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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

A barlovento (22 page)

BOOK: A barlovento
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Durante la guerra, una tropa de sirvientes de los Invisibles, que ya había dejado morir a sus amos en otro monasterio más lejano que aquel, había tomado Cadracet y capturado a la mitad de los monjes que no habían conseguido escapar, principalmente, los más ancianos. Los lanzaron por encima del parapeto al arroyo rocoso. La caída no fue suficiente para matarlos a todos, y algunos sufrieron, se lamentaron y gimieron durante un día y una noche hasta morir de frío antes del siguiente amanecer. Dos días más tarde, una unidad de las tropas de los Leales invadió el monasterio y torturó a los Invisibles antes de quemar vivos a sus líderes.

Y la misma historia de horror, malevolencia y castigo escalatorio fue la que tuvo lugar en todas partes. La guerra había durado menos de cincuenta días; y muchas guerras –la mayoría de las guerras, incluso las que se limitaban a un único planeta– apenas llegaban a iniciarse en ese período de tiempo por la preparación de las movilizaciones, la colocación estratégica de las fuerzas, el establecimiento del pie de guerra en la sociedad y el ataque, la posesión y la consolidación previos a los siguientes ataques entre los bandos. Las guerras en el espacio y entre planetas y otro tipo de hábitats, efectivamente, podían concluir en tan solo unos minutos o incluso segundos, pero normalmente se prolongaban durante años, a veces siglos o generaciones enteras, antes de llegar a su final, en función casi enteramente del nivel de tecnología de las civilizaciones implicadas.

La guerra de Castas había sido diferente. Una guerra civil; una especie y sociedad en guerra consigo misma. Aquel tipo de conflicto era de los más terribles, y la proximidad inicial de los combatientes, repartidos entre la población militar y la civil en prácticamente cualquier estamento e institución, se traducía en la existencia de una especie de salvajismo explosivo en el conflicto prácticamente en el mismo momento en que se desencadenaba, llevándose a la primera oleada de víctimas totalmente por sorpresa: familias enteras eran acuchilladas en sus camas, ajenas a la existencia de cualquier posible problema, dormitorios enteros de sirvientes eran pulverizados con gas, y los leales agonizantes apenas tenían tiempo de creer que aquellos a quienes habían dedicado sus vidas los estuvieran asesinando; conductores o pasajeros de vehículos, capitanes de barco, pilotos de aeronaves o buques espaciales se veían de pronto asaltados por sus acompañantes, o atacaban a quienes los acompañaban.

El monasterio de Cadracet había sobrevivido relativamente indemne a la guerra, a pesar de su breve ocupación. Habían saqueado algunas de las estancias, y quemado y profanado algunos iconos y libros sagrados, pero los daños estructurales eran mínimos.

La celda de Quilan se encontraba en la parte posterior del tercer patio del edificio, y daba al camino adoquinado que se adentraba en la húmeda ladera verde de la montaña, junto a los marchitos y amarillentos árboles que lo rodeaban. En su celda había un banco sobre el suelo de piedra, un pequeño cofre para sus pertenencias, un taburete, un escritorio de madera y un lavamanos.

No se permitía forma alguna de comunicación en la celda, excepto leer y escribir. La primera debía realizarse con libros o marcos encordados, y la segunda –para aquellos que no dominaban los nudos, los abalorios y los trenzados– se limitaba a la utilización de hojas sueltas y bolígrafos de tinta.

También estaba terminantemente prohibido hablar con nadie en la celda y, según la interpretación más estricta de las leyes, incluso un monje que hablase consigo mismo o en sueños, debía confesarse ante su superior y aceptar funciones extraordinarias como penitencia. Quilan sufría unas terribles pesadillas, como era habitual desde su estancia en el hospital de Lapendal, y solía despertarse presa del pánico en plena noche, pero nunca estaba seguro de haber gritado. Preguntó a los monjes de las celdas contiguas y ellos aseguraron no haberlo oído nunca. Quilan los creyó.

Hablar estaba permitido antes y después de las comidas, así como durante las tareas comunales en las que se consideraba que la conversación no interfería. Quilan hablaba menos que los demás en los campos escalonados donde cultivaban los alimentos y en los trayectos que recorrían por los senderos de la montaña para recoger madera. A los demás no parecía importarles. El ejercicio físico lo fortaleció y le ayudó a recuperar su buena forma. Ellos también lo agotaban, pero no lo suficiente como para impedir que se despertase cada noche con sueños de tinieblas y rayos, dolor y muerte.

La biblioteca era la zona de estudio por excelencia. Las pantallas de lectura se hallaban censuradas de forma inteligente, para que los monjes no pudieran malgastar el tiempo en distracciones vanas o trivialidades; tenían acceso a material religioso, a obras de referencia y poco más. Aunque aquello seguía dejando material para varias vidas enteras. Las máquinas también podían actuar como enlace con el Puen-Chelgriano, los desaparecidos, los ya sublimados. Pero habría de pasar cierto tiempo antes de que un recién llegado como Quilan pudiera utilizarlas con tal propósito.

Su mentor y consejero era Fronipel, el monje más anciano que sobrevivió a la guerra. Se había escondido de los Invisibles en un bidón de cereales de uno de los sótanos, y había permanecido allí durante dos días después de la invasión del monasterio por parte del destacamento de los Leales, ignorando que ya estaba a salvo. Demasiado débil como para salir de allí, casi murió deshidratado de no haber sido porque los soldados lo descubrieron al organizar un operativo de búsqueda para localizar algún posible Invisible rezagado.

En las zonas que sus hábitos dejaban al descubierto, el pelo del anciano monje era escaso y áspero. Tenía otras partes del cuerpo casi desnudas que permitían ver su agrietada piel grisácea. Se movía con dificultad, especialmente cuando el clima era húmedo, lo que resultaba habitual en Cadracet. Sus ojos, escondidos tras unas antiguas gafas, parecían proyectados, como si hubiera una especie de humo gris entre las dos esferas. El viejo monje llevaba su decrepitud sin un atisbo de orgullo ni desdén. En aquella era de regeneración corpórea y órganos de recambio, semejante decadencia no podía sino ser voluntaria, o incluso deliberada.

Normalmente, hablaban en una pequeña celda vacía destinada a tal fin. Solo contenía un asiento ondulado en forma de ese y una pequeña ventana.

El anciano monje tenía la prerrogativa de utilizar el primer nombre de sus acólitos, de forma que llamaba Tibilo a Quilan, lo que le hacía sentir de nuevo como un niño. Imaginó que ese sería precisamente el propósito. A su vez, él debía dirigirse a Fronipel como Custodio.

–En ocasiones siento... siento celos, Custodio. ¿Es eso una locura? ¿O algo malo?

–¿Celos de qué, Tibilo?

–De su muerte. De que ella muriese. –Quilan miró por la ventana, incapaz de enfrentarse a los ojos del monje. Desde allí, las vistas eran prácticamente idénticas a las de su propia celda–. Si pudiera pedir una sola cosa, pediría su regreso. Creo que ya he asumido que eso es imposible, o muy poco probable al menos, pero, ¿sabe? Ya casi no queda nada seguro. Esto es otra cosa; todo es contingente en nuestros días, todo es provisional gracias a nuestra tecnología y nuestra comprensión.

Quilan miró a los ojos nebulosos del anciano monje.

–Antiguamente –prosiguió– la gente moría y eso era todo. Se podía albergar la esperanza de reencontrarse con alguien en el cielo, pero cuando uno moría, moría. Era simple, era definitivo. Y ahora... –Agitó la cabeza con furia–. Ahora la gente muere y los Guardianes de Almas la reviven, o la llevan al cielo que sabemos que existe, sin necesidad alguna de la fe. Tenemos clones, cuerpos regenerados (yo mismo estoy regenerado en mi mayor parte)... A veces me despierto y pienso si sigo siendo yo. Sé que se supone que uno es su mente, su juicio y su pensamiento, pero no creo que sea tan fácil. –Agitó de nuevo la cabeza y se secó la cara con la manga de su hábito.

–Entonces, sientes celos de eras más tempranas.

Quilan guardó silencio durante unos momentos y dijo:

–Esto también. Pero estoy celoso de ella. Si no puedo tenerla conmigo, solo me queda el deseo de no vivir. No es un deseo de matarme, sino de no haber sobrevivido. Si no puedo compartir mi vida con ella, quiero compartir su muerte. Y no puedo, por eso siento envidia. Celos.

–Las dos cosas no son lo mismo, Tibilo.

–Lo sé. Algunas veces, lo que siento es... no estoy seguro... como un débil anhelo por lo que no tengo. En ocasiones es lo que creo que quiere decir la gente cuando utiliza la palabra envidia, y otras veces son auténticos y rabiosos celos. Casi la odio por haber muerto sin mí. –Quilan negó con la cabeza, casi sin creer lo que estaba diciendo. Era como si sus palabras, al fin expresadas ante otro, dieran forma a unos pensamientos que no había querido reconocer hasta esconderlas incluso de sí mismo. Miró al anciano monje a través de sus lágrimas–. Pero yo la quería, Custodio. La quería.

–Estoy seguro de que así es, Tibilo –asintió Fronipel–. Si no, no estarías sufriendo de esta manera.

Quilan volvió a apartar la mirada.

–Ya ni siquiera lo sé con seguridad –dijo–. Afirmo que la quería, creo que lo hacía, estaba seguro de hacerlo, pero, ¿realmente era así? Tal vez lo que realmente siento es culpabilidad por no haberla querido. No lo sé. Ya no sé nada.

El anciano monje se rascó una de sus calvas.

–Sabes que estás vivo, Tibilo, y que ella está muerta, y que podrías verla de nuevo –repuso.

–¿Sin su Guardián de Almas? No lo creo, señor. Ni siquiera estoy seguro de creer en verla de nuevo aunque se hubiera recuperado –dijo Quilan, mirándole a los ojos.

–Como tú mismo has dicho, vivimos en una era en la que los muertos regresan, Tibilo.

Ambos sabían que llegaba un momento en el desarrollo de cualquier civilización –que viviese durante un tiempo suficiente– en el que sus habitantes podían registrar sus condiciones mentales, y realizar una lectura efectiva de una personalidad que podía ser almacenada, duplicada, leída, transmitida y, finalmente, instalada en cualquier dispositivo u organismo complejo y compatible.

En cierto sentido, era la postura reductivista real más radical; un conocimiento de que la mente nacía de la materia y podía ser definida de la forma más absoluta y fundamental en términos materiales, y como tal, no era válida para todo el mundo. Algunas sociedades habían alcanzado el horizonte de ese conocimiento y se habían encontrado al límite del control que implicaba, solo para darse la vuelta, no dispuestas a perder los beneficios de las creencias que podían verse amenazadas por semejante desarrollo.

Otros pueblos habían aceptado el intercambio y lo habían sufrido, perdiéndose en caminos que parecían fiables, incluso loables en su momento, pero que finalmente les condujeron a la extinción definitiva.

La mayoría de sociedades que se habían adherido a aquellas tecnologías se implicaron y cambiaron para afrontar las consecuencias. En lugares como la Cultura, dichas consecuencias se traducían en que la gente podía hacer copias de seguridad de sí misma justo antes de emprender alguna acción peligrosa, podía crear versiones de su propia mente que podían ser utilizadas para enviar mensajes o vivir una gran variedad de experiencias en muchos lugares distintos y con una enorme diversidad de formas físicas o virtuales. Cualquiera podía transferir su personalidad completa a un cuerpo o dispositivo distintos al suyo, o podía fusionarse con otros individuos –equilibrando la individualidad conservada contra una totalidad consensual– en dispositivos específicamente concebidos para tal intimidad metafísica.

Entre los miembros del pueblo chelgriano, el curso de la historia había divergido de la norma. El dispositivo que se les emplazaba, el Guardián de Almas, rara vez era utilizado para revivir a un individuo. En lugar de ello, lo usaban para asegurarse de que el alma, la personalidad del que moría, era apta para ser aceptada en el cielo.

La mayor parte de los chelgrianos había creído, durante mucho tiempo, lo mismo que la mayor parte de las especies inteligentes, en un lugar al que los muertos acudían tras su muerte. En el planeta, había existido una gran variedad de distintas religiones y cultos, pero el sistema de creencias que había terminado por dominar a Chel y que fue exportado a todas las estrellas a las que viajó la especie –incluso si, para entonces, se tomase como una verdad más simbólica que literal– era aquel que seguía abogando por la mítica vida de ultratumba, donde la bondad se recompensaba con una eternidad de felicidad y la maldad se condenaba –independientemente de la casta del individuo en el mundo mortal– a la servidumbre eterna.

Según los registros cuidadosamente mantenidos y minuciosamente analizados de las antiguas civilizaciones de la galaxia, los chelgrianos habían persistido en su religiosidad durante un significativo período de tiempo posterior a la llegada de la metodología científica, y –al continuar fieles al sistema de castas– no tenían por costumbre retener tan manifiestamente discriminatorio orden social durante mucho tiempo posterior a la historia postcontacto. No obstante, nada de todo eso preparó a ninguna de las sociedades observadoras para lo que ocurrió poco después de que los chelgrianos adquiriesen la capacidad de transcribir sus propias personalidades a otros medios ajenos a sus propios cerebros individuales.

Sublimarse era una parte aceptada, aunque no exenta de cierto misterio, de la vida galáctica. Significaba abandonar la vida normal del universo, basada en la materia, dejándola atrás para ascender a un estado ensalzado de la existencia, basado en la energía pura. En teoría, cualquier individuo, biológico o mecánico, podía sublimarse, mediante la tecnología adecuada, pero la pauta consistía en que ringleras enteras de una sociedad o especie desaparecieran al mismo tiempo, por lo que, a menudo, la totalidad de una civilización se marchaba de un plumazo (y, que se supiera, solo a la Cultura le preocupaba que semejante absolutismo implicase un determinado grado de coacción. Para ella).

Normalmente, aparecían varios signos de alerta de que una sociedad estaba a punto de sublimarse: cierta tendencia de hastío social extendido, el renacimiento de religiones y otras creencias irracionales inactivas desde un determinado tiempo atrás, un interés repentino por la mitología y la metodología de la propia sublimación... Y, normalmente, todos estos síntomas se daban en civilizaciones longevas y establecidas.

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