–Puedes informarles de que soy ciudadano de la Cultura.
Nunca tuvo oportunidad de decirle adiós a 974 Praf como le hubiera gustado. La decisiva deductora de follaje convertida en intérprete seguía inconsciente y pegada al muro de la cámara de interrogación cuando se fue, un día después.
Hizo las maletas, se aseguró de que un registro de sus notas de investigación, glifos y todo lo que había ocurrido durante el último par de días quedaba a salvo, en un sitio seguro del
Yoleus
y al final tuvo el empeño especial de prepararse y beber una taza de infusión de hojas de jhagel. No le supo muy bien.
Una escuadrilla de exploradoras de rapiña lo escoltó al Noveno Trópico del portal de Secesión de Inclinación. Lo último que vio del behemotauro dirigible
Yoleus
fue cuando miró por encima del hombro y contempló a la gigantesca criatura que desaparecía en la distancia azul verdosa, sobre la sombra de un complejo de nubes, fiel al compañero que deseaba,
Muetenive,
detrás de él y algo más abajo. Se preguntó si las criaturas todavía saldrían corriendo hacia la predicha burbuja que seguía formándose allí delante, en algún lugar del horizonte de bruma, para reclamar su viaje gratis a las alturas, a los múltiples esplendores de la entidad globular gigalitina Buthulne.
Sintió una especie de tristeza dulce al pensar que no estaría allí para compartir el viaje ni la llegada con ellos y experimentó una punzada de culpa al sentir una especie de deseo, ojalá que la nave de los mercantes jhuvonianos rechazara su oferta y no apareciera y, en realidad, no le dejara más alternativa que intentar regresar al
Yoleus.
Los dos behemotauros desaparecieron entre las sombras ligeras y cavernosas que había sobre el sistema de nubes. Uagen volvió a mirar hacia delante. Los motores de los tobillos zumbaron y la capa hizo un ajuste mínimo para adaptarse al cambio de posición, todavía tensa para convertirse en ala. Las alas de las aves exploradoras batían el aire a su alrededor con el ritmo sincopado de un tartamudeo que creaba un curioso efecto relajante. Uagen miró a 46 Zhun, que se aferraba al cuello y el lomo del líder de la cuadrilla de exploradoras, pero la criatura parecía dormida.
El Noveno Trópico del portal de Secesión de Inclinación resultó andar un poco escaso de instalaciones. No era más que un trozo de unos diez metros de diámetro en un costado del tejido de la aerosfera, donde las capas de material de contención se encontraban y fundían para producir una ventana transparente al espacio. Alrededor de esa zona circular se habían apiñado un puñado de lo que parecían las cáscaras de la megafruta que crecía en los behemotauros y en una de las cuales, hasta un día antes, él había tenido su hogar. Allí las exploradoras encontraron un lugar para encaramarse y recuperar fuerzas y él pudo sentarse a esperar. Había algo de comida y agua, pero eso era todo.
Se pasó el tiempo mirando las estrellas; los trozos de portales eran las únicas zonas transparentes de verdad en la superficie de la aerosfera, el resto solo era traslúcido en comparación, y compuso un poeglifo que intentaba describir la sensación de terror que había sentido solo un día antes, atrapado en el interior del cuerpo moribundo del behemotauro
Sansemin.
Fue un proceso frustrante. No dejaba de posar el bolígrafo (el mismo puñetero bolígrafo que lo había llevado a encontrarse allí, esperando a una nave espacial alienígena que quizá ni aparecería) para intentar resolver lo que le había pasado al
Sansemin
y por qué estaba allí el agente de la Cultura, si es que eso era lo que era de verdad aquel tipo o tipa; no sabía si de veras había una conspiración como la que le habían descrito y lo que debería hacer si resultaba que todo aquel asunto era una especie de broma, una alucinación o el producto de la imaginación de una mente loca y atormentada.
Se había quedado dormido dos veces, había borrado seis intentos de componer el poeglifo y (tras llegar a una conclusión provisional, es decir, que en lugar de que los acontecimientos de los últimos días hubieran sido reales, era ligeramente más probable que se hubiera vuelto loco) estaba debatiendo consigo mismo los méritos relativos del suicidio, el almacenamiento, la transcorporación a una entidad grupal o la posibilidad de solicitar el regreso a
Yoleus
para reanudar sus estudios (con una alteración física apropiada y una esperanza de vida mayor, como ya se había estado planteando) cuando viró por el otro lado del portal la nave de los mercantes jhuvonianos, un insólito aparato compuesto por tubos y palos.
Los mercantes jhuvonianos no eran en absoluto lo que se había imaginado. Por alguna razón él se esperaba unos humanoides achaparrados, peludos y con aspecto tosco, vestidos con cueros y pieles, cuando de hecho parecían una colección de plumas rojas muy grandes. Uno de ellos atravesó flotando el portal, encerrado en una burbuja que en su mayor parte era transparente y estaba contenida en una intrusión de aire con aspecto de dedo que formaba un túnel que se alargaba para poner en contacto el portal y el navío tubular del exterior. Uagel se reunió con el túnel en una terraza de la cáscara del megafruto. 46 Zhun se aferró al parapeto, a su lado; observaba al alienígena encerrado que se acercaba con el aire de una criatura que evalúa un posible material de nidificación.
–
¿
Usted es la persona de la Cultura? –dijo la criatura de la burbuja, una vez que estuvo flotando a su mismo nivel. La voz era apagada, hablaba en marain con un acento tolerable.
–Sí. Encantado.
–¿Va a pagar el valor de nuestra nave para que lo llevemos a su destino?
–Sí.
–Es una nave magnífica.
–Ya lo veo.
–Querríamos tener otra idéntica.
–La tendrán.
El alienígena emitió una serie de chasquidos y habló con el intérprete que permanecía al lado de Uagen. 46 Zhun le respondió con otros chasquidos.
–¿Cuál es su destino? –dijo el alienígena.
–Necesito enviar una señal a la Cultura. En un principio pónganme en posición de hacer eso y luego llévenme a cualquier sitio donde pueda encontrarme con una nave de la Cultura.
A Uagen se le había ocurrido que la nave quizá pudiera hacerlo desde allí mismo, sin tener que llevarlo a ninguna parte, aunque dudaba que fuera a tener tanta suerte. Con todo, durante los momentos siguientes, experimentó un escalofrío de esperanza y ansiedad hasta que habló la criatura.
–Podríamos viajar hasta la entidad Beidite Critoletli, donde ambas, comunicación y reunión, podrían lograrse.
–¿Cuánto tiempo llevaría eso?
–Setenta y siete días estándar de la Cultura.
–¿No hay ningún sitio que esté más cerca?
–No lo hay.
–¿Podríamos enviar antes una señal a la entidad, al acercarnos?
–Podríamos.
–¿Cuándo estaríamos al alcance de hacer eso?
–En unos cincuenta días estándar de la Cultura.
–Muy bien. Me gustaría partir de inmediato.
–Satisfactorio. ¿Nuestro pago?
–Lo hará la Cultura cuando yo llegue a salvo. ¡Oh! Debería haberlo mencionado.
–¿Qué? –dijo el alienígena; su colección de filamentos rojos aleteó dentro de la burbuja.
–Quizá haya una recompensa adicional, aparte del pago que ya hemos acordado.
El plumoso cuerpo de la criatura volvió a cambiar de posición.
–Satisfactorio –repitió.
La burbuja se acercó flotando al parapeto. Había una segunda burbuja formándose al lado de la que encerraba al alienígena. Uagen pensó que era como ver dividirse una célula.
–La atmósfera y la temperatura se adaptan al estándar de la Cultura –le dijo el alienígena–. La gravedad de la nave será menor. ¿Es aceptable para usted?
–Sí.
–¿Puede proporcionar su propio sustento?
–Me las arreglaré –dijo, y después lo pensó–. ¿Tienen agua?
–La tenemos.
–Entonces sobreviviré.
–Suba a bordo, por favor.
La burbuja desdoblada chocó contra el parapeto. Uagen se agachó, recogió las bolsas y miró a 46 Zhun.
–Bueno, adiós. Y gracias por tu ayuda. Dale a
Yoleus
recuerdos de mi parte.
–El
Yoleus
te desea un buen viaje y una vida subsiguiente que te sea placentera.
Uagen sonrió.
–Dale las gracias por mí. Espero volver a verlo.
–Así se hará.
XIII
Formas de morir
E
l elevador de la nave se encontraba bajo las cataratas; cuando era necesario, su horquilla contrapesada subía balanceándose con lentitud y salía del remolino del estanque que había a los pies del torrente, dejando a su paso velos y brumas propias. Detrás de la torrencial caída, el contrapeso gigantesco iba bajando poco a poco por el estanque subterráneo, balanceando la horquilla del tamaño de un muelle que se iba elevando hasta que encajaba en una amplia estría tallada en el borde de las cataratas. Una vez allí, las puertas se iban abriendo por la fuerza contra la corriente de modo que la horquilla presentaba una especie de balcón de agua que sobresalía más allá del punto de disminución del río, de un kilómetro de anchura.
Dos naves con forma de bala se impulsaban río arriba, a ambos lados, como peces gigantes; arrastraban largas botavaras que se estiraban para formar una amplia uve que encauzaba la barcaza venidera hacia la horquilla. Una vez que se cerraban otra vez las puertas y la barcaza quedaba encerrada y a salvo, las botavaras se replegaban, la horquilla abría los cajones hidráulicos de los lados a la creciente fuerza del agua y el peso extra iba superando poco a poco la masa niveladora del contrapeso, que se hundía en la profundidad del estanque.
Horquilla y barcaza se inclinaban poco a poco hacia fuera y hacia abajo e iban descendiendo entre el rugido y la bruma hacia el torbellino de aguas que los aguardaba.
Ziller, vestido con un chaleco y unos leotardos que estaban saturados por completo, se encontraba con el avatar del Centro en una cubierta de paseo de proa, justo bajo el puente de la barcaza
Ucalegon,
en el río Jhree, plataforma Toluf. El chelgriano se sacudió, rociándolo todo, cuando se abrieron las puertas de la horquilla que daban a la parte inferior del río y la barcaza siguió avanzando, golpeando y chocando con los lados hinchables de la horquilla, y se adentró en el torbellino de olas opuestas y montecillos que iban surgiendo en el agua.
El músico se inclinó hacia el avatar y señaló hacia arriba, entre las nubes revueltas de vapor, hacia el borde de las cataratas que tenían encima.
–¿Qué ocurriría si la barcaza no entrara en la horquilla de allí arriba? –gritó por encima del sonido de la catarata.
El avatar, que estaba empapado aunque no parecía importarle, ataviado con un fino traje oscuro que se pegaba a su cuerpo plateado, se encogió de hombros.
–Entonces –dijo en voz alta–, sería un desastre.
–¿Y si las puertas de abajo se abrieran mientras la horquilla todavía está en la cima de las cataratas?
La criatura asintió.
–Una vez más, un desastre.
–¿Y si los brazos que sujetan la horquilla cedieran?
–Desastre.
–¿O si la horquilla empezara a descender demasiado pronto?
–Ídem.
–¿O si alguna de las puertas cediera antes de que la horquilla llegara al estanque?
–Adivine.
–Entonces este trasto tiene una quilla antigravitatoria o algo así, ¿no? –gritó Ziller–. ¿Como medida de seguridad, factor de redundancia? ¿Sí?
El avatar sacudió la cabeza.
–No. –Unas gotas le cayeron de la nariz y las orejas.
Ziller suspiró y también sacudió la cabeza.
–No, ya me parecía a mí que no.
El avatar sonrió y se inclinó hacia él.
–Me parece una señal muy alentadora que empiece a hacer ese tipo de preguntas después de que la experiencia en cuestión haya dejado atrás la etapa más peligrosa.
–Así que me estoy convirtiendo en una persona tan increíblemente indiferente al riesgo como tus habitantes.
El avatar asintió con entusiasmo.
–Sí. Alentador, ¿verdad?
–No. Deprimente.
El avatar se echó a reír. Miró a ambos lados del cañón mientras el río se iba encauzando para unirse al Gran Río de Masaq a través de la ciudad de Ossuliera.
–Será mejor que volvamos –dijo la criatura plateada–. Ilom Dolince no tardará en morir ni Nisil Tchasole en regresar.
–Ah, por supuesto. No querríamos perdernos ninguna de esas dos pequeñas y grotescas ceremonias, ¿verdad?
Se dieron la vuelta y doblaron la esquina de la cubierta. La barcaza se iba abriendo camino entre el caos de olas, la proa chocaba contra el oleaje de agua blanca y verde y arrojaba al aire grandes cortinas de espuma que aterrizaban como torrenciales aguaceros en todas las cubiertas. El zarandeado navío se inclinaba y escoraba. Tras él, la horquilla iba sumergiéndose poco a poco otra vez en las intensas corrientes.
Un chaparrón de agua se estrelló contra la cubierta, tras ellos, y convirtió el paseo en un río torrencial de medio metro de profundidad. Ziller tuvo que apoyarse en las tres extremidades y poner una mano en la barandilla de la cubierta para sujetarse mientras avanzaban por la corriente hacia las puertas más cercanas. El avatar iba chapoteando en el río, que se agolpaba alrededor de sus rodillas como si le resultara indiferente. Abrió las puertas y ayudó a pasar a Ziller.
Ya en el vestíbulo, Ziller volvió a sacudirse y salpicó las relucientes paredes de madera y las colgaduras bordadas. El avatar se limitó a quedarse quieto mientras el agua se desprendía de su cuerpo, dejando su piel plateada y las ropas de tono mate completamente secas al tiempo que el agua le chorreaba por los pies y se escapaba por la cubierta.
Ziller se pasó una mano por el pelo de la cara y se dio unos golpecitos en las orejas. Miró la figura inmaculada que tenía delante, sonriendo, mientras él chorreaba. Se retorció el chaleco para quitarle el agua mientras inspeccionaba la piel y la ropa del avatar en busca de algún resto de humedad. La criatura parecía seca por completo.
–Ese es un rasgo muy molesto –le dijo.
–Antes me ofrecí a resguardarnos a los dos de la espuma –le recordó el avatar. El chelgriano volvió del revés uno de los bolsillos del chaleco y observó el chorro de agua resultante que cayó en la cubierta–. Pero usted dijo que quería experimentar la vivencia completa con todos sus sentidos, incluyendo el del tacto –continuó el avatar–. Cosa que debo decir que me pareció un poco indolente en ese momento.