—El vestido de bodas es blanco, por supuesto, y la mayoría os dirán que es un símbolo de la virginidad de la novia. De hecho, la novia viste de blanco por el mismo motivo que es blanca esta florecilla —dijo Patience, al arrodillarse en el musgoso suelo del bosque y soplar con suavidad los pétalos blancos de una flor silvestre. Los pétalos se movieron con su aliento y uno, más delicado que los otros, cayó. Patience lo dejó descender hasta que se posó sobre la base de su dedo pulgar. Esperó durante un largo minuto mientras las otras se limitaban a contemplar su mano. Patience parecía no darse ni cuenta de que pasaba el tiempo. Caxton estuvo a punto de dar golpecitos en el suelo con un pie para que se pusieran en movimiento otra vez, pero las discípulas no le habrían hecho ni caso.
Al fin, Patience giró la mano y el pétalo cayó. En su lugar dejó una marca roja sobre el pulgar de ella, del mismo tamaño y forma que tenía.
Una de las discípulas ahogó una exclamación. Fue Becky, la gorda llena de granos que pensaba que su madre era una farsante, y que, cuando había llegado a La Hondonada, una noche, durante la cena, les había dicho a todos que la magia era una gilipollez y que no funcionaba. Caxton había tenido grandes esperanzas para ella. Luego, Becky había entrado en la órbita de Patience, y al cabo de poco era la más ferviente devota de la hija de Polder. La que estaba pendiente de cada una de sus palabras, y la que era capaz de defender las argumentaciones de la muchacha con la violencia física si era necesario.
En el lado positivo, Patience le había recomendado un tipo de aceite que había limpiado por completo el acné de Becky.
—
Townsendia sericea
—dijo Becky, y Patience asintió—. Es una aster venenosa. ¿Así que la novia viste de blanco porque es… venenosa?
Patience rió. No de Becky, no era una maestra sádica a quien le gustara burlarse de sus estudiantes. No. Cuando Patience se reía de ti, hacía que te sintieras como si se riera de un chiste que acababas de contar.
—Porque, boba, a la novia no se la puede tocar. En algunas culturas, tocar una mano de la novia antes de que acabe la ceremonia significa la muerte. Pero jamás debemos considerar a la novia como peligrosa por sí misma. Al contrario, como la flor de esta plantita, es tremendamente frágil, su alegría y su virtud son tan delicadas que deben ser protegidas a toda costa.
Caxton sacudió la cabeza y dejó de prestar atención. La muchacha estaba volviéndose insufrible. Si Simon hubiera estado allí, es probable que… bueno, que hubiera salido corriendo, presa del pánico. Tal y como lo había hecho antes.
Sin embargo, Patience no se había sentido ofendida por la reacción de Simon. En absoluto. Sabía por larga experiencia que la gente que carecía de clarividencia, los pobres mortales que sólo podían ver el presente, no el futuro, a menudo rechazaban sus profecías en un nivel emocional. Aun en el caso de que supieran que tenía razón, a la larga. Y Simon ni siquiera tenía un motivo para creer que Patience podía predecir el futuro.
Para ella, la despavorida huida de él era sólo un lapso momentáneo en lo que sería la larga y grandiosa historia de ser su hombre. Ella no tenía la más mínima duda de que los dos serían muy felices juntos… antes o después.
Caxton esperaba que estuviera en lo cierto. Si Malvern se ocultaba bajo tierra, literalmente, podrían pasar generaciones antes de que volviera a levantarse. Podía dormir dentro de la tierra durante tanto tiempo como quisiera. El suficiente como para que los humanos olvidaran que alguna vez había existido algo llamado vampiros, a menos que…
—¡No pise ahí! —dijo Becky, y Caxton estuvo a punto de caerse a causa de la sorpresa.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Estoy a punto de pisar una planta de mejorana o una seta exquisita?
—Señorita Caxton, por favor, simplemente dé un paso atrás. Sin agitar la tierra que tiene justo delante, si es tan amable —dijo Patience.
En su cara había una expresión que a Caxton no le gustó. Una expresión de concentración que había desplazado por completo al soñador romanticismo.
—Bien hecho, Becky —dijo Patience.
La muchacha se ruborizó tanto que Caxton se preguntó si tal vez Becky no pertenecería a su, eh… bueno, hum, a su campo de conocimiento. Eso explicaría por qué se había encariñado con Patience tan rápidamente.
—¿Va a decirme alguien qué está pasando?
—¿Alguien de La Hondonada calza eso? —preguntó Patience—. Tú fuiste policía hace un tiempo. Supongo que siempre tomas nota del calzado de la gente.
Caxton bajó los ojos al suelo con lentitud, al darse cuenta de qué estaban hablando las muchachas. Habían estado siguiendo un sendero de grama pisoteada que serpenteaba por el bosque de La Hondonada, tan errático que muy bien podría tratarse del rastro de un animal. Nadie que no fuera Patience habría podido seguirlo. Sin embargo, había claras huellas fangosas por toda la grama aplastada que Caxton tenía a sus pies.
Se arrodilló junto a las huellas y las estudió. Era el tipo de marca que dejaban las suelas de goma de unas zapatillas deportivas.
—No —replicó—. No, me parece que no. —La mayoría de los residentes de La Hondonada preferían las botas de trabajo claveteadas, las sandalias, o llevar los pies descalzos. En realidad, las zapatillas deportivas no eran adecuadas para el entorno rural.
—¿Y qué significa? —preguntó Tamar.
—Significa que hay extraños por aquí —anunció Patience. No lo dijo con la voz que usaba cuando predecía el futuro. Sólo con su habitual entonación autoritaria—. Tamar, traza un signo hex protector alrededor de estas huellas. Tengo un gran interés en saber quién las ha dejado. Charlotte, Sunshine y Clair-Ann, vosotras tres id a buscarme toda la salvia que podáis encontrar, y algunas flores de espino, si ya hay alguno florecido, y algo que esté vivo. Algo pequeño, como un ratón de campo. No quiero que este hechizo sea muy complicado.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Caxton.
—Intentar ver si el intruso dejó atrás algo de sí mismo. Algún residuo psíquico que yo pueda leer, ya sabe.
—Claro.
—Es un poco largo. Y resulta perturbador de presenciar —le dijo Patience.
—No pasa nada. Tengo el estómago fuerte.
La muchacha sorprendió entonces a Caxton, porque pareció un poco irritada. Por lo general, nada podía alterar a la gran Patience Polder. Su actitud zen jamás se resquebrajaba. Pero Caxton estaba muy segura de que había visto encenderse los ojos de Patience, sólo por un momento.
—Tendremos que… tenemos que quitarnos… para esta ceremonia hay que…
—Vamos a ir vestidas de cielo —dedujo Caxton.
Entonces, le tocó a Patience el turno de ruborizarse. ¡Qué día tan memorable!
Así que las chicas iban a desnudarse. Y no querían que Caxton estuviese cerca. Tenía la sensación de que sabía por qué. Aquél era, después de todo, su campo de conocimiento… pero ése no era momento de hacer una tormenta en un vaso de agua.
No. Era el momento de ir a hablar con Urie Polder sobre algo que él había estado guardando durante años.
Volvió a subir la ladera de la cresta en un tiempo récord. Caxton había andado tantas veces por todas aquellas elevaciones que conocía cada paso del camino. Sabía, por lo general, en qué punto iba a resbalar bajo sus pies la gravilla del camino, sabía dónde el fango del camino sería demasiado hondo para cruzarlo. Se deslizó entre troncos de árboles que parecían estar tan cerca el uno del otro que un pájaro no podría haber pasado volando entre ellos, subió por una cuesta cubierta de piedras sueltas porque sabía qué rocas no cederían cuando descargara su peso sobre ellas.
En diez minutos había subido hasta la casa, con la respiración agitada y unos cuantos arañazos, pero sin quejarse. Corrió al porche a examinar sus armas. Todas cargadas, todas listas para disparar, tal y como las había dejado. Se metió una pistola dentro de la cintura del pantalón, atrás, y abrió con brusquedad la puerta mosquitera.
—¡Polder! —llamó—. ¡Polder! ¿Estás aquí?
Podía oír muy amortiguado el sonido agudo de la radio, que ascendía desde el sótano de la casa. Corrió a la puerta y vio que por los bordes del marco escapaba luz. En la cresta había muy pocos sitios a los que se suponía que Caxton no podía ir, pero ése era uno de ellos. Fuera lo que fuese que Urie Polder hiciera dentro del sótano, no quería que nadie lo viera. Había sido muy claro al respecto.
Llamó a la puerta pero, al parecer, Urie Polder estaba demasiado absorto para oírla, o tal vez había puesto la radio demasiado alta. No había que olvidar que empezaba a volverse un poco sordo.
Caxton golpeó la puerta con más fuerza y siguió llamándolo, pero no hubo respuesta.
Y tampoco quedaba más tiempo. Si había intrusos en el bosque, y si habían logrado burlar todas las protecciones de Caxton, podrían ir a por ella en cualquier momento. Ir a por cada hombre, mujer y niño de La Hondonada. Los vampiros podían…
No. No eran sólo «vampiros». No se enfrentaba con unos chupasangres cualquiera. Sólo quedaba una.
La peor de todos.
Malvern. La vampira que le había arrebatado a su pareja, Deanna. El monstruo que se había llevado a Jameson Arkeley. La perra que había metido una cuña entre ella y Clara, y se había asegurado de que Caxton jamás tuviera una vida.
—Urie Polder —gritó Caxton, dándole tirones al pomo de la puerta—. Espero que estés visible porque voy a bajar ahí ahora mismo. —Casi había esperado que la puerta resistiera mágicamente cualquier intento de abrirla, pero no, se abrió sin problemas. Eso le hizo pensar que pasaba algo muy malo.
—¡Polder! —gritó, una última vez. No hubo respuesta.
Bajó por la escalera, pasó ante antiguas y oxidadas herramientas que colgaban de las paredes, ante frascos llenos de clavos y cajas llenas de trapos manchados de aceite. Nada demasiado inquietante. El sótano de su padre de ella había tenido el mismo aspecto.
No obstante, el sótano de su padre no tenía el signo hex más grande del mundo pintado en el suelo.
Los turistas que visitaban Pensilvania Central a menudo compraban signos hex en pequeñas tiendas artesanales del territorio amish. Se llevaban a casa aquellos medallones pintados con brillantes colores, y los colgaban encima del garaje o en la sala de estar. Algún buen turista puede que se tomara la molestia de averiguar qué significaba la extraña combinación de pájaros, árboles y estrellas que tenía el signo hex que habían adquirido. Es probable que obtuviera la información de qué símbolo atraía la buena suerte, cuál la buena salud, y demás.
Lo más probable era que no descubriera que la gente que pintaba los signos hex originales eran inmigrantes de Alemania, y que en Alemania la palabra
hex
simplemente significaba «bruja».
El signo hex del suelo del sótano de Urie Polder tenía seis metros de diámetro. Era auténtico. Nada de pintura de colores brillantes, nada de hileras de alegres pajaritos. Desde luego que había pájaros, pero parecían dispuestos a arrancarle los ojos a alguien. Aquel signo hex presentaba árboles inclinados bajo un fuerte viento, y un hombre que empujaba un arado del que tiraba una pareja de bueyes. En torno a las figuras había palabras en latín y hebreo, estrellas de cinco, siete y once puntas, signos zodiacales, de planetas y de metales alquímicos. En torno al borde del signo hex había pasajes de la Biblia escritos en griego antiguo. El signo hex estaba también decorado por abundancia de otros símbolos, la mayoría de los cuales Caxton ni siquiera reconocía.
En aquel círculo había trescientos años de historia. La historia de la gente que había llegado a Pensilvania en busca de una oportunidad, y había acabado encontrado minas de carbón y con los pulmones negros. Gente que había acudido allí a causa de la tolerancia religiosa del estado, y observado cómo el resto del mundo continuaba adelante sin ellos, hasta convertirlos en bichos raros. Aquélla era la historia de un país donde se suponía que la magia había sido olvidada, donde la ciencia era el gran negocio, y los grandes negocios eran lo único que importaba. Y también de un país donde la gente aún leía su horóscopo y acudían a pitonisas instaladas en locales comerciales para que les leyeran la buenaventura, y enterraban estatuillas de santos en el jardín cuando querían vender su casa.
Sentado en el centro exacto se encontraba Urie Polder. No estaba, gracias a Dios, vestido de cielo. Pero se había quitado la camisa y ella vio el punto en que el brazo de madera se unía al hombro. La herida que lo había dejado sin brazo debería haber tenido un aspecto horrendo. Incluso en ese momento, la piel estaba roja e irritada, hecha jirones que colgaban como faldones de aspecto doloroso. El brazo de madera no estaba sujeto mediante correas a su cuerpo, sino que había echado gruesas raíces que se hundían en la carne, supuestamente anclando el brazo artificial a los auténticos huesos.
Estaba mirando en otra dirección cuando ella entró en el sótano. La radio tenía el volumen lo bastante alto como para impedir que se oyeran sus pasos; un contertulio de derechas hablaba sobre que a los niños debería exigírseles que rezaran el Padre Nuestro cada vez que juraran la bandera en el colegio, porque básicamente eran lo mismo. Caxton se acercó a la radio y la apagó.
La cabeza de Urie Polder giró con brusquedad y la miró con ojos desconcertados. Estaba jadeando, y ella se dio cuenta de que lo había sobresaltado.
—No he sentido que entrabas, hum… —dijo.
No dijo que no la hubiera «oído» entrar. Caxton entendía la diferencia.
—¿Tus protecciones no me han detectado?
Él frunció el ceño, que era toda la respuesta que ella necesitaba. Luego él cogió la camiseta blanca y se la puso sobre el hombro herido.
—Ella está aquí. O… muy cerca.
—¿Estás segura?
—Las chicas de Patience han encontrado huellas en el bosque. Ahora están haciéndoles algún tipo de hechizo. Pero eso ya significa que alguien ha cruzado nuestra mejor línea de defensa, el cordón de teleplasma, sin activarlo. Y si yo puedo entrar en tu… tu sanctasanctórum sin que te des cuenta de que alguien baja por la escalera, entonces…
—Caminan con pies ligeros, hum —dijo Polder, al tiempo que cabeceaba. No parecía particularmente preocupado.
—No puede tratarse de nadie más, ¿verdad?
Polder se encogió de hombros.
—Siempre hay alguna manera de esquivar la magia. Incluso mi magia. Podría tratarse de cualquiera, si conoce los hechizos correctos para contrarrestarla. Pero tengo que decir que la sensación que me produce no se corresponde con ella.