Y así lo hizo. Había encontrado un lugar en el que nadie los buscaría jamás, en el fondo de una mina de carbón ardiendo, un lugar tan cargado de vapores nocivos y calor abrasador que nadie que no fuera un vampiro podría soportarlo. Allí se preparó una sala del trono para sí mismo, y colocó el ataúd a un lado. Ella sabía que él jamás se consideraría el caballero protector de ella. Nunca se dejaría convencer por los bajos halagos de ella, ni se prendaría de las formas que ella adoptaba al intentar despertar su deseo sexual. Asumió el aspecto de la esposa de él, Astarte, y eso no provocó más que desprecio. Se transformó en Vesta Polder, que había sido su amante. Él le cerró de golpe la tapa del ataúd y no la abrió hasta muchas noches después
.
En una ocasión, Justinia llevó las cosas demasiado lejos. Adoptó la apariencia de Laura Caxton, pero una Caxton a la que le gustaban los hombres. Se le presentó desnuda y contoneándose dentro del ataúd, implorando con la voz de Caxton que la tocara
.
Esa noche estuvo a punto de arrancarle el corazón. Su mano se cerró en torno a él y apretó. Un poco más de presión, y lo habría aplastado como una uva. Al final lo soltó, aunque la expresión de asco de su cara perduró durante mucho rato
.
Después de eso, ella dejó de intentar persuadirle con hechizos. En cualquier caso, siempre había sido capaz de seducir mucho mejor mediante la palabra
.
—
¡Esto es lo que eres ahora! ¡Tienes que llegar a un entendimiento con tu nuevo ser! —le dijo, mientras él cavilaba, sentado en su trono—. O vas a partir tu alma por la mitad. —Ella sabía que si no lo hacía, sería sólo cuestión de tiempo que se volviera contra ella. Y en ese momento no podía defenderse de él
.
—
Moriré antes que aceptar en lo que me he convertido —dijo él
.
Pero ella sabía que no sería así, ya que, en caso contrario, ya habría regresado junto a Caxton, se habría arrodillado ante ella y desnudado su pecho para que lo matara
.
—
Sé un ángel de la muerte, como mi señor Vincombe —le sugirió ella—. Sé el conservador de nuestra tradición, como el querido Lares
.
«Entrégate a tus más oscuras perversiones, como Reyes», pensó
.
«Acéptame como figura materna erótica, como los Chess. Permíteme justificar tu venganza, como hice con el estúpido de Easling.»
—
Tienes que encontrar un propósito. Algo que justifique que hayas renunciado a tanto. A todo lo que has sacrificado. Salvaste a Caxton en esa ocasión. ¡Salva a otros si quieres!
—
¿Salvarlos? Es más probable que los devore. Yo sé que tú lo entiendes… Ahora, cada vez que me acerco a un humano, lo único en lo que puedo pensar es en desgarrarle la garganta. En beber su sangre. Y siempre será así a partir de ahora. No puedo salir de este sitio. No puedo volver a ser humano. Aunque, por algún medio, lograra contenerme, no importaría. Mi familia me rechazaría si me viera ahora. Caxton me… ella…
—
Ella acabaría contigo. Tu familia tendría miedo de que te acercaras a ellos. Porque eres diferente de como eras antes
.
Había ocasiones en que Justinia se sorprendía a sí misma de lo astuta que podía llegar a ser. A medida que observaba la cara de él, sus encarnados ojos endurecidos por la rabia y la aversión que sentía hacia sí mismo, comenzó a ver qué se necesitaría
.
—
Por supuesto —dijo, escogiendo las palabras con infinito cuidado—, no hay razón para que ellos tengan que ser tan diferentes. No hay ninguna razón, digámoslo así, por la que no puedan aceptar la maldición ellos mismos…
Si hubiera estado de pie y quieta, Malvern habría podido atrapar el coche y arrojarlo lejos. Habría podido partirlo en dos. Pero no estaba quieta, ni estaba preparada para el impacto. Y hasta los vampiros tienen que obedecer, a veces, las leyes de la física.
Malvern fue lanzada hacia un lado por el impacto, que la alejó de la entrada de la cueva, fuera del campo visual de Caxton. El coche giró con brusquedad hacia un lado como si hubiera golpeado un poste de acero. Derrapó y se estrelló contra la cresta con tal fuerza que del techo de la cueva cayó una cascada de tierra y piedras pequeñas. Se le rompieron los cristales, y el timbre de la sirena cambió al abollarse los megáfonos de la barra del techo, pasando del grito de venganza de un águila, al lastimero lamento ronco de una morsa agonizante. Uno de los neumáticos del coche explotó con una detonación.
La puerta del lado del conductor se abrió, y Glauer rodó fuera sacudiendo la cabeza como si hubiera sufrido una conmoción. Le sangraba la nariz y tenía una pierna rígida, como si no pudiera doblar la rodilla.
Avanzó a trompicones, y entró en la cueva. Se dejó caer con todo su peso contra la pared y no se movió. Apenas respiraba.
—¡Glauer! —gritó Clara, que se dispuso a correr hacia él.
Caxton la sujetó por una muñeca y le torció el brazo para empujarla hacia las profundidades de la cueva. Fue lo único que se le ocurrió hacer.
—¿Recuerdas cuando éramos compañeros? —le preguntó Glauer.
—Claro —le contestó Caxton.
—Pues no. No lo éramos. —Él tragó de modo convulsivo. Sus ojos no dejaban de cerrarse. ¿Se habría golpeado la cabeza contra el salpicadero al chocar? Estaba mal—. No. Nunca fuimos compañeros. Yo te idolatraba, Caxton. Pensaba que eras la mujer más dura que había conocido jamás.
—Tú mismo recibiste lo tuyo y nunca te quejaste —dijo Caxton. Deseó tener mejores palabras para él. Sabía con exactitud lo que iba a suceder a continuación.
Glauer volvió la cabeza hacia un lado para mirar algo que había fuera de la cueva, algo que Caxton no podía ver. El hombre asintió una sola vez.
—Sólo podré hacer este truco una vez —dijo—. Asegúrate de que merezca la pena.
Caxton tomó eso como señal. Sujetó a Clara y se la llevó de vuelta hacia el interior, tan adentro como pudo, lejos de la entrada de la cueva.
Se volvió a mirar atrás, sólo una vez, y vio que Glauer aún se esforzaba, intentando ponerse de pie.
Y entonces Malvern, rugiendo, pasó a través de él, haciéndolo pedazos al irrumpir en la cueva como un torbellino de pura furia. La sangre cayó al suelo como lluvia. Ella ni siquiera se molestó en beber una sola gota.
Si la colisión con el coche la había lesionado, Caxton no veía los daños. Volvía a presentar su aspecto ilusorio, con la peluca perfecta y sin un solo cabello fuera de lugar, el vestido relumbrante de luz infernal. Su ojo encarnado brillaba como una estrella malevolente.
Abrió la boca para enseñar los colmillos, hilera tras hilera de ellos. Caxton sabía que también eso era una ilusión de los vampiros. Tenían sólo treinta y dos dientes, igual que los seres humanos. Sólo parecía que tenían muchos más debido a que eran muy afilados.
Malvern dio un paso en el interior de la cueva.
—Basta de dilaciones, Laura. Ya no puedes hacerme daño.
—Y una mierda —dijo Caxton, y apretó el detonador.
—¡Gl…! —fue lo único que Clara tuvo tiempo de gritar, antes de que el techo se desplomara.
La explosión fue descomunal, como un ser vivo enfurecido que aullara en la oscuridad. El estruendo hizo que la carne de Caxton ondulara como el agua. Le pasó por encima, la atravesó, y sintió que rocas del tamaño de sus puños, del tamaño de su cabeza, pasaban silbando cerca de ella, sintió que el polvo arrojado contra su piel le dejaba miles de diminutos arañazos. Pero se mantuvo firme porque sabía que iba a sobrevivir. Sabía que no iba a resultar herida. Patience Polder se lo había prometido.
Urie Polder había encontrado la dinamita en un cobertizo abandonado, cerca de la vieja mina a cielo abierto. Un cajón lleno dejado allí, bajo el techo que se hundía, mojándose cada vez que llovía, y mordisqueado por ratas. Caxton no había creído que conservara la potencia explosiva.
Sin embargo, acababa de funcionar a las mil maravillas. El techo se derrumbó exactamente como había prometido Patience, y enterró a Malvern bajo una docena de toneladas de roca. La entrada de la cueva quedó completamente cerrada, tapiada para el resto del mundo… tal y como Patience había predicho que sucedería. Caxton se sintió como si la hubieran expulsado de la existencia de una bofetada para devolverla al vacío primordial. Todo se volvió negro y ella se quedó sorda. Y tenía polvo en la boca, polvo en la nariz y los ojos. Intentó limpiárselo con las manos, y luego buscó dentro de la bolsa de nailon. Sacó una potente linterna. Cuando la encendió, el haz no mostró nada más que hinchadas nubes de humo y polvo. Comenzó a atragantarse y toser, pero dentro de la bolsa también tenía una máscara antigás, otro sobrante de los tiempos en que funcionaba la mina. Se la puso y desplazó el rayo de luz por los alrededores, buscando alguna señal de Clara entre los escombros.
Lo primero que encontró, sin embargo, fue una mano de Malvern.
Sobresalía de una muralla de rocas derrumbadas, y tenía los dedos extendidos hacia ella. Muy pálida, muy blanca. Ya no la disfrazaba ilusión ninguna. Parecía una mano humana esculpida en alabastro. Se veían unas cuantas manchas de vejez donde el pulgar se unía con la palma. Oscuras venas corrían como serpientes por debajo de la piel, hinchadas de sangre.
—L… L… Lau… —tosió Clara detrás de Caxton.
La mano de un vampiro. La mano de la enemiga que había organizado todas las cosas jodidas y malas que habían sucedido en su vida durante los últimos cinco años. Le costó apartar los ojos de ella. En especial cuando los dedos empezaron a moverse.
—Maldita sea —dijo. Luego apartó la vista, no sin esfuerzo, y buscó por el suelo hasta encontrar a Clara. Se quitó la máscara y la presionó contra su boca y su nariz, hasta que ésta comenzó a inhalar grandes bocanadas de aire.
—Tenemos que salir de este follón… el polvo tardará horas en posarse —dijo Caxton, intentando no inspirar demasiado—. Y mucho antes de eso, ella recuperará la libertad.
—¿No está muerta? —preguntó Clara, cuya voz apagaba la máscara antigás.
Caxton le quitó la máscara y volvió a ponérsela ella antes de empezar a toser.
—Ni remotamente. Vamos, ponte de pie.
—Me parece… que…
coff
…
coff
… me han golpeado algunas… piedras…
—No puedo llevarte. O caminas, o te quedas aquí —le dijo Caxton.
Clara la miró con ojos interrogativos. La otra se negó a responder.
—Supongo que caminaré —dijo Clara.
—Eso suponía. Vamos.
La pistola de Caxton chasqueó sonoramente en la sala del trono. Se había quedado sin balas. Jameson se echó un brazo sobre la cara para protegerse de la muerte que no llegó
.
Cuando se dio cuenta de que lo habían engañado, aulló de furia. Pero Caxton ya había desaparecido y subía de vuelta por el túnel de la mina. Los medio muertos corrían tras ella, con Jameson siguiéndolos a paso más lento
.
Justinia le había enseñado eso a Jameson. Él siempre había sido impetuoso, dispuesto a meterse sin pensar en cualquier trampa. Ella le había enseñado a enviar a sus lacayos por delante, dejar que fueran ellos quienes recibieran la peor parte del peligro. Aunque eso no fuera a cambiar las cosas
.
Dentro del ataúd, ella aguardó en silencio hasta que regresó uno de los medio muertos
.
Se frotaba la cara, esta vez no para arrancarse la piel sino porque intentaba limpiarse de los ojos el aerosol de pimienta. Parecía dolorido. Bien. Aquel patético fracasado merecía sufrir
.
—
Se ha cargado a los demás… soy el único que queda —chilló la criatura
.
Una vez había sido humano. Ahora era mucho menos que eso. Estaba por debajo del desprecio de Malvern
.
—
Estoy seguro de que el señor prevalecerá —declaró la criatura, con voz aflautada, intentando transmitir una confianza en la que no creía ninguno de los dos. El medio muerto habría sido un jugador de cartas terrible
.
—
No. Se ha terminado —dijo Malvern. Conocía a Caxton y a Jameson lo bastante bien como para predecir cómo acabaría su confrontación final. Jameson era cien veces más fuerte que Caxton, una docena de veces más veloz. Pero no importaba. Caxton vencería. Carecían de importancia las probabilidades que tenía en contra. Ella era del tipo de jugador más peligroso que existe. Tenía la suerte de su parte—. Ayúdame a levantarme
.
La criatura metió un hombro por debajo de una axila de ella. Aún estaba muy débil. Muy frágil. Jameson le había prometido sangre, muchísima sangre. En eso le había fallado. En muchos otros sentidos le había prestado un buen servicio
.
Ella siempre había sentido un sano respeto, y miedo incluso, hacia las brujas. Las dos brujas más grandiosas de Estados Unidos estaban ya muertas: Astarte Arkeley y Vesta Polder, asesinadas por las propias manos de Jameson. La más grande de las amenazas para la existencia de Justinia, Caxton, vivía aún, pero Justinia no estaba muy segura de qué sentía al respecto. Había comenzado a sentir una especie de reacio afecto por la muchacha
.
Y, ¡ay, qué divertido sería hacerla sufrir!
Había que trazar planes. Tenía una temporada tranquila por delante, en la que permanecería oculta pensando, tramando
.
—
¿Qué haremos con el hijo del señor? —preguntó el medio muerto. Señaló al muchacho que estaba encadenado a una columna cercana, inconsciente a causa de las emanaciones del lugar—. Debes beber su sangre ahora. Necesitarás fuerzas
.
—
No —replicó Justinia, tras pensar en el asunto durante un momento—. No. Él y yo somos viejos amigos. Él me enseñó a usar el correo electrónico. Y muchas otras cosas
.
Se inclinó sobre el cuerpo de Simon Arkeley. Le abrió los párpados y miró las profundidades de su cerebro adormilado. Implantó en él una pizca de sí misma. No la maldición, no el don del vampirismo. Sólo un simple hechizo. A partir de ese momento, ella vería todo lo que viera él, oiría cada palabra que le dijeran, y él jamás se daría cuenta. Sería su espía perfecto
.
—
Ahora, sácame de aquí —le dijo al medio muerto
.
—
Pero el señor…
—
Yo no discuto mis órdenes con los de tu clase —dijo Justinia, y le enseñó los dientes. Después de eso, el pequeño desgraciado se mostró de lo más obediente
.