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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

A barlovento (18 page)

BOOK: A barlovento
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–Estoy bien, Jarra.

–Aja. ¿Cómo va tu nuevo yo?

–Parece que están contentos. Dicen que estoy progresando satisfactoriamente.

Se encontraban en el Hospital Militar de Lapendal, en Chel. Quilan seguía postrado en una cama, aunque la propia cama tenía ruedas y un programa de automovimiento, y podía transportarlo, si él lo deseaba, por casi todo el hospital y por casi cualquier tipo de terreno. Quilan pensaba que aquella era la fórmula ideal para el caos, pero, aparentemente, el personal médico había encomendado a los sanitarios que diese todos los paseos que quisiera. Pero daba lo mismo; totalmente lo mismo; Quilan no había utilizado la movilidad de su cama para nada. Se quedó allí donde estaba, junto a la gran ventana que daba, según le dijeron, a los jardines y el lago de la costa del otro lado.

Ni siquiera se había asomado. Tampoco había leído nada, excepto el monitor de su revisión ocular. No había visto nada, excepto el ir y venir del personal médico, los pacientes y las visitas del pasillo exterior. En ocasiones, cuando alguien dejaba la puerta de la habitación cerrada, solo escuchaba a la gente en el pasillo. Prácticamente todo el tiempo, Quilan miraba al frente, a la pared blanca que tenía justo delante.

–Eso está bien, sí –dijo el coronel–. ¿Cuándo crees que podrás levantarte de esa cama?

Sus lesiones eran graves. Un día más en aquel camión ruinoso cruzando las llanuras de Phelen en Aorme y habría muerto. Por lo que fuera, lo habían dejado en la ciudad de Golse y, después de un triaje, lo habían transferido a una nave depósito de los Invisibles en unas horas. Los médicos de la nave, sobresaturados de trabajo, hicieron todo lo posible por estabilizarlo. Pero, pese a ello, estuvo a punto de morir en varias ocasiones.

La facción militar de los Leales y su familia negociaron el rescate. Una lanzadera médica neutral de una de las Órdenes de Cuidados lo llevó a una nave hospital del ejército. Agonizaba cuando llegó. Tuvieron que desechar su cuerpo desde el estómago hacia abajo, la necrosis se lo había comido todo hasta la extremidad media y estaba destrozando sus órganos internos. Finalmente, también los desecharon y le amputaron dicha extremidad, tras lo que fue conectado a una máquina que lo mantendría con vida hasta completarse la regeneración del resto de su cuerpo, parte por parte; esqueleto, órganos, músculos y ligamentos, piel y pelo.

El proceso casi había terminado, aunque su recuperación fue más lenta de lo que habían calculado. Quilan apenas podía creer que hubiera estado tantas veces tan cerca de la muerte y no hubiera tenido la suerte de morir.

Tal vez pensaba en ver a Worosei, en sorprenderla, en contemplar aquella expresión en su rostro, con la que había soñado tantas veces en la parte trasera del camión al cruzar las llanuras. Tal vez aquello precisamente era lo que lo había mantenido con vida. No lo sabía, porque lo único que podía recordar tras los primeros días en el camión tenía la forma de sensaciones momentáneas e inconexas: dolor, olores, rayos de luz, náuseas repentinas, alguna frase o palabra suelta... Ignoraba cuáles habían sido sus pensamientos –suponiendo que hubiera pensado– durante los momentos más confusos y febriles de la travesía, pero le parecía perfectamente posible, a la vez que probable, que aquellas fantasías sobre Worosei lo hubieran mantenido con vida, y hubieran marcado la diferencia entre la muerte y la supervivencia.

Qué cruel resultaba aquel pensamiento. Haberse encontrado tan cerca de una muerte que habría agradecido felizmente, y haberla evitado aferrándose a la equivocada convicción de que podía verla con vida otra vez. Se enteró de su muerte a su llegada a Lapendal. No había dejado de preguntar por ella desde que se despertó de la primera operación en la nave hospital, cuando lo dejaron reducido a una cabeza y un tronco.

Había ignorado la solemne y meticulosa explicación del doctor sobre lo radical de su intervención quirúrgica, y sobre la gran proporción de su cuerpo que se habían visto obligados a sacrificar para poder salvarle la vida, pero él se había limitado a preguntar, entre náuseas y confusión, dónde estaba ella. El doctor no tenía ni idea. Le dijo que lo averiguarían, pero nunca lo volvió a ver en persona, y ningún otro miembro del personal sanitario pudo ayudarlo en su búsqueda.

Un capellán de una Orden de Cuidados hizo todo lo que pudo para descubrir el paradero de la nave
Tormenta de nieve
y de Worosei, pero la guerra aún proseguía, y la ubicación de una embarcación de combate o de cualquiera de los miembros de su tripulación no era la clase de información que se obtenía fácilmente.

Se preguntó quién sabía entonces que la nave se encontraba desaparecida, presumiblemente perdida. Posiblemente, solo el Ejército. Era probable que ni siquiera su propio clan hubiera obtenido la información antes de que esta se hiciera pública y notoria. ¿Acaso había existido un momento en que hubieran podido informarle sobre el destino de Worosei, en el que él estuviese lo suficientemente cerca de la muerte como para traspasar su umbral? Tal vez. O tal vez no.

Al final, su cuñado, el gemelo de Worosei, se lo notificó, el día después de que el clan supiese la noticia. La nave se había perdido, e imaginaban que había sido destruida. Una flota de los Invisibles la sorprendió a unos días de Aorme. El enemigo atacó con algo que parecía una especie de arma de impacto de ondas de gravedad. Primero impactó contra la nave mayor, y su escolta informó sobre la destrucción interna total de
Tormenta de nieve,
casi de forma instantánea. No quedó rastro de ningún alma rescatada.

La tripulación de la nave escolta intentó escapar, pero la persiguieron y la derribaron. Su propia destrucción dio fin a su último mensaje, antes incluso de poder notificar su posición. De allí sí se pudieron rescatar algunas almas, que más tarde confirmaron los detalles de lo ocurrido.

Worosei había muerto en el acto, hecho que Quilan supuso que debía considerar como una bendición, pero la catástrofe que había sufrido la nave
Tormenta de nieve
había sobrevenido con tal rapidez que la tripulación de a bordo no tuvo tiempo de ser salvada por sus Guardianes de Almas, y el armamento utilizado contra ellos había sido configurado específicamente para destruir los propios dispositivos.

Quilan tardó medio año en apreciar la ironía de que, al preparar el ataque que destruiría la tecnología de los Guardianes de Almas, el arma autora había dejado casi indemne la antigua tecnología de rescate de sustratos de Aorme.

El hermano gemelo de Worosei se había desmoronado al darle la noticia a Quilan. Este sintió una especie de preocupación distante por su cuñado y emitió algunos de los sonidos utilizados para reconfortar, pero no lloró; e intentando examinar sus propios pensamientos y sentimientos, lo único que consiguió fue experimentar un terrible vacío, una ausencia casi total de emotividad, excepto por una sensación de perplejidad tal vez excesivamente limitada.

Sospechó que su cuñado sintió vergüenza al llorar frente a él, o quizá se ofendió por que él no mostrase apenas un signo de dolor. En cualquier caso, solo acudió a visitarlo en esa ocasión. Otros miembros del clan de Quilan hicieron el viaje para verlo; su padre y otros familiares. Él no sabía qué decirles. Las visitas se fueron terminando y él se sintió bastante aliviado.

Le asignaron una consejera de duelo, pero él no sabía qué decirle y sentía que la estaba defraudando, puesto que no era capaz de seguir su guía hacia el terreno emocional que ella aseguraba que debía explorar. Los capellanes ya no se servían de ayuda.

Cuando la guerra terminó, de pronto, inesperadamente, tan solo unos días antes, Quilan experimentó algo parecido a la alegría por el fin del conflicto, pero casi de inmediato, se dio cuenta de que, en realidad, no había sentido nada. El resto de los pacientes y del personal del hospital lloró, rió, y, los que podían, lo celebraron emborrachándose por la noche. Pero él se sintió extrañamente alejado de todos ellos, y no notó más que cierto enojo resignado ante el ruido, que lo mantuvo despierto hasta horas intempestivas para él. Ahora, su única visita regular, aparte del personal médico, era el coronel...

–Supongo que no te has enterado, ¿no? –preguntó el coronel Dimirj. Sus ojos brillaban y a Quilan le parecía alguien que acababa de escapar de la muerte, o que había ganado una apuesta inesperada.

–¿Enterarme de qué, Jarra?

–De lo de la guerra. Cómo empezó, quién la desató, por qué terminó de una forma tan repentina...

–No. No sé nada de todo eso.

–¿No te pareció raro que terminase tan rápido?

–En realidad, no pensé mucho en ello. Supongo que perdí el contacto con la realidad cuando estuve tan mal. No me di cuenta de cómo se acabó todo.

–Bueno, pues ahora ya sabemos la razón –dijo el coronel, golpeando la cabecera de la cama de Quilan con el brazo sano–. ¡Fueron esos cabrones de la Cultura!

–¿Ellos pusieron fin a la guerra? –Chel había mantenido contacto con la Cultura durante varias centenas de años. Eran conocidos por su extendida presencia por toda la galaxia, por su superioridad tecnológica (aunque no gozaban del vínculo aparentemente único que los chelgrianos tenían con los sublimados) y por su tendencia a sus interferencias presuntamente altruistas. Una de las esperanzas más vanas que había albergado el pueblo durante la guerra era que la Cultura interviniese de pronto y separase a los combatientes, arreglándolo todo de nuevo.

Pero aquello no ocurrió. Ni tampoco intervino el Puen-Chelgriano, la propia fuerza avanzada de Chel entre los sublimados, esperanza todavía más pía que la anterior. Lo que había sucedido, de forma más prosaica pero poco menos sorprendente, fue que los dos bandos de la guerra, los Leales y los Invisibles, empezaron a dialogar de repente y llegaron a un acuerdo a una velocidad prodigiosa. Era un compromiso que, en realidad, no favorecía especialmente a nadie, pero sin duda era mejor que seguir con una guerra que estaba amenazando con desgarrar a toda la civilización chelgriana. ¿Y decía el coronel Dimirj que la Cultura había intervenido?

–Bueno, la detuvieron, sí lo quieres ver así. –El coronel se inclinó sobre Quilan–. ¿Quieres saber cómo?

A Quilan no le interesaba particularmente el tema, pero hubiera sido grosero por su parte decirlo.

–¿Cómo? –preguntó.

–Diciéndonos la verdad, a nosotros y a los Invisibles. Nos mostraron quién era el auténtico enemigo.

–Ah. Entonces, al final sí intervinieron. –Quilan seguía confuso–. ¿Quién es el auténtico enemigo?

–¡Ellos! ¡Los ciudadanos de la Cultura! –repuso el coronel, dando otra palmada sobre la cabecera de la cama de Quilan. Se recostó de nuevo en su asiento; le brillaba la mirada–. Detuvieron la guerra confesando que fueron ellos quienes la iniciaron. Eso fue lo que hicieron.

–No comprendo.

La guerra se había desencadenado cuando los recién emancipados y fortalecidos Invisibles pusieron en marcha todo el armamento que acababan de adquirir contra quienes habían sido sus superiores en el antiguo sistema de castas.

Se crearon nuevas milicias y compañías de guardias como resultado de la frustrada sublevación de las Guardias, cuando una facción del Ejército había intentado organizar un golpe de Estado tras la primera elección, que ganaron los Ecualitarios. Las milicias y compañías, y el entrenamiento acelerado de las castas antiguamente inferiores, cuyo objetivo era hacerse cargo de la mayoría de las naves del Ejército, formaban parte de un intento de democratizar las fuerzas armadas de Chel y de asegurar que, mediante un sistema de equilibrio de poderes, ningún brazo aislado de dichas fuerzas pudiese tomar el control del Estado.

Resultó una solución imperfecta y muy cara, que conllevó a que más gente que nunca tuviera acceso a un armamento tremendamente poderoso, pero lo único que tenía que suceder para que funcionase fue el hecho de que nadie se comportase de forma insensata. Pero entonces, Muonze, el presidente de la casta de los Castrados, hizo precisamente eso, y fue respaldado por la mitad de quienes habían obtenido mayores beneficios gracias a las reformas. ¿Qué relación podía tener la Cultura con todo eso? Quilan tenía claro que el coronel estaba decidido a contárselo.

–Fue la Cultura quien consiguió la elección de ese idiota Ecualitario Kapyre como presidente, antes de Muonze –continuó Dimirj, inclinándose de nuevo sobre Quilan–. Sus dedos movieron los hilos todo el tiempo. Prometieron a los parlamentarios toda la puta galaxia si votaban a Kapyre; naves, hábitats, tecnologías; solo los dioses saben qué más. Por eso salió elegido ese Ecualitario, y desaparecieron el sentido común y tres mil años de tradición, así como el sistema. Y luego apareció ese cretino de Muonze. ¿Y sabes qué?

–No. ¿Qué?

–Que también consiguieron que fuese elegido. Con las mismas tácticas.

–Ah.

–¿Y ahora qué dicen?

Quilan negó con la cabeza.

–Ahora dicen que no sabían que se volvería loco, que jamás se les ocurrió que un poco de igualdad, justo lo que la gente había estado pidiendo a gritos durante todo aquel tiempo, no iba a ser suficiente para ellos, ni que algunos resultarían ser tan estúpidos y ambiciosos como para querer venganza. Que nunca pensaron que sus malditos amigos de las castas querrían llevar a cabo algún tipo de acción subversiva. Algo así no tendría sentido, no sería nada lógico. –El coronel casi escupió aquellas últimas palabras–. Entonces, cuando todo nos explotó en la cara, todavía estaban trasladando sus propias naves y sus propias armadas lejos de nosotros. No tenían fuerzas disponibles para intervenir, no encontraron a casi nadie de toda la gente a quien habían compensado, porque estaba muerta, como Muonze, o prisionera u oculta.

El coronel se apoyó otra vez en el respaldo de su asiento.

–Por lo tanto, nuestra guerra civil no fue tal. Fue obra de esos presuntos buenos samaritanos. Y, francamente, ni siquiera sé si esa es toda la verdad. ¿Cómo podemos saber realmente si son tan poderosos y avanzados como afirman ser? Quizá su ciencia es poco superior a la nuestra y estaban empezando a tenernos miedo. Quizá deseaban que ocurriese todo esto.

Quilan todavía intentaba digerir lo que estaba escuchando. Tras unos momentos, durante los que el coronel permaneció allí sentado, asintiendo con la cabeza, dijo:

–Bueno, en caso de haber ocurrido todo de esa forma, tampoco lo reconocerían así, por las buenas, ¿no?

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