A barlovento (40 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: A barlovento
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Ziller miró con tristeza su pipa empapada y después a la criatura plateada.

–Y eso –dijo–, es otra.

Un pequeño dron que llevaba una toalla blanca muy grande, muy bien doblada y muy mullida, dobló una esquina y recorrió el pasaje a toda velocidad antes de pararse de repente a su lado. El avatar cogió la toalla y le dedicó un gesto de asentimiento a la otra máquina, que se inclinó y salió disparada otra vez.

–Tome –dijo el avatar mientras le tendía la toalla al chelgriano.

–Gracias.

Se volvieron para bajar por el pasaje, junto a salones donde pequeños grupos de personas observaban las aguas agitadas y las lloviznas de espuma del exterior.

–¿Y dónde está hoy nuestro comandante Quilan? –preguntó Ziller mientras se frotaba la cara con la toalla.

–Visitando Neremety, con Kabe, para ver unas islas torbellino. Es el primer día de la Estación de la Tentación de la escuela local.

Ziller también había visto ese espectáculo en otra plataforma, seis o siete años antes. La Estación de la Tentación era cuando las islas adultas soltaban las flores de algas que habían estado almacenando y pintaban fabulosos dibujos de remolinos en todas las bahías craterinas de su mar poco profundo. Se decía que el despliegue convencía a las crías del año anterior que vivían en el lecho del mar para que subiesen a la superficie y floreciesen convertidas en nuevas versiones de sí mismas.

–¿Neremety? –preguntó–. ¿Y eso dónde está?

–A medio millón de klicks de aquí, como mínimo. Por ahora está a salvo.

–Qué tranquilizador. ¿No te estás quedando sin sitios para distraer a nuestro pequeño mensajero? Lo último que oí es que le estabas enseñando una fábrica. –Ziller pronunció la última palabra con una carcajada de desdén.

El avatar parecía ofendido.

–Una fábrica de naves especiales, si no le importa –dijo–; pero sí, una fábrica no obstante. Y solo porque me lo pidió, podría añadir. No me faltan lugares que mostrarle, Ziller. Hay sitios en Masaq de los que usted ni siquiera ha oído hablar y que le encantaría visitar si supiera que existen.

–¿Los hay? –Ziller paró y se quedó mirando al avatar.

Este también se detuvo con una gran sonrisa.

–Pues claro. –Extendió los brazos–. No le iba a contar todos mis secretos a la vez, ¿no le parece?

Ziller siguió caminando mientras se secaba el pelo y miraba de soslayo a la criatura plateada que caminaba con paso ligero a su lado.

–Eres más hembra que macho; lo sabes, ¿no? –dijo.

El avatar levantó las cejas.

–¿De verdad lo cree?

–No me cabe duda.

El avatar lo miró con expresión divertida.

–Después quiere ver el Centro –le dijo a Ziller.

Este frunció el ceño.

–Ahora que lo pienso, yo tampoco he estado allí. ¿Hay mucho que ver?

–Hay una galería panorámica. Una buena vista de toda la superficie, como es obvio, pero no mejor de la que tiene la mayor parte de la gente al llegar, a menos que tengan mucha prisa y vuelen directamente a la superficie inferior. –El avatar se encogió de hombros–. Aparte de eso, no hay mucho que ver.

–He de entender entonces que toda tu fabulosa maquinaria es tan aburrida como me imagino.

–Si no más.

–Bueno, eso debería distraerlo un buen par de minutos. –Ziller se secó bajo los brazos y, (tras alzarse para caminar, inclinado, solo sobre las piernas traseras) se secó alrededor de la extremidad media–. ¿Le has mencionado a ese miserable que es muy posible que yo no aparezca en la primera representación de mi propia sinfonía?

–Todavía no. Creo que es posible que Kabe saque hoy el tema.

–¿Crees que hará lo más decente y renunciará a ir al concierto?

–La verdad es que no tengo ni idea. Si las sospechas que compartimos son correctas. Es probable que E. H. Tersono intente convencerlo de que vaya. –El avatar le dedicó a Ziller una amplia sonrisa–. Empleará algún tipo de argumento basado en la idea de que no debe ceder a lo que con toda probabilidad llamará su infantil chantaje, me imagino.

–Sí, algo tan frívolo como eso.

–¿Y cómo va
La luz que expira?
–preguntó el avatar–. ¿Ya están listas las piezas básicas? Solo faltan cinco días, el mínimo de tiempo al que están todos acostumbrados.

–Sí, ya están listas. Solo quiero consultar un par de ellas con la almohada una noche más, pero las publicaré mañana. –El chelgriano miró al avatar–. ¿Estás seguro de que esta es la mejor forma de hacerlo?

–¿Qué, utilizar piezas básicas?

–Sí. ¿No se perderá la gente la frescura del estreno? Ya la dirija yo o no.

–En absoluto. Solo habrán oído las melodías aproximadas, el perfil de los temas, eso es todo. Así les parecerá reconocer las ideas básicas, pero no estarán familiarizados con ellas. Eso les permitirá apreciar la obra entera mucho más. –El avatar golpeó al chelgriano entre los hombros, levantando una fina llovizna del chaleco. Ziller hizo una mueca, aquella criatura de aspecto ligero era más fuerte de lo que parecía–. Ziller, confíe en nosotros, es lo que funciona. Ah, y tras haber escuchado el esbozo que ha enviado, es magnífico. Le felicito.

–Gracias. –Ziller siguió secándose los costados con la toalla y luego miró al avatar.

–¿Sí? –dijo este.

–Me preguntaba una cosa.

–¿Qué?

–Algo que llevo preguntándome desde que llegué aquí, algo que nunca te he preguntado, primero porque me preocupaba cuál sería la respuesta, después porque sospechaba que ya sabía la respuesta.

–Cielos. ¿Qué puede ser? –preguntó el avatar con un parpadeo.

–Si lo intentaras tú, si cualquier Mente lo intentara, ¿podría imitar mi estilo? –preguntó el chelgriano–. ¿Podría escribir una obra, una sinfonía, digamos, que al crítico informado le pareciera mía y que, cuando yo la oyera, me imaginara estar orgulloso de haberla escrito?

El avatar frunció el ceño mientras caminaba. Después se cruzó de manos a la espalda. Dio unos pasos más.

–Sí, me imagino que sería posible.

–¿Sería fácil?

–No. No más fácil que cualquier tarea complicada.

–¿Pero tú podrías hacerlo mucho más rápido que yo?

–Tendría que suponer que sí.


Mmm.
–Ziller hizo una pausa. El avatar se dio la vuelta para mirarlo. Detrás de Ziller, las rocas y los árboles velo del profundo barranco pasaban a toda velocidad. La barcaza se mecía con suavidad bajo sus pies–. Entonces –preguntó el chelgriano–, ¿qué sentido tiene que yo o cualquier otro escribamos una sinfonía o cualquier otra cosa?

El avatar alzó las cejas, sorprendido.

–Bueno, para empezar, si lo hace usted, es usted el que experimenta la sensación de logro.

–Si nos olvidamos de la parte subjetiva, ¿qué sentido tendría para los que la escuchan?

–Sabrían que habría sido alguien de su propia especie, no una Mente, el que lo había creado.

–Olvidémonos de eso también, supongamos que no se les ha dicho que es de una IA, o que no les importa.

–Si no se les ha dicho, entonces la comparación no es absoluta, se está ocultando información. Si no les importa, entonces no se parecen a ningún grupo de humanos que yo me haya encontrado jamás.

–Pero si tú puedes...

–Ziller, ¿le preocupa que las Mentes, las IA si lo prefiere, puedan crear, o incluso aparentar crear, obras de arte originales?

–Con franqueza, cuando son del tipo de obras de arte originales que yo creo, sí.

–Ziller, eso no importa. Tiene que pensar como un alpinista.

–¿Ah, sí?

–Sí. A algunas personas les lleva días, sudan a mares, soportan el dolor y el frío, se arriesgan a sufrir lesiones y, en algunos casos, una muerte permanente para llegar a la cima de una montaña y solo para descubrir que un grupo de coetáneos acaba de llegar en avión y está disfrutando de una merienda al aire libre.

–Si yo fuera uno de esos alpinistas estaría muy molesto.

–Bueno, se considera de mala educación aterrizar en una cumbre hacia la que hay personas que están intentando llegar por el método más difícil, pero se puede hacer y ocurre. Los buenos modales exigen que la merienda se comparta y que los que han llegado en avión expresen admiración y respeto por el logro de los alpinistas.

»Lo que ocurre, claro está, es que las personas que se han pasado días allí y han sudado a mares también podrían haber cogido un avión hasta la cima si lo único que querían era disfrutar de la vista. Es la lucha lo que anhelan. La sensación de logro que se produce al recorrer la ruta que sube y baja del pico, no el pico en sí. Eso es solo el pliegue que hay entre las páginas. –El avatar dudó un momento. Ladeó un poco la cabeza y entrecerró los ojos–. ¿Hasta dónde tengo que llevar esta analogía, compositor Ziller?

–Lo has dejado muy claro, pero este alpinista sigue preguntándose si debería reeducar su alma para disfrutar de los placeres del vuelo y posarse en la cumbre de otra persona.

–Mejor que crear la suya. Vamos, tengo un moribundo al que despedir.

Ilom Dolince yacía en su lecho de muerte rodeado de amigos y familiares. Los toldos que habían cubierto la cubierta superior de popa de la barcaza mientras descendía las cataratas se habían retirado, dejando la cama al aire libre. Ilom Dolince se incorporó, estaba medio sumergido en almohadas flotantes y yacía en un colchón ahuecado que parecía un cúmulo; muy apropiado, pensó Ziller.

El chelgriano se quedó atrás, en la parte posterior de una media luna compuesta por unas sesenta personas que permanecían de pie o sentadas alrededor de la cama. El avatar fue a colocarse junto al anciano, le cogió la mano y se inclinó para hablar con él. Asintió y después le hizo un gesto a Ziller, que fingió no verlo y quiso hacer creer que lo había distraído un pájaro de colores estridentes que volaba bajo sobre las aguas lechosas del río.

–Ziller –dijo la voz del avatar desde la terminal bolígrafo del chelgriano–. Por favor, acérquese. A Ilom Dolince le gustaría conocerlo.

–¿Eh? Oh. Sí, por supuesto –dijo. Se sentía francamente incómodo.

–Compositor Ziller es un privilegio conocerlo. –El anciano estrechó la mano del chelgriano. De hecho no parecía tan viejo aunque tenía la voz débil.

Su piel tenía menos manchas y arrugas que las de algunos de los humanos que Ziller había visto y no se le había caído el cabello, aunque había perdido su pigmentación y por tanto estaba blanco. El apretón de manos no era fuerte, pero Ziller ya los había sentido más flácidos.

–Ah. Gracias. Me halaga que haya querido, eh, emplear parte de su, esto, tiempo, en conocer a un simple alienígena aficionado a las notas.

El anciano de cabello blanco de la cama adoptó una expresión pesarosa, dolorida incluso.

–Oh, compositor Ziller –dijo–. Lo siento. Está un poco incómodo con esto, ¿verdad? Qué egoísta soy. No se me ocurrió que mi muerte podría...

–No, no, yo, yo... Bueno, sí. –Ziller sintió que se le sonrojaba la nariz. Miró a su alrededor, a las otras personas más cercanas a la cama. Parecían solidarizarse con él, comprenderlo. Los odió–. Es solo que me parece raro. Eso es todo.

–¿Me permite, compositor? –dijo el hombre. Estiró una mano y Ziller permitió que se la cogiera otra vez. En esa ocasión el apretón fue más ligero–. Nuestras costumbres deben de parecerle muy raras.

–No más raras que las nuestras a ustedes, estoy seguro.

–Estoy listo para morir. –Ilom Dolince sonrió–. He vivido cuatrocientos quince años, señor. He visto los chebalythes de Eyske y su migración a Cielo Oscuro; he contemplado a los transatlánticos de campo esculpir llamaradas solares en Nudrun Alto, he sostenido a mi propio recién nacido en mis manos, he volado a las cavernas de Sart y me he sumergido en los arcos tubulares de Lirouthale. He visto tanto, he hecho tanto, que incluso aunque mi encaje neuronal intente atar los recuerdos que tengo de otro lugar a lo que hay en mi cabeza lo más impecablemente que puede, sé que he perdido mucho de aquí. –Se dio unos golpecitos en una sien–. No solo recuerdos, sino también personalidad. Así que es hora de cambiar y continuar adelante, o parar sin más. He puesto una versión de mí en una mente grupal por si alguien quiere hacerme alguna pregunta en cualquier momento, pero lo cierto es que ya no puedo molestarme en seguir viviendo. Al menos, no una vez que haya visto la ciudad de Ossuliera, cosa que he estado guardando para este momento. –Le sonrió al avatar–. Quizá vuelva cuando llegue el fin del universo.

–También ha dicho que quería que lo revivieran convertido en una animadora especialmente núbil si Notromg llegaba a ganar la Copa orbital –dijo el avatar con tono solemne. Asintió y respiró hondo entre dientes–. Yo me decantaría por lo del fin del universo si fuera usted.

–¿Lo ve, señor? –dijo Ilom Dolince con los ojos resplandecientes–. Me paro. –Una mano delgada palmeó la de Ziller–. Solo siento no estar aquí para escuchar su nueva obra, maestro. Me he sentido tentado a quedarme pero... Bueno, siempre hay algo que puede retenernos si no nos decidimos, ¿no cree?

–Yo diría que sí.

–Espero que no se ofenda, señor. Poca cosa más me habría hecho plantearme siquiera un retraso. No se ofende, ¿verdad?

–¿Cambiaría algo que me ofendiese, señor Dolince? –preguntó Ziller.

–Lo cambiaría, señor. Si yo pensara que se iba a sentir muy herido, todavía podría demorarme aunque estaría abusando de la paciencia de estas buenas personas –dijo Dolince mirando a su alrededor, a las personas reunidas junto a su lecho. Se oyó un coro bajo de amistosa disconformidad–. ¿Lo ve, compositor Ziller? He hecho las paces con todos. Creo que nunca han pensado tan bien de mí.

–Entonces sería un honor para mí que me incluyera entre ellos. –Ziller palmeó la mano del humano.

–¿Es una gran obra, compositor Ziller? Espero que lo sea.

–No puedo decirle, señor Dolince –le dijo Ziller–. Yo estoy contento con ella. –Suspiró–. Pero según la experiencia, eso no es indicación alguna ni de su recepción inicial ni de su eventual reputación.

El hombre de la cama esbozó una amplia sonrisa.

–Espero que vaya maravillosamente bien, compositor Ziller.

–Yo también, señor.

Ilom Dolince cerró los ojos durante unos momentos. Cuando los abrió con un parpadeo le fue soltando la mano al compositor poco a poco.

–Un honor, compositor Ziller –susurró.

Ziller soltó la mano del humano y se apartó, agradecido, mientras los demás se adelantaban alrededor de la cama.

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