Florecer, establecer contacto, desarrollarse, expandirse, alcanzar la estabilidad y, finalmente, sublimarse, era aproximadamente el equivalente a la secuencia estelar para las civilizaciones, aunque también existía una tradición igualmente honorable y venerable de vivir con tranquilidad, de ocuparse uno de sus asuntos (casi siempre) y de quedarse sentado sintiéndose agradablemente invulnerable y saturado de conocimiento.
De nuevo, la Cultura era una excepción. Ni se sublimaba y se apartaba de en medio, ni reivindicaba su lugar junto al resto de sofisticados unidos que rememoraban su existencia en la sabiduría galáctica. En lugar de ello, se comportaba como un adolescente idealista.
En cualquier caso, sublimarse consistía en apartarse de la vida normal de la galaxia. Las pocas excepciones poco más que imaginadas a aquella regla habían sido poco más que excentricidades: algunos de los sublimados regresaron y eliminaron su planeta natal, o escribieron sus nombres en nubes de gas del espacio interestelar o los esculpieron a mayor escala, o erigieron curiosos monumentos, o dejaron artefactos incomprensibles desperdigados por el espacio o los planetas, o volvieron con alguna forma extraña para realizar una aparición normalmente breve, y topológicamente limitada, en lo que solo podía concebirse como alguna especie de ritual.
Todo ello, por supuesto, era conveniente para quienes se quedaban atrás, porque la consecuencia era que sublimarse conducía a poderes y habilidades que proporcionaban un estatus casi divino a quienes habían sufrido la transformación. Si el proceso hubiera sido solo un paso tecnológico más en el camino de cualquier sociedad ambiciosa, como la nanotecnología, la IA o la creación de agujeros de gusano, presumiblemente, todo el mundo lo llevaría a cabo en cuanto pudiera.
En lugar de ello, la sublimación parecía cualquier cosa menos útil tal y como se entendía el mundo normalmente. En vez de permitir jugar al gran juego galáctico de la influencia, la expansión y el logro mejor que en otros tiempos, aparentemente, lo que hacía era apartar al sublimado de todo aquello.
La sublimación no era un acto comprendido en su totalidad –por lo visto, la única forma de entenderlo era llevarlo a cabo– y pese a los inestimables esfuerzos de varios Implicados por estudiar el proceso, los resultados habían sido sorprendentemente frustrantes (se había comparado a intentar sorprenderse a uno mismo cayendo dormido, mientras que se creía que era tan fácil como ver dormirse a otro), pero existía una fuerte y fidedigna pauta ante su probabilidad, comienzo, desarrollo y consecuencias.
Los chelgrianos se habían sublimado parcialmente; aproximadamente un seis por ciento de su civilización había abandonado el universo material en el decurso de un solo día. Pertenecían a todas las castas, y a todas las creencias religiosas, desde los ateos hasta los devotos de diversos cultos, y entre ellos, se encontraban diversas máquinas inteligentes y sensibles que Chel había desarrollado, pero nunca explotado a pleno rendimiento. Fue imposible determinar un patrón discernible en el evento de sublimación parcial.
Nada de todo aquello resultaba especialmente extraño propiamente dicho, aunque para algunos de ellos, el hecho de haberse marchado del todo cuando los chelgrianos solo llevaban unos pocos cientos de años en el espacio parecía –de forma perversa– un acto inmaduro a ojos de otros. Lo más destacable, e incluso alarmante, era que los sublimados no habían cesado de mantener el contacto con una gran parte de su civilización, que no se había movido con ellos.
Dichos enlaces tomaban forma de sueños, manifestaciones en lugares religiosos (y eventos deportivos, aunque la gente tendía a pasarlo por alto), alteraciones de datos presuntamente intactos y secretos del Gobierno y de archivos de clanes, y manipulaciones de ciertas constantes físicas absolutas en laboratorios. Un gran número de artefactos supuestamente perdidos fue recuperado, y un montón de carreras resultaron arruinadas cuando se revelaron los escándalos y cuando tuvieron lugar grandes avances científicos inesperados.
Y todo eso fue bastante ignorado.
La mejor decisión que pudo tomarse fue que algo había que hacer con el propio sistema de castas. Su vigencia a lo largo de varios milenios había hecho arraigar entre los chelgrianos la idea de formar parte, y de disgregarse, de un gran todo; la perspectiva que implicaba tenía consecuencias jerárquicas y de continuidad que habían demostrado ser más fuertes que cualquier otro proceso que dirigiera el curso normal de un evento de sublimación y sus consecuencias.
Durante varios cientos de años, muchos Implicados empezaron a vigilar muy de cerca a los chelgrianos. De ser una especie poco interesante y casi tildada de barbárica, con capacidades mediocres y perspectivas modestas, pasaron a adquirir de pronto un glamur y una mística que la mayor parte de civilizaciones llevaba milenios intentando conseguir. Por toda la galaxia, se instituyeron programas de investigación de la sublimación, que se energizaron y salieron de la letargia a medida que se asimilaban las horribles posibilidades de tal acto.
Los temores de los Implicados resultaron ser infundados. Lo que el Puen-Chelgriano hizo con sus superpoderes aún vigentes fue construir un Cielo. Convirtieron en algo real y palpable algo cuya creencia antes requería un acto de fe. Cuando un chelgriano moría, su dispositivo Guardián de Almas era el puente que los transportaba hacia la vida eterna.
Existía una inevitable imprecisión asociada al proceso completo que los Implicados de toda la galaxia acostumbraban a practicar con cualquier cosa relacionada con la sublimación, pero se había probado, para satisfacción incluso de los observadores más escépticos, que las personalidades de los chelgrianos muertos sobrevivían tras la muerte, y la comunicación con ellas era posible a través de determinada gente o de dispositivos aptos para ella.
Aquellas almas describían un cielo muy similar al de la mitología chelgriana, e incluso hablaban de entidades que podían ser las almas de chelgrianos fallecidos mucho tiempo antes del desarrollo de la tecnología de los Guardianes de Almas, aunque ninguno de dichos remotos ancestros se comunicaba directamente con el mundo mortal, lo que hizo crecer la sospecha de que eran conceptos creados por el Puen-Chelgriano, imágenes de lo que aquellos ancestros podían ser si el Cielo hubiera existido realmente desde el principio.
No obstante, no cabía duda alguna de que la gente era salvada por su Guardián de Almas e ingresaba en el cielo, recreado por el Puen-Chelgriano en la imagen de un paraíso que idearon sus ancestros.
–Pero, los muertos que regresan, ¿son realmente aquellos a los que conocíamos, Custodio?
–Eso parece, Tibilo.
–¿Y con eso basta? ¿Con que lo parezca?
–Tibilo, también podrías preguntar si, al despertarnos, somos los mismos que se acostaron la noche anterior.
Quilan esbozó una amarga sonrisa.
–Eso ya lo he preguntado –dijo.
–¿Y cuál fue la respuesta?
–Que, por desgracia, sí lo somos.
–Dices «por desgracia» porque te sientes triste.
–Digo «por desgracia» porque si fuéramos distintos a cada despertar, el yo que se despierta no sería el que ha perdido a su esposa.
–Y, sin embargo, también somos distintos, aunque sea ligeramente, en cada nuevo día.
–Somos distintos, aunque sea ligeramente, con cada nuevo parpadeo, Custodio.
–Solo en el sentido más trivial, por el tiempo que ha transcurrido desde el momento de ese parpadeo. Crecemos a cada momento, pero los incrementos reales de nuestra experiencia se miden en días y noches. En dormir y soñar.
–Soñar –repitió Quilan, apartando de nuevo la mirada–. Sí. Los muertos escapan de la muerte en el Cielo, y los vivos escapan de la vida en los sueños.
–¿Hay algo más que te hayas preguntado?
No era raro, en aquella época, que la gente con terribles recuerdos se sometiera a una extirpación de los mismos, o se retirase a sus sueños, y viviese de ellos en un mundo virtual desde el que resultase relativamente fácil excluir los recuerdos y sus efectos, que convertían a la vida normal en algo insoportable.
–¿Quiere decir si he considerado esa posibilidad?
–Sí.
–No me lo he planteado seriamente. Me sentiría como si estuviera renegando de ella. –Quilan suspiró–. Lo siento, Custodio. Debe de estar aburrido de escucharme decir lo mismo días tras día.
–Nunca es exactamente lo mismo, Tibilo. –El monje sonrió–. Porque existe un cambio.
Quilan también sonrió, aunque lo hizo por ofrecer una respuesta cortés.
–Lo que no cambia, Custodio, es que lo único que deseo de verdad con toda mi sinceridad y mi pasión ha muerto.
–Tal y como te sientes en estos momentos, resulta difícil creer que llegará un momento en que pienses que la vida vale la pena, pero llegará.
–No, Custodio. No creo que llegue. Porque no quisiera ser aquel que se había sentido como me siento ahora y luego hubiera avanzado u olvidado ese sentimiento hasta estar mejor. Ese es precisamente mi problema. Prefiero la idea de la muerte a sentirme como me siento ahora, pero preferiría sentirme así para siempre que sentirme mejor, porque sentirme mejor significaría haber dejado de ser aquel que la amó, y eso no podría soportarlo.
Quilan miró al anciano con lágrimas en los ojos.
Fronipel se acomodó en el siento, parpadeando.
–Debes creer que incluso eso puede cambiar –dijo–, pero no significará que la ames menos.
Quilan se sintió casi tan bien como se había sentido antes de enterarse de que Worosei había muerto. No era placer, pero sí una especie de claridad, de ligereza. Sintió que, al menos, había tomado algo parecido a una decisión, o que estaba a punto de hacerlo.
–No puedo creerlo, Custodio.
–Entonces, ¿qué, Tibilo? ¿Tu vida será un mar de dolor hasta el momento de tu muerte? ¿Es eso lo que quieres? Tibilo, yo no veo ninguna señal de eso en ti, pero existe una forma de vanidad en el dolor, por la que se disfruta en lugar de sufrir. He visto a gente que piensa que el dolor les proporciona algo que nunca antes han tenido, y, por terrible y real que sea su pérdida, prefiere abrazarse a ese horror a apartarlo de su vida. Odiaría ver que te pareces siquiera a este tipo de masoquistas emocionales.
Quilan asintió. Intentó parecer tranquilo, pero una aterradora rabia se había adueñado de él mientras el anciano pronunciaba aquellas palabras. Sabía que Fronipel tenía las mejores intenciones, y que era sincero cuando decía que no consideraba así a Quilan, pero solo el hecho de haber sido comparado con gente tan egoísta y caprichosa casi lo hizo temblar de furia.
–Habría preferido morir con honor a tener que soportar esta carga.
–¿Es eso lo que quieres, Tibilo? ¿Morir?
–Me parece la mejor opción. Cuanto más pienso en ello, más me gusta.
–Y dicen que el suicidio conduce al olvido total.
La antigua religión se había mostrado ambivalente con respecto a quitarse uno la vida. Nunca había sido un acto apoyado, pero existieron muchas visiones de sus pros y sus contras a lo largo de varias generaciones. Desde el advenimiento de un cielo real y demostrable, el Puen-Chelgriano lo desaconsejó fervientemente –tras una serie de suicidios en masa– y aclaró que aquellos que se quitaban la vida solo para llegar antes al Cielo no tendrían permitido entrar en él. Ni siquiera permanecerían en el limbo; sus almas no serían salvadas. No todos los suicidios se tratarían necesariamente con la misma dureza, pero la impresión que quedó era que era mejor tener un motivo irrecusable para presentarse en las puertas del Paraíso con las manos manchadas de sangre propia.
–Sería algo poco honorable, Custodio. Preferiría que mi muerte no fuera en vano.
–¿En una batalla, por ejemplo?
–Por ejemplo.
–En tu familia no existe una gran tradición de tal rigor marcial, Tibilo.
Los miembros de la familia de Quilan habían sido terratenientes, comerciantes, banqueros y aseguradores durante mil años. Él fue el primero en sostener algo más letal que un arma ceremonial en varias generaciones.
–Tal vez ha llegado el momento de empezar esa tradición.
–La guerra ha terminado, Tibilo.
–Siempre hay guerras.
–Pero no siempre son honrosas.
–Uno puede morir de forma deshonrosa en una guerra honrosa. ¿Por qué no iba a poder aplicarse eso a la inversa?
–Además, nos encontramos en un monasterio, no planeando estrategias en barracas.
–Yo vine aquí a pensar, Custodio. Nunca renuncié al servicio.
–Entonces, ¿estás decidido a volver al Ejército?
–Creo que sí.
Fronipel miró a los ojos del joven durante un rato. Finalmente, estirándose en su lado del asiento curvado, dijo:
–Eres un comandante, Quilan. Un comandante que dirige a sus tropas cuando su único deseo es solo morir podría resultar muy peligroso.
–No arrastraría a nadie más a mi decisión, Custodio.
–Eso es fácil decirlo, Tibilo.
–Lo sé. Y hacerlo no es fácil. Pero no tengo ninguna prisa por morir. Estoy preparado para esperar hasta estar seguro de estar haciendo lo correcto.
El anciano monje se recostó en su asiento, se quitó las gafas y sacó un paño grisáceo y mugriento de un bolsillo. Respiró sobre las dos grandes lentes y las limpió. Las estudió atentamente. Quilan pensó que no estaban más limpias que antes. El monje se las puso de nuevo y lo miró, parpadeando.
–Esto, comandante, ya es un cambio.
Quilan asintió.
–Es más como un... como una aclaración –dijo–. Señor.
El anciano asintió lentamente.
U
agen Zlepe, erudito, se estaba preparando una infusión de hojas de jhagel cuando Praf 974 apareció de repente en el alféizar de la ventana de la pequeña cocina.
El humano adaptado a simio y la tomadora de decisiones de quinto orden convertida en intérprete habían regresado al behemotauro dirigible
Yoleus
sin contratiempos, tras recuperar el bolígrafo errante de la placa de escritura glífica y tras avistar lo que fuera que avistaron bajo ellos en las azules profundidades de la aerosfera. Praf 974 había salido volando, literalmente, para informar a su superior. Y Uagen había decidido echar una cabezadita después de tantos nervios. Al despertarse, al cabo de una hora exacta, tenía la boca seca y llegó a la conclusión de que un té de hojas de jhagel sería lo mejor.