A barlovento (49 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: A barlovento
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Ziller se dio la vuelta, sorprendido. Rechazó con un gesto el campo de la máquina que le daba los golpes. Se sonó y se alisó el pelo de la cara.

–Estás muy disgustado, ¿verdad?

El dron volvió a destellar con un tono gris.

–¡Pues claro que estoy disgustado, compositor Ziller! ¡Ha estado a punto de matarse! Nunca se ha tomado en serio este tipo de pasatiempos peligrosos, ¡hasta los ha desdeñado! ¿Qué le pasa?

Ziller bajó la cabeza y miró la arena. Se había rasgado el chaleco, notó. Maldita fuera, se había dejado la pipa en casa. Miró a su alrededor. El río seguía fluyendo, los pájaros y los insectos gigantes revoloteaban sobre él, bajaban, se zambullían, zumbaban. En la otra orilla, algo bastante grande estaba haciendo mecerse y temblar las profundas hojas fractales. Una especie de bicho peludo de miembros largos y orejas grandes los observaba con curiosidad desde una rama, en lo alto del dosel. Ziller sacudió la cabeza.

–¿Qué estoy haciendo aquí? –dijo en voz baja. Se levantó con una mueca. El dron extendió unos gruesos campos manipuladores por si el chelgriano quería apoyarse en ellos, pero no insistió en ayudarlo a levantarse.

–¿Y ahora qué, compositor?

–Oh, me voy a casa.

–¿De verdad?

–Sí, de verdad. –Ziller se escurrió un poco de agua del pelo. Se tocó la oreja, donde debería tener el terminal pendiente. Le echó un vistazo al río, suspiró y después miró a Tersono–. ¿Dónde está el acceso al metro más cercano?

–Ah, resulta que tengo una aeronave preparada, por si no quería molestarse con el...

–¿Una aeronave? ¿Y eso no llevará una eternidad?

–Bueno, es más bien una pequeña nave espacial, en realidad.

Ziller respiró hondo y se levantó arrugando la frente. El dron se apartó un poco, flotando. Entonces el chelgriano volvió a relajarse.

–Está bien –dijo en voz baja.

Unos momentos después una forma que no parecía mucho más que un ovoide rieló en el aire, se lanzó entre los árboles que se proyectaban sobre el río, se precipitó hacia la orilla y se detuvo de repente a un metro de distancia. El campo de camuflaje se desactivó con un parpadeo. El lustroso casco era de color negro y una puerta lateral se abrió con un suspiro.

Ziller entrecerró los ojos y miró al dron.

–Nada de trucos –gruñó.

–Como si pudiera.

El compositor subió a bordo.

La nieve se estrellaba contra la ventana en remolinos y giros que a veces parecían tomar la forma de algo. Estaba mirando por la ventana, a las montañas que había al otro lado de la ciudad, pero de vez en cuando la nieve lo obligaba a centrarse en ella, a solo medio metro de sus ojos, distrayéndolo con su breve inmediatez y haciendo que se le olvidara la perspectiva a largo plazo.

~
¿Entonces vas a ir?

~ No lo sé. Lo más cortés sería no ir, para que vaya Ziller.

~
Cierto.

~ ¿Pero qué sentido tiene la cortesía cuando algunas de estas personas estarán muertas al final de la velada, y cuando yo voy a estarlo con toda seguridad?

~
Es cómo se comporta la gente cuando se enfrenta a la muerte lo que demuestra cómo son en realidad, Quil. Descubres si de verdad son tan corteses, e incluso tan valientes, como...

~ No me hacen ninguna falta los sermones, Huyler.

~
Perdón.

~
Podría quedarme aquí, en el apartamento, y ver el concierto, o hacer alguna otra cosa, o puedo ir a escuchar la sinfonía de Ziller con un cuarto de millón de personas más. Puedo morir solo o puedo morir rodeado de gente.

~
No vas a morir solo, Quil.

~ No, pero tú vas a volver, Huyler.

~
No, solo volverá el yo que era antes de todo esto.

~ Aún así. Espero que no pienses que me estoy autocompadeciendo demasiado si considero que la experiencia es bastante más profunda para mí que para ti.

~
Pues claro que no.

~ Al menos la música de Ziller podría distraerme durante un par de horas. Morir en el punto culminante de un concierto único, saber que has producido la parte final y la más espectacular del juego de luces, parece un contexto más deseable para dejar esta vida que derrumbarme sobre la mesa de un café o que me encuentren aquí tirado, en el suelo, a la mañana siguiente.

~
No te lo discuto.

~
Y hay otra cosa. La Mente Central va a dirigir todos los efectos atmosféricos, ¿no?

~
Sí. Se habla de auroras boreales y lluvias de meteoritos y demás.

~
Así que si se destruye el Centro, hay muchas posibilidades de que pase algo en el estadio. Si Ziller no está allí, es probable que sobreviva.

~
¿Quieres que sobreviva?

~ Sí, quiero que sobreviva.

~
Es poco más que un traidor, Quil. Tú vas a dar tu vida por Chel y todo lo que ha hecho él es escupirnos a todos. Tú estás haciendo el mayor sacrificio que puede hacer un soldado y todo lo que ha hecho él es quejarse, huir, empaparse de adulación y hacer su santa voluntad. ¿De verdad crees que está bien que tú te vayas y él sobreviva?

~ Sí, lo creo.

~
Ese hijo de una perra de presa se merece... Bueno, no. Lo siento, Quil. Sigo pensando que te equivocas, pero tienes razón sobre lo que nos va a pasar esta noche. Es cierto que significa más para ti que para mí. Supongo que lo menos que puedo hacer es no intentar disuadir al condenado para que se olvide de su última voluntad. Vete al concierto, Quil. Yo me conformo con ver que vas a cabrear como a un mono a ese cabrón.

–¿Kabe? –dijo una voz muy característica por el terminal del homomdano.

–Sí, Tersono.

–He conseguido convencer a Ziller para que regrese a su apartamento. Creo que hay una pequeña posibilidad de que esté flaqueando. Por otro lado, acabo de enterarme de que Quilan va a ir. ¿Querrías hacerme, hacernos a todos, lo que quizá sea un favor incalculable y venir aquí para intentar persuadir a Ziller para que asista al concierto a pesar de todo?

–¿Estás seguro de que serviría para algo?

–Por supuesto que no.


Mmm.
Un momento.

Kabe y el avatar se encontraban justo delante del escenario principal, unos cuantos drones técnicos flotaban por allí y la orquesta iba saliendo del escenario después del último ensayo. Kabe había mirado, pero no había querido oír, un trío de auriculares le había procurado los sonidos de una cascada para que no oyera la música.

Los músicos (no todos humanos y algunos de ellos humanos, pero con un aspecto muy singular) regresaron a su sala de descanso entre grandes murmullos. Les inquietaba que hubiera sido uno de los avatares del Centro el que había dirigido el ensayo. Había hecho una imitación encomiable de Ziller, aunque sin el mal genio, los tacos y las maldiciones pintorescas. Cualquiera pensaría, pensó Kabe, que los músicos preferirían un director tan ecuánime como ese, pero parecían sinceramente preocupados ante la posibilidad de que el compositor no estuviera allí, durante la representación, para dirigir la obra en persona.

–Centro –dijo Kabe.

La criatura plateada se volvió hacia él. Iba vestido con un serio traje gris muy formal.

–¿Sí, Kabe?

–¿Crees que podría acercarme a Aquime y volver a tiempo para ver el principio del concierto?

–De sobra –dijo la máquina–. ¿Tersono está buscando refuerzos en el frente de Ziller?

–Lo has adivinado. Al parecer cree que puedo ser de ayuda para convencerlo de que asista al concierto.

–Y puede incluso que tenga razón. Iré yo también. ¿Vamos en metro o cogemos un avión?

–¿Un avión no sería más rápido?

–Sí, así es, aunque desplazarse sería lo más rápido.

–Nunca me han desplazado. Hagamos eso.

–Debo llamar su atención sobre un hecho concreto, un desplazamiento incurre en una posibilidad de aproximadamente una entre sesenta y un millones de fracaso absoluto, cuyo resultado es la muerte del sujeto. –El avatar esbozó una sonrisa maliciosa–. ¿Todavía dispuesto?

–Desde luego.

Hubo un chasquido seco, precedido por una brevísima impresión de un campo de plata desapareciendo a su lado, y otro avatar se colocó al lado de la criatura con la que él había estado hablando, vestido de forma parecida pero no idéntica.

Kabe se dio unos golpecitos en la terminal del aro que llevaba en la nariz.

–¿Tersono?

–¿Sí? –dijo la voz del dron.

Los gemelos plateados se dedicaron una reverencia mínima.

–Ya vamos.

Kabe experimentó algo que más tarde describiría como si alguien parpadeara por ti y cuando la cabeza del avatar se alzó después de su breve inclinación, de repente se encontraron los dos en la sala de recepción principal del apartamento de Ziller, en la ciudad de Aquime, donde los esperaba el dron E. H. Tersono.

XVI. La luz que expira

XVI

La luz que expira

E
l sol de últimas horas de la tarde se colaba por una brecha de un kilómetro de altura que había entre las montañas y la nube. Ziller salió del baño, secándose y ahuecándose el pelo con un poderoso secador de mano bastante pequeño. Miró con el ceño fruncido a Tersono y luego pareció sorprenderse un poco al ver a Kabe y al avatar.

–Hola a todos. Que conste que no voy. ¿Algo más?

Se tiró en un gran sofá y se estiró, frotándose el pelo ahuecado del vientre.

–Me he tomado la libertad de pedirles al embajador Ischloear y al Centro que vinieran para que intentaran razonar con usted una última vez –dijo Tersono–. Todavía tendríamos tiempo de sobra para llegar al estadio Stullien de forma decorosa y...

–Dron, no sé qué es lo que no entiendes –dijo Ziller con una sonrisa–. Es muy sencillo. Si él va, yo no voy. Pantalla, por favor, el estadio Stullien.

Una pantalla de hologramas cobró vida de repente en toda la pared del otro lado de la habitación, sobresaliendo un poco entre los muebles. La proyección se llenó de un par de docenas de vistas del estadio, el entorno y varios grupos de personas y cabezas parlantes. No había sonido. Una vez terminado el ensayo, se podía ver a algunos entusiastas que ya comenzaban a entrar en el gigantesco anfiteatro.

El dron giró el cuerpo muy rápido, con una sacudida, para indicar que estaba mirando primero al avatar y luego a Kabe. Dado que ninguno dijo nada, habló él.

–Ziller, por favor.

–Tersono, estás en medio.

–Kabe, ¿quieres hablar con él?

–Desde luego –dijo Kabe asintiendo con su inmenso cuerpo–. Ziller, ¿cómo se encuentra?

–Estoy bien, gracias, Kabe.

–Me pareció que se movía con cierta torpeza.

–Confieso que estoy un poco agarrotado. Esta mañana temprano le he saltado al cuello a un janmandresile de Kussel y el bicho me ha tirado.

–¿Ha sufrido alguna otra lesión?

–Unas magulladuras.

–Creí que no aprobaba ese tipo de actividades.

–En lo que ahora me ratifico más que nunca.

–¿Entonces no lo recomendaría?

–Desde luego para usted no, Kabe. Si le saltara al cuello a un janmandresile de Kussel, es muy probable que le rompiera la espalda.

–Es muy probable que tenga razón –se rió Kabe. Después apoyó la barbilla en una mano–.
Mmm.
Janmandresiles de Kussel, solo se encuentran en...

–¿Quieren dejarlo ya? –chilló el dron. El aura le hervía de cólera con un tono blanco.

Kabe se dio la vuelta y miró a la máquina con un parpadeo. Estiró los brazos e hizo tintinear una araña de luces.

–Dijiste que hablara con él –bramó.

–¡Pero no sobre cómo hizo el ridículo dándose el gusto de practicar un supuesto deporte absurdo! ¡Me refería a ir al estadio! ¡A dirigir su propia sinfonía!

–Yo no hice el ridículo. Monté a esa bestia gigante sus buenos cien metros.

–Fueron sesenta como mucho y fue un salto penoso –dijo el dron en una imitación verbal bastante buena de un humano escupiendo de furia–. ¡Ni siquiera fue un salto al cuello! Fue un salto al lomo y después le trepó por el cuello de una forma muy poco digna. ¡Haga eso en una competición y le quitan puntos por falta de estilo!

–Con todo yo no...

–¡Hizo el más absoluto de los ridículos! –gritó la máquina–. Ese simio que estaba en los árboles, junto al río, en realidad era Marel Pomiheker: gacetillero de los medios, periodista guerrillero, ave raptora de la prensa y, en general, un perro de presa que no descansa hasta conseguir todos los datos. ¡Mire! –El dron se alejó de golpe de la pantalla y señaló un campo gris estroboscópico de una de las veinticuatro proyecciones rectangulares que sobresalían de la pantalla. Mostraba a Ziller agachado en una rama, escondido en un árbol, en la selva.

–¡Mierda! –dijo Ziller, espantado. La cámara enfocó un gran animal morado que bajaba por un sendero de la selva–. Apaga la pantalla –dijo Ziller. Los hologramas desaparecieron y Ziller miró a los otros tres con la frente arrugada–. Bueno, pues ahora sí que ya no puedo aparecer en público, ¿no? –le dijo con tono sarcástico a Tersono.

–¡Ziller, por supuesto que puede! –gañó Tersono–. ¡A nadie le importa si lo ha tirado un estúpido animal!

Ziller miró al avatar y al homomdano y puso los ojos en blanco un momento.

–A Tersono le gustaría que intentara convencerle para que asista al concierto –le dijo Kabe a Ziller–. Dudo que nada de lo que yo diga pueda hacerle cambiar de opinión.

Ziller asintió.

–Si él va, yo me quedo aquí –dijo. Después miró al reloj que había encima de un antiguo mosaico, en una plataforma cerca de las ventanas–. Todavía falta más de una hora. –Se estiró todavía más y juntó las manos por detrás de la cabeza. Después hizo una mueca y bajó otra vez los brazos al tiempo que se masajeaba un hombro–. De hecho, dudo que pueda dirigir, de todos modos. Creo que tengo un tirón. –Volvió a echarse–. Así que me imagino que nuestro comandante Quilan se está vistiendo, ¿no?

–Está vestido –dijo el avatar–. De hecho, ya ha salido.

–¿Salido? –preguntó Ziller.

–De camino al estadio –dijo el avatar–. Está en el metro ahora mismo. Ya ha pedido las copas del intermedio.

Ziller pareció inquieto durante un segundo, después se animó un poco.

–Ja –dijo.

El vagón era grande y estaba medio lleno, atestado para lo que solía ser lo habitual. Al otro extremo, tras unas cuantas colgaduras bordadas y una pantalla de plantas, oía a un grupo de crías humanas gritando y riendo. Se oía también una voz serena y adulta cuyo dueño parecía estar intentando controlarlas.

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