Era una experta forense, así que determinar eso le llevó sólo un segundo.
Con eso bastó. Él volvió a atacarla con la sartén, tal vez con la intención de acabar la faena. La pesada sartén recorrió el aire, dirigida hacia su cara.
Clara alzó las manos para atraparla. Si hubiera sido una fracción de segundo más lenta o más rápida, habría podido destrozarle todos los huesos de la mano. En cambio, la atrapó, aferrando el grasiento borde de la sartén, de tal manera que sólo tuvo que girarla para que él se viera obligado a soltar el asa. Llevó el brazo hacia atrás y dejó que la sartén se estrellara contra el suelo con un estruendo.
Él se quedó mirándola como si no pudiera entender lo que acababa de ocurrir. Como si ella hubiese dominado alguna extraña arte marcial de la que nunca había oído hablar. El sar-ten fu, o algo parecido.
Ella no perdió el tiempo en darle las gracias a Dios por haber tenido tanta suerte. Se limitó a pegarle puñetazos en la mandíbula hasta que cayó, y luego lo pateó unas cuantas veces cuando ya había caído, para asegurarse.
Bueno, ése había sido un mal comienzo.
La verdad era que ella sólo había tenido la intención de hablar con Simon. No de darle una soberana paliza. No tenía ni idea de cómo dominar de manera adecuada a un sujeto hostil, y se notaba. En la academia, ese curso no había sido obligatorio para los especialistas forenses, a los que sólo les enseñaban defensa personal básica. Clara se había metido en unas cuantas peleas en la escuela secundaria, y había tenido que pelear un poco cuando la habían retenido como rehén durante el motín de la prisión. Pero nunca antes había golpeado a alguien con mala intención.
Sin embargo, cuando Simon cayó le había parecido adecuado patearlo. Él se había convertido en su enemigo, y así era como uno trataba a los enemigos.
¿Cuándo había empezado a pensar de ese modo? La idea misma la aterrorizaba, ahora que se había calmado. Pensó en lo que había dicho Glauer. Luego apartó a un lado ese pensamiento porque en ese preciso momento tenía cosas más importantes que hacer que psicoanalizarse a sí misma.
Simon no perdió el conocimiento. En las películas, un buen golpecito en la parte posterior del cráneo solía hacer que los malos perdieran el sentido. Pero las cabezas humanas estaban construidas para resistir precisamente ese tipo de impacto; por eso, el cráneo es tan grueso, y por eso hay tantos músculos en el cuello. Sin embargo, Simon dejó de luchar cuando ella lo llevó arrastrando de vuelta a la cocina y luego lo levantó para sentarlo en una silla. Era, afortunadamente, un mequetrefe flacucho, en caso contrario ella no habría tenido fuerza para hacer eso.
Rebuscando por los cajones de la cocina encontró un rollo de cinta de embalar y la usó para sujetarlo a la silla. La cocina estaba a oscuras —no había luz, probablemente desde hacía años—, así que sacó también algunas velas y las encendió para que Simon pudiera ver quién era ella.
Dentro de la silenciosa nevera encontró un refresco tibio. Ni siquiera era una coca cola
light
. Se sirvió un vaso y se sentó frente a él, en espera de que le formulara las preguntas obvias.
—¿Quién es usted? —inquirió el muchacho, mientras su cabeza se mecía ligeramente adelante y atrás. Iba a tener una fea contusión en la mandíbula. De todos modos, parecía que sus ojos se movían bien.
—Clara Hsu —dijo ella—. La pareja de Laura Caxton.
—¿E… e… en serio? —Entonces, él rió—. La verdad es que sí. No importa. Es usted una cabrona de la hostia, igual que ella. La creo. ¿La ha enviado ella para hacer que me case con esa niña?
Clara estaba muy interesada en saber de qué estaba hablando, pero no quería demostrar lo poco que sabía.
—No —contestó—. Laura y yo perdimos el contacto hace algún tiempo. De hecho, he venido para preguntarte si sabes cómo hacerle llegar un mensaje. Te aseguro que no tenía la más remota intención de que sucediera esto.
—Entiendo —dijo él, y volvió a reír. Esta vez con un poco más de amargura.
—¿Entiendes qué? —preguntó Clara.
—Esto es un montaje. Una trampa. Usted trabaja para los federales, como mi padre. ¿Cómo se llamaba aquel gilipollas? ¿Farelock?
—Fetlock —precisó ella—. Pero no. No trabajo para él. Ya no.
—Claro, lo que usted diga. Usted cree que yo puedo llevarla… quiero decir, usted piensa que tengo alguna idea de dónde está Caxton. Cosa que, para que conste, no tengo. Sé que ustedes quieren volver a arrestarla. Y si quiere que le diga la verdad, a mí me encantaría fastidiarle la existencia. Pero es cierto que me salvó la vida. Un par de veces.
—La mía la salvó en más ocasiones —le dijo Clara—. Simon, puedes verificarlo. Me han despedido. No trabajo para Fetlock, ni para ningún otro poli.
—Así que si usted les entrega a Caxton en bandeja de plata, tal vez recupere su empleo —razonó él. Maldición, el muchacho era listo. Demasiado. Levantó la cabeza hasta tenerla casi erguida del todo, y la contempló con ojos doloridos y sin brillo—. Quiero ver a mi abogado ahora mismo. No diré una sola palabra más hasta que vea a mi abogado.
Los puños de Clara se cerraron. Sentía el impulso, un impulso muy poderoso, de volver a golpearle. De hacer lo que fuera para obligarle a hablar.
Laura había cedido una vez a ese impulso. Había torturado a un sociópata llamado Dylan Carboy hasta que le había dicho lo que quería saber. Y había ido a la cárcel por eso.
Luchando contra todos sus instintos naturales, Clara se obligó a calmarse. Abrió las manos y se secó las palmas sudorosas en las perneras de los vaqueros.
—No soy poli —repitió—. Deja que te diga algo, Simon. Estoy corriendo un riesgo descomunal. He entrado por la fuerza en tu casa. Me has golpeado con intención de matarme y me he defendido. Ahora te tengo dominado. En este momento no sé quién tiene más problemas. Es probable que fuéramos los dos a la cárcel si nos denunciáramos el uno al otro, ¿vale?
—¿Vale, qué?
Ella apretó los dientes.
—Acabo de implicarme en un delito, ¿no? Un poli no haría eso.
—Claro.
Ella se levantó de la silla y se sirvió más refresco.
—¿Quieres un poco?
—Dudo que usted sea de los que drogan a la gente para sacarle información —concedió él—, pero creo que pasaré, por si acaso.
—Como cojones quieras. —Bebió en silencio durante unos momentos. El refresco era empalagoso y le provocaba dentera. Sentía que formaba una película sobre su lengua. Empezaba a dolerle de verdad la zona de la cabeza que le había golpeado con la sartén. Dentro de muy poco iba a tener que tumbarse. O tal vez ingresar en urgencias, si tenía una conmoción. Era bien sabido que resultaba difícil de diagnosticar, en especial cuando uno se diagnosticaba a sí mismo. Por el momento, sin embargo, la adrenalina la mantenía en pie.
—¿De verdad que vives aquí?
—No puedo permitirme nada más. Heredé esta casa de mi madre.
—Es un agujero —dijo Clara.
—¿Ahora viene cuando rompe mi resistencia por el sistema de insultarme?
—De verdad que me da igual… pero todos los muebles destrozados, no tiene luz, y hay una enorme mancha de sangre en la escalera. —Vio que Simon hacía una mueca cuando ella decía esto último—. ¿Qué pasa?
—Es… es sangre de mi madre. De cuando murió.
Clara sintió que los ojos se le salían de las órbitas a causa de la impresión.
—No puede ser. Joder, que no puede ser. ¡Pero tío! ¿De hace dos años? ¿Eso no te pone los pelos de punta?
Simon bajó la cabeza hasta el pecho.
—Cada vez que la veo. Pero cuando intento limpiarla, me pongo a llorar.
—¿En serio?
Él sorbió por la nariz. A la luz de las velas resultaba difícil saberlo, pero en ese momento Clara vio que por sus mejillas habían rodado lágrimas y caído sobre la camisa.
—Ha sido… duro —dijo el muchacho—. Toda mi… familia. Así… todos de golpe. Durante mucho tiempo estuve viendo a un loquero, pero no pude seguir pagándole. La verdad es que ya no puedo permitirme pagar nada.
— Dios mío. Pobre muchacho… —dijo Clara—. ¿No tienes trabajo?
—No, estoy viviendo de las tarjetas de crédito. Había un seguro de vida, quiero decir que mis padres tenían uno, pero la mayor parte de la indemnización ya la he gastado.
Y entonces… se puso a llorar. Durante un largo rato no dijo nada, por mucho que ella dijera o hiciese. Se quedó allí llorando, completamente encerrado en sí mismo. Era como si se hubiera convertido en un bebé y perdido por completo la capacidad de hablar.
«Mierda», pensó ella. Decididamente, Glauer había tenido razón. Y también Fetlock. Se había vuelto igual que Laura. Al instante, las compuertas de la compasión volvieron a abrirse en su interior, y apenas logró controlar la fuerza de su empatía. Le había hecho daño a aquel crío. Daño de verdad. La culpabilidad y el horror amenazaron con abrumarla.
—Joder, la verdad es que tengo ganas de darte un abrazo ahora mismo.
—Si se acerca, empezaré a gritar.
Clara sabía que hablaba en serio.
—Vale. Me quedaré aquí. Pero de verdad que siento pena por ti. Sé lo que es perder a alguien que quieres.
—¿Se refiere a Caxton? A ella nadie la ha matado.
—No. Sólo se la llevaron a rastras a la cárcel. Y luego, ella se fugó y yo no la he visto ni he tenido noticias suyas desde entonces. Tal vez no sea lo mismo. Pero duele de verdad.
—¿Es verdad que la han despedido? —preguntó él, sorbiendo por la nariz.
—Sí. Ayer mismo. Una mierda…
Él asintió con la cabeza.
—Estuve trabajando durante un tiempo como ayudante de un laboratorio médico. Sólo, para, ya sabe, lavar los vasos de precipitados y los tubos de ensayo. Barrer. Pero cada vez… cada vez que abría las neveras del laboratorio y veía las muestras de sangre, tenía que salir a emborracharme. Y era un laboratorio que manejaba muchísimas muestras de sangre. Así que también me despidieron.
—Parece el peor tipo de rechazo… —le dijo Clara—. Como si hubieras fallado como ser humano, ¿sabes?
—Lo sé —replicó él.
Entonces también por las mejillas de ella cayeron lágrimas.
—Lamento mucho, de verdad, haberte pegado. Pero no sabía qué más hacer. Tengo una necesidad apremiante de ver a Laura —dijo, sin importarle si era lo más correcto o no—. No… no voy a abrazarte. Si tú no quieres que lo haga. Pero quiero acercarme y cortar esa cinta de embalar. ¿Te parece bien?
—Claro —dijo él—. Y tal vez… tal vez podríamos hablar de ese abrazo.
—
Lo he hecho —dijo Easling, respirando entrecortada y aceleradamente mientras su gordo cuerpo se agitaba por la culpabilidad. La sangre teñía sus manos, y el hedor a whisky inundaba el aire que mediaba entre ellos—. Justinia, lo he hecho, la he… la he matado, ha sido fácil, tal y como tú dijiste que sería, la simplicidad misma, más fácil de lo que yo pensaba, más fácil que… que… ¡Dios mío, hacía tanto tiempo que quería hacerlo, que soñaba con hacerlo! Y ya está hecho, está hecho y no… no me siento culpable. Ni un poquitín. Me niego a… a sentirme culpable…
Ella lo hizo callar posándole un blanco dedo sobre los labios. Lo había hecho bien. El cuchillo que había matado a la arpía de su mujer yacía, olvidado detrás de él, junto a la puerta. Veía la sangre que relumbraba sobre él como si se hubiera prendido fuego. ¡Con cuánta ansia quería esa sangre…! Pero Easling aún no había visto su verdadera forma. Nunca la había visto lamer la sangre derramada de una víctima. Ver eso ahora podría desviarle del sendero que con tanto cuidado había trazado para él
.
Uno no renunciaba a jugar antes de que se hubieran hecho todas las apuestas, antes de que se hubiera jugado el último naipe. Le quedaba un triunfo más
.
En silencio, le sostuvo la mirada. Cuando él la miraba, sólo veía a la hermosa pelirroja que ella había creado para él, con dos ojos sanos en su bonita cabeza. No tenía importancia. La maldición podía transmitirse a pesar de eso
.
Él se calmó al mirar ella dentro de su alma. Su cuerpo se tranquilizó y su respiración se hizo regular y suave. Era como un hombre dormido que soñara, y ella lo dejó disfrutar de ese momento de paz, de olvido.«Nunca te abandonaré», le dijo ella, sin palabras. Dejó que el pensamiento se deslizara a través de la cabeza de él como humo por una chimenea, que deja sólo hollín tras de sí
. «
Te protegeré de todos los que hagan planes contra ti. Te enseñaré muchísimas cosas. A cambio sólo pido un poco. Y que sellemos nuestro pacto. Te entregaré este don.»
Cuando la maldición entró en él, Easling suspiró como un hombre aliviado de una enorme enfermedad. Cuando Vincombe se la había dado a ella, Justinia no había sentido casi nada, pero para Easling era una especie de gracia y de emoción sexual al mismo tiempo. Le subió la sangre a las mejillas y la frente, y ella tuvo que luchar consigo misma para no tomarlo entonces, para no matarlo y beber hasta hartarse
.
No. Todavía no. Había tantas cosas más que podían obtenerse…
«Ahora tienes que hacer una nadería por mí. No es gran cosa. No te dolerá. Te lo prometo.»
Su mentón subió y bajó para asentir. Luego se apartó de ella y dejó de mirarla. Ella cayó de través sobre la cama, completamente exhausta. Pasarle la maldición la había dejado agotada. Pero ya estaba hecho. Dejó que el hechizo se deshiciera y su cuerpo asumiera su verdadera forma. No había problema ninguno. Él no la estaba mirando… y cuando volviera a hacerlo, cuando se levantara y la mirase otra vez, el hechizo ya no le haría efecto
.
Él se puso de pie y fue hasta la puerta con paso tambaleante. Estaba tan borracho que no opuso la más mínima resistencia. Gruñó al inclinarse para recoger el cuchillo. El mismo con el que había matado a su mujer. No vaciló ni respingó al clavar profundamente la punta en la larga arteria de su muslo. Movió la hoja adelante y atrás durante unos momentos, luego la sacó y dejó que el cuchillo cayera una vez más al suelo
.
Fuera, en la calle, la vida de Manchester continuaba a su ritmo. Los carros pasaban con estruendo por encima de los tablones tendidos sobre los baches. Un perro gruñía a las ratas que había en el callejón, mientras los vendedores de periódicos voceaban atractivos titulares de los acontecimientos del día. Durante los últimos años, los habitantes de la ciudad se habían vuelto descuidados y habían olvidado a los monstruos que vivían entre ellos. Justinia había carecido de la energía necesaria para mantenerlos atemorizados
.