—Tengo que averiguar dónde mataron a esas personas —dijo Clara—. Dónde fueron vistas por última vez, dónde vivían… cualquier cosa. Luego podré marcar todos los sitios en un mapa, y eso me dará una idea aproximada de dónde se esconde Malvern.
—No. No. Ni se le ocurra —insistió Nerea—. Ya es bastante malo dejar que una persona de la policía vea este muro. Las familias jamás me perdonarán si le permito anotar sus nombres. ¿Lo entiende?
—Se lo prometo… ¡se lo juro!… ¡No tengo ningún interés en deportar a nadie! Ni siquiera soy de Inmigración. Quiero decir que nunca lo he sido. ¡Era especialista forense!
—¡Olvídelo!
La Migra
conseguirá esos nombres, de una manera o de otra. Es lo que hacen… te descubren cuando tratas de matricular a tus hijos en el colegio, o intentas conseguir que vacunen a tu bebé, y luego te encuentras con que toda tu familia está en un barco que va a tu país de origen. Y a los escuadrones de la muerte, y al cincuenta por ciento de desempleo, y a la pobreza y la enfermedad de las que habías huido. Guarda esa libreta,
puta
, o invocaré algo muy gordo y te echaré de esta tienda. Pondré sobre tu rastro un fantasma del que no te librarás nunca.
En los ojos de Nerea había una luz que hizo que Clara se sintiera inquieta. Había visto algo parecido en los ojos de Vesta Polder y en los ojos de Patience, la hija de Vesta, y tuvo la clara impresión de que Nerea podía cumplir su amenaza.
—Vale —dijo Clara con voz tranquila, y guardó la libreta y el bolígrafo—. Lo siento. Lo… siento. Sólo quiero ayudar.
—Ya tiene lo que ha venido a buscar —dijo Nerea, mientras apagaba el cigarrillo en un cenicero con forma de calavera—. Salga de mi tienda.
Clara quería saber más, quería hacer un millón de preguntas, pero se limitó a asentir con la cabeza y salir. Simon la seguía de cerca, como un cachorro.
—¿Cuál será nuestro siguiente movimiento?
Clara sacudió la cabeza. Sabía que el siguiente movimiento de él sería marcharse a casa e intentar recuperar la cordura. Ella, desde luego, no iba a llevarlo como acompañante en aquella investigación. Aquella investigación no autorizada que no tenía nada de policial. Lo que iba a hacer ella era un interrogante. Y bastante grande, por cierto.
Sin embargo, sabía algo más que antes. Algo que hacía que se cagara de miedo.
—Tres meses —dijo—. Todo en tres meses. Sí. Si hubiera estado sucediendo durante dos años, sería imposible que le pasara por alto a la policía. No me importa lo anónima que sea la vida que lleva esa gente. —Pensó en el medio muerto que la había atacado en Altoona, y en la furgoneta llena de ellos de Bridgeville—. No tiene sentido. Lo más inteligente que Malvern podría hacer ahora sería permanecer escondida. Minimizar la ingesta de sangre y ocultarse. Esperar a que todos nosotros nos olvidemos de que ha existido siquiera, y luego volver cuando haya pasado el peligro. Pero no está haciendo eso. Está corriendo riesgos. Grandes riesgos que la ponen en peligro.
—¿Sí? —preguntó Simon, como si hubiera estado hablando con él.
Clara se acercó al coche en el que Glauer aguardaba para que le contara lo que habían averiguado. Tendió una mano hacia la manilla de la puerta del acompañante, y luego dejó caer la mano porque necesitaba quedarse inmóvil durante un segundo, mientras el mundo se balanceaba a su alrededor.
—Eso quiere decir que está a punto de dar a conocer públicamente su existencia. Quiere decir que va a hacer algo tan horrendo, enorme y sanguinario, que todo el mundo se enterará. Y va a hacerlo ahora, cuando todavía no estamos preparados. —Se volvió a mirar a Simon directamente a los ojos.
—Ya no queda tiempo —dijo—. Tienes que llevarme a ver a Laura. Ahora mismo.
Clara se sujetaba al salpicadero, afirmando sus pies el suelo del asiento del acompañante, a pesar de que Glauer corría a unos moderados setenta y cinco kilómetros por hora, incluso por las carreteras secundarias donde las camionetas de reparto los adelantaban por el arcén de grava. Glauer tenía razón, por supuesto: no había razón ninguna para llamar la atención. Nada bueno se conseguiría si la policía los trincaba en ese momento. Si eso sucediera, Fetlock lo sabría al instante. Y tendría demasiadas preguntas que hacer. Preguntas sobre qué hacían Glauer y Clara dentro de un mismo coche.
Y estaría muy interesado en el pasajero que llevaban. En el asiento posterior, Simon Arkeley estaba repantigado, sin cinturón de seguridad, mirando resueltamente por la ventanilla y moviéndose sólo cuando tenía que darles instrucciones.
Los llevaba hacia el sur, a través del territorio amish. A las crestas que arrugaban Pensilvania Central como un ceño fruncido. Al cabo de poco, Clara empezó a ver a los lados de la carretera vallas publicitarias que no anunciaban cigarrillos ni restaurantes familiares, sino la salvación eterna, vallas que le imploraban que salvara su alma antes de perder la vida. Estas vallas siempre le daban repelús con sus mensajes:
¿NO TIENES SUFICIENTE? ¡PRUEBA CON EL INFIERNO!
¿HAS GIRADO EN EL DESVÍO EQUIVOCADO? SÓLO UN CAMINO CONDUCE HACIA DIOS
¡TODOS SOIS PECADORES! ¡ARREPENTÍOS YA!
Casi no había tráfico en aquellas carreteras, salvo por las camionetas y algunas calesas tiradas por caballos, todas con un triángulo anaranjado reflectante para indicarles a los automovilistas que debían ralentizar. Los granjeros de las calesas se quedaban mirándolos con suspicacia, pero no tenía importancia. No había casi ninguna presencia policial en todo el territorio amish; los granjeros se tomaban a mal cualquier intento que hacía el gobierno de entrometerse en sus asuntos, y cada año, de modo invariable, votaban en contra de financiar un departamento de policía. Si llegaban a necesitar ayuda, se la pedirían al sheriff del condado, o a cualquier otra unidad de la policía estatal que estuviera cerca en el momento.
—No lo entiendo —dijo Clara—. Si yo fuera Laura y me hubiera fugado, éste es exactamente el lugar al que habría venido. Es tan obvio… ¿Y me dices que a Fetlock no se le ocurrió pensarlo?
Glauer se encogió de hombros.
—Estas crestas parecen estar todas muy juntas entre sí, pero son engañosas. La zona es muy extensa, y no hay muchas carreteras. Se pueden ocultar muchísimas cosas en los huecos que hay entre ellas. Alguien que no quiere que lo encuentren podría escoger un montón de sitios peores para esconderse.
Laura habría podido estar viviendo a una hora de la casa de Clara durante todo aquel tiempo. Ella mantenía la vista fija al frente, a través del parabrisas. Ante ella se extendían campos de maíz que rielaban en el calor del día, mientras el aire acondicionado le soplaba aire helado a la cara.
—¿Nos estamos acercando?
—Más o menos —le dijo Simon—. Estamos a poco más de tres kilómetros, pero tardaremos una hora en llegar.
No explicó qué quería decir eso, pero ella no tardó en descubrirlo. Se desviaron por una carretera lateral que pasaba por encima de una de las crestas, el motor resollaba al ascender por el aire enrarecido. La carretera se estrechó hasta tener un sólo carril, apenas pavimentado. Glauer gruñó al poner una marcha corta y bajar por la ladera. Al llegar abajo, en una umbría hondonada, se le presentó la alternativa de ir a derecha o a izquierda. Las dos carreteras presentaban el mismo aspecto: un carril de asfalto sin pintar.
—¿Hacia dónde?
—La verdad es que da lo mismo —dijo Simon.
Glauer puso punto muerto y frenó, y se volvió para mirar al muchacho.
—¿Quieres decir que estas carreteras se unen dentro de poco? ¿Que la de la izquierda y la de la derecha van a parar al mismo sitio?
—No —respondió Simon con aire cohibido—. Simplemente… escoja una. Podría explicárselo, pero no creo que me creyera.
—¿Y qué tal yo? Creo en muchas cosas —dijo Clara.
Simon se removió con incomodidad.
—Mire, es magia, ¿vale? No me gusta más que a usted, pero es magia.
—Magia —dijeron Clara y Glauer al unísono.
—Antes preguntó cómo podía Laura ocultarse aquí. Por qué a nadie se le había ocurrido en ningún momento buscarla en estas crestas. Bueno, estoy bastante seguro de que lo hicieron. Probablemente montones de veces. Pero a los Polder no les gustan las visitas. Así que más o menos aquí arriba alteran la realidad.
Durante un segundo, nadie dijo nada. Clara intentaba mirar a Glauer a los ojos, pero el corpulento policía parecía perdido en sus pensamientos.
Al final, Glauer se toqueteó el bigote. Luego pasó una mano por delante de Clara para abrir la guantera. Sacó un GPS, lo encendió y luego esperó pacientemente con él en la mano mientras el aparato buscaba los satélites necesarios.
—Humm —dijo al final.
—¿Te importaría contármelo? —le dijo Clara.
Él le dio el GPS. Mostraba la carretera que habían recorrido para pasar por encima de la cresta, pero no había nada más allá del lugar en que se hallaban. La bifurcación de la carretera no aparecía en la pantalla; ni siquiera había líneas punteadas que marcaran senderos o pistas sin asfaltar. Por lo que al GPS respectaba, habían llegado al final de la carretera.
Entonces, Clara se quedó mirando fijamente a través del parabrisas.
—No parece nada mágico. Hay dos jodidas carreteras, y tenemos que escoger una.
—Sí —dijo Simon—. Es muy sutil. Si uno viene aquí con malas intenciones, y no, no me pregunte cómo un hechizo mágico puede percibir las intenciones de esa manera, porque ése no es mi campo de conocimiento, pero si viene en ese plan, entonces piensa que tiene que girar hacia un lado y no hacia el otro. Y la carretera serpenteará durante un rato a través de paisajes muy bonitos, y uno acabará de vuelta en lo alto de la cresta. Si uno viene aquí por las razones correctas, entonces escogerá la dirección correcta. —Se encogió en el asiento—. Así que, simplemente… escoja una.
Sin embargo, fue Glauer quien encontró la solución.
—Simon, has dicho que Caxton te pidió que volvieras. Te invitó. Así que, ¿qué dirección escogerías tú?
Simon carraspeó y dijo «eh…» durante unos momentos.
—La izquierda, supongo.
—Suficiente. —Glauer volvió a desplazar la palanca de cambios, y giró a la izquierda.
La carretera se dirigió hacia un grupo de árboles que no tardó en convertirse en un denso bosque. Fue girando hasta que, en un punto determinado, Clara tuvo la certeza de que iban a acabar donde habían empezado, y comenzó a preocuparle que el hechizo les impidiera llegar a su destino. Pero al final, los árboles se alejaron de los laterales de la carretera, cruzaron un pequeño río caudaloso, y más adelante Clara vio signos de un asentamiento humano. Una hilera de buzones que se oxidaban encima de una cerca de madera. Un tractor abandonado en una cuneta de la carretera, al que le brotaban hierbas del compartimento del motor y de las rajaduras del asiento de cuero. Más adelante vio casas prefabricadas asentadas sobre pilares de hormigón y un par de cabañas.
Había visto un centenar de aldeas como aquélla en Pensilvania. Surgían en los alrededores de cada lago donde se practicara la pesca, y junto a todas las cascadas pintorescas, apiñadas alrededor de los parques nacionales y las cuevas turísticas. Pero aquélla parecía algo diferente, y tardó un poco en darse cuenta de por qué.
—No veo ninguna antena de televisión por satélite.
—¿Y qué pasa? —preguntó Simon.
Glauer asintió con la cabeza.
—Ella tiene razón. Es raro.
Clara intentó explicarlo.
—En los lugares como éste la gente no puede conectarse a la televisión por cable; están demasiado lejos de la línea principal. Así que siempre se ven enormes antenas de televisión por satélite en los tejados. A veces se ven casas que aún tienen letrina exterior y pozo de agua, pero siempre tienen enormes antenas de satélite para poder ver la televisión. Pero aquí no. Tampoco hay cables de teléfono.
—Ah —dijo Simon—. Nunca me había fijado en eso. Pero si piensan que eso es raro, todavía no han visto a esta gente. Prepárense, si pueden.
—Ya hemos conocido gente rara antes —dijo Clara.
Sin embargo, lanzó una exclamación ahogada cuando una mujer avanzó hasta el centro de la carretera y alzó una mano para que se detuvieran. Tenía la cabeza afeitada, y llevaba los pantalones cortos más minúsculos que había visto, y sólo un sujetador. Cada centímetro de su piel desnuda estaba cubierto de tatuajes.
No parecía muy cordial.
Glauer detuvo el coche y esperó. La mujer se quedó allí de pie, mirándolos, sin sonreír.
Simon bajó la ventanilla.
—Hola —dijo, asomándose al calor—. Hola… tú eres Glynnis, ¿verdad?
La mujer se acercó a paso tranquilo, sin prisas. Observó a Simon durante un rato, como si intentara recordar su cara, y luego les lanzó una mirada a Glauer y Clara.
—Simon, nadie dijo que pudieras traer invitados.
—Caxton querrá ver a estos dos —protestó el muchacho.
—Tengo mis dudas. —Glynnis pasó un dedo por el techo del coche, como si quisiera comprobar el polvo. Clara sintió que el aire que la rodeaba se hacía más denso y cálido. Tal vez sólo se debía a que Simon había abierto la ventanilla y dejado escapar todo el aire acondicionado. Sí, podría haber sido eso—. Pero supongo que es su destino —dijo Glynnis, al fin—. Sí, vale. Continuad y subid hasta la casa grande. Ella estará esperándoos.
—¿De verdad que está aquí? —le soltó Clara.
Glynnis se quedó mirándola con odio. Pero no le dijo nada. En cambio, se inclinó hacia el muchacho.
—Simon —le dijo—, ¿recuerdas cómo llegar allí?
—Sólo hay un camino —respondió él.
—Sí. Así que manteneos en él y no intentéis nada. —Luego asintió con la cabeza y retrocedió para dejarlos pasar.
—Es cordial la gente en esta zona de Pensilvania —dijo Glauer cuando puso el coche en marcha otra vez.
—No todos son así —le prometió Simon.
A Clara no le importaba.
Iba a ver a Laura otra vez. Dentro de unos minutos. Se sentía como si pudiera sufrir un infarto allí mismo.
Glauer subió por la ladera de la cresta hasta una casa que había en la cumbre. La casa no parecía ser nada especial; la pintura estaba pelándose, se le habían desprendido trozos de las molduras, las mosquiteras de las puertas estaban rotas y remendadas con cinta de embalar. Sin embargo, comparada con las casas de La Hondonada era una mansión, un castillo encantado, una fortaleza en lo alto de una colina. Glauer entró por el sendero que reseguía un lateral de la casa, y apagó el motor.