32 colmillos (19 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

BOOK: 32 colmillos
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No pasaría mucho tiempo antes de que se acobardaran como era debido. Antes de que ella tuviera a su lado a su caballero de pálida armadura para que la ayudara, para que le llevara la sangre que necesitaba
.

Easling se desplomó en la puerta, con la espalda contra la jamba. Profirió sonidos bajos y sollozantes que ella no intentó entender. Su sangre manaba formando un gran charco sobre el suelo de madera
.

Al fin, él cerró los ojos y ella se atrevió a deslizarse fuera de la cama. Se arrastró por el suelo como una serpiente, y su lengua comenzó a salir y entrar de la boca para recoger la vida que se derramaba de él. Tenía que beberla toda mientras aún estaba tibia
.

26

Clara estaba esperando en el sendero de la entrada cuando Glauer se detuvo ante la casa de Arkeley.

Salió del coche y se quedó allí, como esperando que ella explicara por qué había escogido aquel sendero… y por qué lo había llamado, por qué lo había obligado a acompañarla en aquel descabellado viaje. Le había dado una oportunidad para dejarlo. Ella la había rechazado y ahora estaban los dos comprometidos.

Nunca había existido ninguna duda de que él la ayudaría. A fin de cuentas, todavía era Glauer, y luchaba contra los vampiros igual que Clara. Igual que Caxton.

No obstante, a Clara le había preocupado mucho que él fuera a condenarla por hacer la elección equivocada y poner en peligro la vida de ambos. No temía que él fuera a decir algo, pero tenía otras maneras más sutiles de demostrar su desaprobación. Ella había estado temiendo el momento en que él suspirara, por ejemplo. O cuando la mirase del mismo modo que la había mirado su padre cuando le dijo que era lesbiana. Lo único que haría falta sería que Glauer la mirara con el ceño fruncido, y ella se encogería de culpabilidad.

Él no suspiró. No le dedicó una mirada de decepción. Ni siquiera frunció el ceño. Y eso era bastante bueno. Le había dado la posibilidad de elegir, ella había elegido, y emocionalmente él no iba a ir más allá de eso.

Ella casi lloró de gratitud.

—¿Qué estás haciendo aquí fuera con este calor, esperándome a mí? —preguntó. Hablaba más bien como si estuviera preocupado.

—Quería asegurarme de que encontrabas la casa sin problema. Y el timbre no funciona —explicó.

—No creo que jamás vaya a olvidar cómo se llega a esta casa —le dijo Glauer. Dirigió una larga mirada hacia un extremo de la calle, luego hacia el otro, como si le preocupara que lo hubiesen seguido. Era improbable. Conducía su coche privado y llevaba ropa de paisano, incluida una gorra de béisbol bien encasquetada hasta el par de enormes gafas de sol de espejo. Continuaba teniendo aspecto de poli, por supuesto, ya que ningún disfraz iba a poder ocultar sus anchos hombros ni su bigote erizado. Pero al menos nadie podría identificarlo por el aspecto. Clara sabía que no había sido necesario recordarle que dejara el teléfono en casa, ni que evitara llamar la atención de la policía cuando fuera de camino.

Una vez satisfecho respecto a que nadie lo vigilaba, alzó la mirada hacia la casa por primera vez. Clara no podía verle los ojos detrás de las gafas de sol, así que no sabía muy bien qué sentía. Ya le había contado antes que en la noche de la muerte de Astarte Arkeley se había dado cuenta de que Laura ya no era humana. Que se había convertido en una especie de monstruo. «Aunque —había dicho entonces—, estaba más contento que la hostia de que aquel monstruo estuviera de nuestro bando.»

La casa era como un santuario de aquella noche, y de aquella muerte. Clara era casi reacia a obligarlo a entrar y revivir sus recuerdos.

Casi. Pero aquello era demasiado importante para estropearlo por preocuparse demasiado por los sentimientos de un sólo hombre.

—¿Has conseguido lo que te pedí? —preguntó Clara.

—Básicamente. Salgamos de la calle —dijo él, mientras la tomaba del brazo y la conducía hacia el amplio porche de la casa. Dentro, ella había encendido unas velas en el salón. En los tres días que había tardado en contactar con Glauer por correo —único medio seguro, ya que Fetlock no tenía poder ninguno sobre la oficina postal—, había hecho un buen trabajo de limpieza de la casa, en su opinión. Había retirado los muebles rotos y los había reemplazado por una mesa para jugar a las cartas y unas sillas plegables que había encontrado en el sótano. Había intentado fregar la mancha de sangre de la escalera, pero Simon se ponía a soltar gemiditos cada vez que ella empezaba a llenar cubos o a ponerse los guantes de goma. Así pues, en lugar de limpiarla, había cubierto la escalera con sábanas viejas. En cualquier caso, ninguno de ellos subía nunca al piso de arriba. Allí era donde Jameson Arkeley había asesinado a su propia mujer, y la mera idea de subir allí hacía que Simon se pusiera pálido, con aspecto de estar a punto de desmayarse. A Clara le producía escalofríos.

En los tres días que había pasado con él, había llegado a darse cuenta de lo profundamente perturbado que estaba Simon. Podía parecer perfectamente normal durante horas. Sin embargo, al final siempre había algo que le provocaba un ataque de nervios, y se desmoronaba en un mar de lágrimas y mocos sin previo aviso. Comenzaba por temblar con violencia y repetir insistentemente que no, que estaba bien, que esa vez iba a estar bien. Que podría dominar los temblores. Hasta el momento se había equivocado todas las veces.

Luego estaban las ocasiones en que se encerraba en sí mismo, sin más. Clara estaba manteniendo una conversación muy normal con él, y de repente no quería responder a una pregunta. O ella pensaba que había acabado de decir lo que quería porque dejaba de hablar. Pero, de hecho, se había metido en su pequeño mundo interior. A Clara le resultaba mucho más difícil enfrentarse con eso que con sus melodramáticos ataques de nervios, porque sólo podía imaginarse cómo era ese otro mundo interior. Estaba viendo una vez más, mentalmente, la última vez que vio a su padre. A la cosa en que su padre se había convertido, enorme, ante él, con la boca llena de colmillos, hablándole con esa voz de gruñido babeante que tenían los vampiros. Diciéndole que tenía que elegir. Convertirse él mismo en vampiro o morir allí mismo, en ese preciso momento. La misma elección que su padre le había ofrecido a su madre antes de matarla.

Y entonces, Laura había entrado disparando, y el padre de Simon también había muerto.

Clara se estremecía sólo de pensarlo.

—Hazme un favor —dijo—. No menciones la palabra «sangre». No hay problema con «vampiro» ni con «dientes». Pero nada de «colmillos». Y ni se te ocurra hablarle de lo que pasó arriba.

Glauer se quitó las gafas de sol y se quedó mirándola.

—¿En serio? —preguntó—. ¿Eso es… eso es lo que estás haciendo ahora?

—Sólo confía en mí. He hecho auténticos progresos en el caso.

—No hay ningún caso. Tú ya no trabajas en casos.

—Pues entonces, hazlo por mí —dijo con los ojos brillantes.

Él levantó ambas manos, rindiéndose. Ella se fue a la otra habitación y salió con Simon. Los dos hombres no se miraron a la cara cuando se estrecharon la mano, pero parecían bastante corteses. Clara les hizo sentarse alrededor de la mesa de juego.

—Veamos, Glauer. Te pedí que me trajeras unos expedientes. ¿Tuviste oportunidad de pillarlos antes de venir aquí?

—No exactamente —contestó él, y luego se cerró en banda y adoptó la actitud retraída que a veces adoptaba Simon. Sin embargo, Clara sabía que lo hacía por una razón muy diferente. Ella no le había pedido que cogiera sólo unos papeles para ella. Le había pedido que robara documentos pertenecientes a una investigación abierta. Que los retirara del sitio que les correspondía y se los entregara a una persona que ya no trabajaba en la policía.

Eso era demasiado para que un poli honrado como Glauer pudiera digerirlo.

—Dime… cuéntame lo que puedas —pidió ella.

—Puedo contarte la esencia de las cosas. Eso es todo.

Clara asintió, intentando parecer paciente. Como si él tuviera todo el tiempo del mundo. A pesar de que si no iba pronto al grano, ella iba a arañarle la cara por la frustración.

—Vale. Me pediste los resultados de laboratorio de los cuerpos… de las partes de los cuerpos de los medio muertos contra los que luchamos en Bridgevile. Supongo que no te sorprenderá que ninguno de los resultados fuera concluyente. No había huellas dactilares, ni se pudo realizar un reconocimiento facial, por supuesto. No había san… Quiero decir, no había fluido con el que hacer un hemograma o averiguar el RH y el grupo.

Clara sabía que eso era lo normal en las investigaciones sobre medio muertos. No eran personas vivas, sino cadáveres en proceso de descomposición a los que el poder del vampiro que los había matado confería una animación transitoria. No quedaba mucho de ellos.

—Vale, pero ¿qué me dices de los análisis de pelo y de fibras? ¿Dibujo de las suelas, gafas, historial dental, cicatrices distintivas, características personales, pírsines, tatuajes? —Clara había escrito la mayor parte del manual sobre cómo identificar cadáveres ambulantes.

Por desgracia, nadie se molestaba nunca en leerlo. Después de todo, los vampiros se habían extinguido, ésa era la «línea oficial del Partido», por así decirlo.

—Hicieron algunas comparaciones de fibras con la sudadera que llevaba el conductor, y los vaqueros que llevaba uno de los tipos a los que liquidamos en el aparcamiento del restaurante. Encontraron concordancias, pero nada interesante. Eran prendas baratas que se podían comprar en cualquier gran almacén de oportunidades. De hecho, la sudadera y los vaqueros procedían del mismo sitio. Lo que a mí me sugiere que la ropa fue comprada después de que mataran a los sujetos.

Clara se tapó la boca con una mano.

—Joder, vaya una idea —dijo—. Pero tiene mucho sentido. Malvern es lo bastante lista como para saber lo que podemos hacer con un par de fibras. Sabe que es mejor que no podamos averiguar de dónde saca a sus secuaces.

—¿Por qué actúa con tanto secretismo? —preguntó Simon—. Sí, ahora sabemos que tiene muertos con los que jugar… pero ¿y qué? No puede decirse que no supiéramos que es una asesina.

—Si pudiéramos averiguar de dónde saca a sus víctimas, podríamos tenderle una trampa —le explicó Clara—. O al menos seguir sus movimientos. Pero aún va un paso por delante de nosotros. Obtiene sus medio muertos de personas que están al margen de la sociedad, gente que…

—Trabajadores inmigrantes —dijo Simon.

Clara se sorprendió.

—Sí —dijo—. Sí… eso es lo que hizo la última vez que estuvo suelta. Se hacía con personas que no tenían familia aquí, personas que podían desaparecer sin dejar mucho rastro. Tardamos demasiado tiempo en deducirlo. —Alzó una ceja—. Me da la impresión de que sabes algo. Cuéntame.

—Nada concreto. Pero conozco a alguien que podría interesarles conocer. Alguien que hace un seguimiento de toda la gente que la sociedad pretende que no existe.

1782

Tras dar unos pasos fuera de la puerta, Justicia tropezó y estuvo a punto de caer de cara. Extendió los brazos y se sujetó a la pared de piedra. Apoyó el cuerpo contra ella y se aferró con toda el alma. Las piernas apenas si podían sostenerla
.

En el callejón, más adelante, Easling se volvió a mirarla con terror
.

¡Cómo había llegado ella a odiar el rostro suave y sin manchas de él!


Estoy perfectamente bien, gracias —dijo ella—. Tenemos que alimentarnos. Por favor… por favor, abre la marcha
.


No tienes muy buen aspecto —dijo Easling. La expresión preocupada y compasiva de sus ojos encarnados hacía que deseara arañárselos con sus garras. En vida, él había sido un espécimen gordo y carente de atractivo. Los cambios de la muerte —la piel incolora, la calvicie, la manera en que los dientes nuevos le sobresalían de la boca—, lo habían convertido en algo demasiado feo de mirar. Habría estado encantada de destruir aquella cosa, aquel error creativo suyo, si no lo hubiera necesitado tanto
.

Al bajar los ojos hacia sus propias manos, vio que había cruzado un Rubicón. Ya no parecía una vieja arrugada. Su piel ya no era sólo fina y como picada de viruelas. Estaba pudriéndose, descomponiéndose de modo visible. Había adquirido la apariencia de un cadáver
.

Había sabido que eso iba a suceder. Había observado cómo le sucedía a Vincombe. Había visto a todos los otros que lo precedían, y sabía que ése sería su destino
.

La furia la inundaba y le confería fuerza. Se soltó de la pared y avanzó con paso tambaleante, por su propio pie. No iba a sucumbir, todavía no. La sangre la restablecería. Si bebía la sangre suficiente, volvería a estar sana y feliz. La sangre suficiente…

¿Había en el mundo sangre suficiente como para mantener alejados los estragos del tiempo?


Tenemos que alimentarnos
.


Regresa a tu ataúd. Descansa. Yo te llevaré bocados selectos. Te llevaré una compañía de bailarinas cuya vitalidad relumbra —le prometió Easling—. Te llevaré cualquier cosa que me pidas. Por favor. Mi amor
.

Con su único ojo arrugado, ella lo estudió como un entomólogo estudiaría a un escarabajo atravesado por un alfiler. ¿Qué madre cruel lo había deformado de esa manera? ¿O había sido simplemente aquella insufrible mujer suya? Alguna mujer lo había deformado, eso estaba claro. Cuando ella había sido hermosa, él había deseado castigarla, lanzar improperios contra su forma ilusoria. Ahora que veía lo que realmente era, se postraba a sus pies para adorarla
.


Todavía puedo cazar —insistió ella—. Aún no me ha llegado el momento en el que no podré matar para sustentarme. —Pasó junto a él para entrar en el paseo
. «
Que el cielo ayude al primer hombre que encuentre
»
, pensó
.

«
Que el cielo me ayude a mí, si es demasiado fuerte.»

Era como una plegaria. Era demasiado. Acalló el lastimoso lloriqueo apretando los puños de enfado, y avanzó, oliendo el aire en busca de sangre, su ojo danzando por los adoquines, buscando el resplandor de la sangre. Ese rojo cereza que ardía como acogedoras ascuas en una noche invernal. Cuando encontró a su víctima, era poco más que un niño, un aprendiz de zapatero que había trabajado hasta tarde en el taller. Apenas recordaba haberlo avistado, apenas recordaba cómo había abierto la puerta que tenía echado el cerrojo… ¿la había ayudado Easling? Había estado demasiado alterada como para apartar a su compañero. Y allí tenía a la presa, a aquel desdichado humano. Gritó. A veces gritaban
.

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