantar mi peso? —preguntó ella.
—Sólo hay una forma de comprobarlo. ¿A qué espera?
Caxton se mordió el labio inferior y se enroscó el extremo de la cuerda alrededor de la muñeca. Entonces saltó y se agarró del marco. El afilado metal se le clavó en la palma y le hizo un corte, pero Caxton logró no sujetarse. La cuerda le estaba desollando la otra mano. Notó cómo se deshilachaba por su peso, pero de momento aguantaba. Advirtió que Arkeley la empujaba desde abajo y de pronto se encontró fuera, en medio del aire oscuro y frío. Un puñado de estrellas brillaban en el cielo e iluminaban las tejas. El ángulo parecía demasiado abrupto y Caxton tuvo la sensación de que iba a caerse si no se agarraba al marco del tragaluz. Sin embargo, tenía que ayudar a Arkeley a subir. Dio media vuelta, abrió las piernas para hacer más contrapeso, le tendió el brazo bueno y tiró de él. Era mucho más pesado de lo que imaginaba.
Arkeley alcanzó el tejado, recogió la cuerda y cerró la ventana. A menos que alguno de los siervos midiera dos metros, no tendrían forma de seguirlos hasta allí. Estaban a salvo... Más o menos.
En el jardín, los siervos se reunieron frente a la cabaña. Sus rostros demacrados tenían un aspecto lívido y salvaje bajo la luz de las estrellas.
—¡Baja de ahí! —gritó uno con una voz chillona que a Caxton le pareció de lo más desagradable—. Baja y hablemos —insistió—. ¡Sólo queremos conocerte un poco mejor, Laura!
Ésta levantó el arma para disparar, pero cambió de opinión.
Desde diez metros de distancia, el disparo se diseminaría en exceso y no causaría demasiados daños, ni siquiera a un siervo hecho polvo. Se metió la mano ensangrentada en la chaqueta y sacó la pistola.
—¡Vas a ser uno de los nuestros, Laura! —canturreó el siervo—. | Es tan sólo cuestión de tiempo! ¡Nuestro amo se coló dentro de ti, dentro de tu cerebro!
Caxton apuntó, pero Arkeley la detuvo.
—No malgaste esa bala.
Entonces el agente federal arrancó una de las tejas y la sopesó con la mano. Medía casi un palmo de largo y cuando la arrojó, voló como un platillo volante. Alcanzó al siervo en el pecho y rebotó, pero con eso bastó para que éste se alejara corriendo, aullando de miedo.
—Son unos cobardes, conviene que lo sepa —dijo—. Y ahora déjeme que le eche un vistazo al hombro.
Caxton apenas podía mantener el equilibrio en lo alto del tejado, pero logró deshacerse de la chaqueta. El aire frío la heló al instante y se puso a temblar de nuevo.
—¿Estoy en estado de shock? —preguntó al recordar aquella expresión de un curso de primeros auxilios en el que había participado en la academia. En teoría tenías que cursarlo una vez al año, pero nadie comprobaba si lo hacías o no y ella nunca encontraba el momento.
Arkeley le rasgó la manga de la camisa del uniforme y le dejó la piel al descubierto, expuesta al aire nocturno. Le palpó la herida con los dedos y cuando los retiró los tenía manchados de sangre. Caxton sabía que sería así, aunque esperaba verlos totalmente empapados. En realidad estaban casi limpios.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Arkeley con menosprecio. Caxton se apartó con un gesto brusco
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¡Dígamelo! —gritó—. ¿Me voy a morir? Él se la quedó mirando con cara de asco.
Finalmente llegaron los refuerzos, los destellos de luz de los vehículos de emergencia barrían los árboles y sus sirenas se superponían a las carcajadas que provenían de abajo. Caxton se incorporó, resbaló y a punto estuvo de caer del tejado. Arkeley la agarró; pero luego ni la miró cuando ella buscó a tientas algún lugar al que asirse.
Se oyó un tiroteo encarnizado, del cual Caxton no pudo ver nada. Se acordó del momento en que había estado atrapada en la zanja, cuando vencieron al vampiro.
—Dios, pensé que iba a morir.
—Cuando le llegue la hora se lo comunicaré —dijo Arkeley con desdén—. ¡Mierda!
Arkeley señaló con el dedo y Caxton vislumbró una turba de siervos que corría hacia los árboles.
—Se están escapando. Quería capturar al menos a uno para poder torturarlo y sonsacarle algo de información.
—Yo no sé si podría presenciar una tortura. Ni siquiera tratándose de uno de esos monstruos —dijo Caxton.
—Entonces tendré que hacerlo cuando usted no esté delante.
Cuando el sheriff y los agentes de la policía estatal terminaron de rastrear la cabaña para asegurarse de que no había riesgo alguno, apoyaron una escalera en la parte exterior para que Caxton y Arkeley pudieran bajar. A Caxton le esperaba una ambulancia y a Arkeley el sheriff, que quería hablar.
—Quítese la camisa y siéntese aquí —le ordenó una enfermera con las manos enfundadas en unos guantes de plástico. Caxton obedeció, y se sentó en la parte trasera de la ambulancia, que tenía las puertas abiertas. Hacía una temperatura gélida y a Caxton no le gustó la idea de quedarse ahí sentada vestida tan sólo con el sujetador, pero enseguida se le acercó otra enfermera que la cubrió con una manta térmica plateada; eso estaba mucho mejor. La primera enfermera le limpió la herida con un antiséptico que le tiñó la piel de naranja. Su corte parecía estar relleno de picadillo de carne en salsa.
—No hay para tanto —dijo la enfermera—. He visto heridas mucho peores.
Y Caxton también las había visto, desde luego, pero nunca en su propio cuerpo. Nunca se había lesionado, ni siquiera de forma leve.
—¿Tengo que ir al hospital? —preguntó.
—Tendrán que suministrarle la vacuna antitetánica y un médico deberá cambiarle el vendaje cada tres días. Pero esta noche podrá dormir en su casa; eso es lo más importante.
Dormir. Estaría bien. En las últimas noches había dormido tal vez un total de seis horas. Cerró los ojos pero las luces giratorias de la ambulancia le tiñeron los párpados con su azul intermitente y la hicieron volver en sí. La enfermera le vendó el hombro con una gasa elástica y la dejó marcharse por su propio pie. La herida le dolía, pero podía mover el brazo perfectamente. Fue a buscar a Arkeley y lo encontró en el porche de la cabaña, estudiando un enorme mapa de carreteras de Pensilvania. Junto a él, inmóvil, el sheriff sostenía una linterna e iluminaba el mapa para que el federal pudiera reseguir con el dedo los distintos caminos y carreteras secundarias.
—Es aquí, ¿no? —preguntó Arkeley.
—Sí, se llama Bitumen Hollow. Un pueblecito.
Caxton se agachó junto a Arkeley. El federal se volvió y le dedicó una agresiva mirada, como si le estuviera tapando la luz. Aunque no se la tapaba.
—¿Qué? —le espetó ella.
Arkeley le respondió como si hubiera preguntado qué ocurría, que habría sido su segunda pregunta.
—Los vampiros han atacado esta noche. Esto —dijo al tiempo que señalaba con el brazo el bosque donde los siervos les habían tendido la emboscada— no fue una trampa. Fue un movimiento de distracción para desviar nuestra atención de lo que estaba sucediendo aquí —dijo señalando un punto del mapa con el dedo.
—Acaba de decir que los vampiros han atacado esta noche. Vampiros, en plural —dijo Caxton.
Arkeley le enseñó los dientes a Caxton y volvió a fijar la vista en el mapa como si quisiera quemarlo con la mirada.
—Ha sido un ataque coordinado. La información de que disponemos no nos sirve de mucho para reconstruir la secuencia de hechos. Unas cuantas llamadas de pánico al teléfono de emergencias y unos minutos de grabación de móvil que el sheriff ha tenido la amabilidad de compartir conmigo. Ningún detalle, pero todos los testigos coinciden en algo: fueron dos, dos machos, y estaban muy hambrientos. Han arrasado un pueblo entero. Vamos hacia allí ahora mismo para ver qué pruebas encontramos.
Caxton asintió con la cabeza y buscó las llaves del coche. Estaban en el bolsillo de su chaqueta, que se había quedado en el tejado de la cabaña de caza. Cuando Caxton se lo contó, Arkeley se alejó con gesto resignado. El sheriff apagó la linterna y dobló el mapa.
—Un cabrón de lo más agradable, ¿no? —le preguntó éste.
Llevaba un poblado bigote con las puntas hacia arriba y en la frente tenía una cicatriz que le partía la ceja en dos.
—He llegado a plantearme que tal vez me resultaría más entretenido trabajar del lado de los vampiros —dijo Caxton riendo.
La agente echó un vistazo al mapa para memorizar el trayecto. Un sargento de la Unidad J se encaramó al tejado para recuperar la chaqueta. Se la lanzó a Caxton y ésta la cogió al vuelo.
Ya en el coche, Arkeley ni siquiera le dirigió la palabra. Caxton arrancó y se dirigió a la autopista. Se encontraban a tan sólo media hora del pueblo. Cuando ya habían recorrido la mitad del camino, Caxton se dio cuenta de que no podría soportar el silencio de Arkeley durante el resto del viaje.
—Oiga, no tengo ni idea de por qué se ha cabreado así conmigo, pero le pido disculpas.
Por una vez, a Arkeley le apeteció hablar.
—Si hubiera sabido que en realidad no estaba herida, no me habría retirado tan precipitadamente —dijo como si estuviera dictándole un informe—. Contaba con capturar al menos a uno de ellos. ¿Por qué cree si no que caí en la trampa? A lo mejor esta noche no habría sido un fracaso absoluto. A lo mejor habríamos llegado a tiempo a Bitumen Hollow, cuando aún había algo que hacer.