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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

A barlovento (17 page)

BOOK: A barlovento
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–El Centro de Masaq nunca ha estado deprimido o inquieto, hasta donde yo sé –repuso Kabe–. Pero, en una ocasión fue la Mente de un Vehículo General de Sistemas adaptado a la guerra y estuvo en la batalla de las Dos Novas, al final de la guerra, y sufrió una destrucción casi completa de manos de una flota idirana.

–No del todo completa.

–No del todo.

–Entonces, no creen en eso de que el capitán debe morir con el barco.

–Creo que ser el último en abandonarlo se considera suficiente. Pero, ¿se da cuenta? Masaq se lamenta por los que perdió, por todos los que murieron, e intenta compensar su participación en la guerra.

–Ya podrían haberme contado algo de todo esto –murmuró Ziller, negando con la cabeza. Kabe se guardó de comentar que el compositor lo hubiera averiguado todo con relativa facilidad si se hubiera molestado en intentarlo. Ziller dio unos golpecitos a su pipa–. Bien, esperemos que no sufra de desesperación.

–El dron E. H. Tersono está aquí –anunció la casa.

–Ah. Perfecto.

–Justo a tiempo.

–Que pase.

El dron entró flotando por el balcón, reflejando la luz del sol sobre su piel de porcelana rosada y su armazón de petrelumen azul.

–He visto que el balcón estaba abierto. Espero que no les importe.

–En absoluto.

–Escuchando detrás de la puerta, ¿eh? –preguntó Ziller.

El dron se aposentó con delicadeza sobre una silla.

–Estimado Ziller, por supuesto que no. ¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso estaban hablando de mí?

–No.

–Bien, Tersono –intervino Kabe–, eres muy amable al visitarnos. Comprendo que debemos ese honor a que traes noticias frescas sobre nuestro enviado.

–Sí. Me han revelado la identidad del emisario de Chel que vamos a recibir –repuso el dron–. Su nombre completo es, y cito textualmente, comandante Tibilo Quilan IV 47° Otoño de Itirewein Llamado-a-Armas-de-Entregados, Orden de Sheracht.

–¡Cielo santo! –dijo Kabe, mirando a Ziller–. Sus nombres completos son aún más largos que los de la Cultura.

–Sí. Un rasgo simpático, ¿verdad? –contestó Ziller. Miró al interior de su pipa, con el ceño fruncido–. Entonces, nuestro emisario es un sacerdote militar. Un rico intermediario, descendiente de una de las familias soberanas, que encontró sentido a su vida alistándose en el Ejército, o a quien arrastraron allí para quitarlo de en medio, y luego encontró la fe, o le pareció políticamente correcto encontrarla. De padres tradicionalistas. Y, seguramente, viudo.

–¿Lo conoce? –preguntó Kabe.

–En realidad, sí. De hace mucho tiempo. Fuimos juntos a la escuela de pequeños. Éramos amigos, supongo, aunque no especialmente íntimos. Perdimos el contacto. Y no he sabido nada de él desde entonces. –Ziller inspeccionó su pipa, con expresión de querer encenderla de nuevo. Pero, en lugar de eso, la volvió a guardar en el bolsillo de su chaleco–. Pero aunque no nos hubiéramos conocido tiempo atrás, el resto de su embrollado nombre revela casi todo lo que hace falta saber. Los nombres completos de la Cultura actúan como direcciones; los nuestros, como historias envasadas. Y, por supuesto, revelan si hay que efectuar una reverencia o merecerla. Nuestro comandante Quilan esperará, con toda seguridad, que nos inclinemos ante él.

–Puede que le haga un flaco favor –dijo Tersono–. Tengo una biografía completa que podría interesarle...

–En realidad, no me interesa –repuso Ziller tajantemente, volviéndose a mirar un cuadro que colgaba de una pared. En él, se mostraban antiguos homomdanos que cabalgaban sobre enormes criaturas de grandes colmillos, ondeando banderas y blandiendo lanzas con aire heroico.

–A mí me gustaría echarle un vistazo después –dijo Kabe.

–Por supuesto.

–Entonces, ¿cuánto tardará en llegar? ¿Veinticuatro o veinticinco días?

–Aproximadamente.

–Espero que esté disfrutando del viaje –concluyó Ziller, con una voz extraña, casi infantil. Escupió sobre sus manos y alisó el revuelto pelaje de sus antebrazos, dejando a la vista las zarpas al hacerlo; sus uñas eran negras y curvadas, del tamaño de un dedo meñique humano, que brillaban bajo la luz solar como cuchillas de obsidiana.

El dron de la Cultura y el homomdano cruzaron una mirada. Kabe bajó la cabeza.

VI. La resistencia fortalce el carácter

VI

La resistencia fortalce el carácter

Q
uilan no dejaba de hacerse preguntas sobre los nombres de las naves. Tal vez se trataba de alguna elaborada broma para enviarlo al inicio del último tramo de su viaje, a bordo de una nave unitemporal, una Unidad de Ofensiva Rápida de la clase Gángster, a la que habían desmilitarizado para convertirla en un
Piquete muy veloz,
cuyo nombre era
La resistencia fortalece el carácter..
Era un nombre humorístico, aunque mordaz. La mayor parte de los nombres de sus naves eran de ese estilo, incluso más guasones.

La flota chelgriana tenía denominaciones románticas, útiles o poéticas, pero en la Cultura –aunque tenía algunas naves con nombres de similar naturaleza–, solían recurrir a apelativos irónicos, minuciosamente oscuros, presuntamente divertidos o francamente absurdos. Quizá aquello se debía en parte a que tenían una infinidad de naves. Quizá reflejaba el hecho de que sus naves eran sus propios capitanes y escogían sus propios nombres.

Lo primero que hizo al subir a bordo del buque, al adentrarse en un pequeño vestíbulo con el suelo cubierto de madera pulida y bordeado por plantas azules y verdes, fue respirar hondo.

–Huele como... –empezó.

~ ...
en casa
–terminó la voz en su cabeza.

–Sí. –Quilan tomó aire y experimentó una sensación extraña aunque agradable, entre la debilitación y la tristeza. De pronto, se acordó de la infancia.

~
Cuidado, hijo.

–Comandante Quilan, bienvenido a bordo –lo saludó una voz de procedencia incierta–. He incorporado una fragancia al ambiente que podría proporcionarle reminiscencias de la atmósfera del Lago Itir, en Chel, durante la primavera. ¿Le resulta agradable?

–Sí. Sí, por supuesto –asintió Quilan.

–Bien. Sus dependencias se encuentran justo al frente. Espero que se sienta como en casa.

El comandante esperaba un camarote pequeño como el que le habían asignado en la unidad
Valor de incordio,
pero recibió una agradable sorpresa al ver que el interior de
La resistencia fortalece el carácter,
había sido reformado para alojar cómodamente a unas doce personas, al contrario que los habituales camarotes estrechos que albergaban a la misma cifra cuadruplicada.

La nave no tenía tripulación y prefirió no utilizar avatares o drones para comunicarse. Se limitaba a dirigirse a Quilan directamente, y llevaba a cabo las mundanas tareas del hogar creando campos internos de manipulación, mediante los cuales parecía que las ropas, por ejemplo, flotaban en el aire, se lavaban de alguna forma, se doblaban y se guardaban por sí solas.

~
Es como vivir en una puta casa encantada
–dijo Huyler.

~ Menos mal que ninguno de los dos es supersticioso.

~
Pero piensa que eso significa que te está escuchando todo el tiempo. Te espía.

~ Eso podría interpretarse como una forma de honestidad.

~ O de arrogancia. Estas cosas no eligen sus nombres por casualidad.

La resistencia fortalece el carácter.
Cuando menos, como lema era un poco insensible, dadas las circunstancias de la guerra. ¿Acaso intentaban decirle, y al propio Chel a través de él, que en realidad no les importaba lo que había ocurrido, a pesar de todas sus protestas? ¿O que sí les importaba y lo sentían, pero que todo había sido por su propio bien?

Era más probable que el nombre de la nave fuese mera coincidencia. En ocasiones, la Cultura se caracterizaba por un determinado nivel de despreocupación, la cara inversa de la moneda de la legendaria minuciosidad y profundidad de la sociedad, así como de la tenacidad de sus propósitos, como si de vez en cuando, se sorprendiera a sí misma en una actitud excesivamente obsesiva y precisa, e intentase incurrir en una irresponsabilidad o frivolidad repentinas.

¿O tal vez se aburre de hacerlo todo bien?

Supuestamente, tenía una paciencia infinita, unos recursos ilimitados, una comprensión incesante, ¿y ninguna mente racional, con letras mayúsculas o sin ellas, iba a cansarse nunca de tanta bondad sin fronteras? ¿Nadie iba a querer provocar algún altercado, aunque fuera solo uno, solo para demostrar de lo que eran capaces?

¿O acaso tales pensamientos se limitaban a traicionar su propia herencia de ferocidad animal? Los chelgrianos se mostraban orgullosos de haber evolucionado a partir de depredadores. Era una especie de orgullo doble, también, aunque algunos lo considerasen contradictorio por naturaleza; estaban orgullosos de que sus ancestros lejanos hubiesen sido depredadores, pero también se jactaban de que su especie hubiese evolucionado y madurado lejos de la clase de comportamiento que podía implicar la herencia.

Tal vez solo una criatura con un legado tan antiguo de salvajismo podría pensar igual que Quilan, que, en su mente, había acusado a las Mentes de pensar. Tal vez los humanos –que no podían vanagloriarse de una pureza de depredación ancestral como la de los chelgrianos, pero que se habían comportado con un salvajismo más que notable contra los de su propia especie y contra otras desde que empezaron a considerarse civilizados– también podían pensar de esa forma, pero sus máquinas no. Quizá incluso ese era el motivo por el que habían entregado gran parte de la gestión de su civilización a las máquinas en primer lugar; no confiaban en ellos mismos con los poderes y energías colosales que su ciencia y su tecnología les habían proporcionado.

Aquello podía resultar reconfortante, pero por el hecho de que muchos lo consideraban preocupante, y Quilan sospechaba que la Cultura lo veía como algo embarazoso.

Muchas civilizaciones que habían adquirido los medios necesarios para desarrollar inteligencias artificiales genuinas lo hacían debidamente, y la mayoría diseñaba o daba forma a la consciencia de dichas IA en mayor o menor medida; obviamente, cuando uno construye un ser inteligente que es, o puede llegar a ser, mucho mayor que él mismo, no le interesa desarrollar algo susceptible de detestarlo, con la posibilidad de idear formas de exterminarlo.

Así, las IA, sobre todo al principio, solían reflejar el comportamiento civilizacional de sus especies de origen. Incluso cuando experimentaban su propia forma de evolución y empezaban a designar a sus sucesores –con o sin la ayuda, o los conocimientos, de sus creadores– solía aparecer un sabor detectable de su carácter intelectual y de la moralidad básica de su especie precursora, que se hallaba presente en la consciencia resultante. Aquel suave sabor podía ir desapareciendo gradualmente en las siguientes generaciones de IA, pero normalmente se veía reemplazado por otro, adoptado y adaptado de cualquier otro lugar, o simplemente, mutaba más allá del reconocimiento en lugar de desaparecer por completo.

Lo que varios Implicados pertenecientes a la Cultura también habían intentado, a menudo por pura curiosidad cuando la IA ya se había convertido en una tecnología establecida e incluso habitual, era concebir una consciencia sin sabor alguno, sin bagaje de ningún tipo, que había pasado a denominarse IA perfecta.

Crear tales inteligencias no resultó particularmente difícil una vez se hubo conseguido la creación de las IA en primer lugar. Las complicaciones afloraron cuando tales máquinas ya contaban con el suficiente poder como para hacer cualquier cosa que quisieran. Ni se volvieron locas ni intentaron aniquilar a sus creadores, y tampoco cayeron en ningún estado de solipsismo autómata.

Lo que sí hicieron, a la primera oportunidad que se les presentó, fue sublimarse, o abandonar el universo material por completo y unirse a los seres, comunidades y civilizaciones enteras que lo habían hecho anteriormente. Sin duda, era una norma y terminó siendo una ley el hecho de que «las IA perfectas siempre se subliman».

Otras muchas civilizaciones quedaron perplejas ante aquello, o afirmaron que se trataba de algo natural, o menospreciaron el hecho tachándolo de poco interesante y meramente suficiente como para demostrar que no merecía la pena desperdiciar tiempo y recursos en crear consciencias tan perfectas y, a la vez, tan inútiles. Prácticamente solo la Cultura encontró que el fenómeno era casi un insulto personal, si se podía considerar a una civilización entera como un único ser.

Así, un vestigio de prejuicio o similar, un elemento de moral o de otro tipo de parcialidad debía estar presente en las Mentes de la Cultura.
¿
Por qué ese mismo vestigio no iba a ser, entre humanos o chelgrianos, lo que se convirtiera en una predisposición natural hacia el aburrimiento, provocada por la pura y aguda implacabilidad de su célebre altruismo y una debilidad por el delito menor ocasional; un hierbajo de despecho en los interminables campos dorados de su caridad?

Aquel pensamiento no le provocaba ninguna inquietud, lo que a él mismo le parecía extraño. Una parte de él, una parte oculta, dormida, incluso pensaba que la idea, si no agradable, resultaba al menos satisfactoria, incluso útil.

Cada vez tenía una mayor sensación de que le quedaba mucho por descubrir acerca de la misión en la que se había embarcado, y de que esta era importante, y de que cada vez estaba más decidido a cumplir con lo que fuera que debiese cumplir.

Sabía que, más tarde, tendría más información sobre ello; recordaría más después, porque estaba recordando más ahora. Cada vez más.

–¿Cómo estamos hoy, Quil?

El coronel Jarra Dimirj se acomodó en el asiento que yacía junto a la cama de Quilan. El coronel había perdido su extremidad media y un brazo al estrellarse su nave el último día de la guerra. Los miembros ya se estaban regenerando. A muchos de los mutilados del hospital parecía no importarles ir deambulando por ahí con extremidades en pleno proceso de desarrollo a la vista, y algunos, normalmente los más quejosos y doloridos, incluso bromeaban con que tenían algo que se asemejaba mucho a un brazo, una extremidad media o una pierna infantil pegados al cuerpo.

El coronel Dimirj prefería mantener cubiertos sus incipientes miembros, lo que –en la medida en que le preocupaba cualquier cosa– Quilan encontró de mejor gusto. El coronel parecía haberse impuesto como deber el hecho de hablar en rotación con todos los pacientes del hospital. Y, obviamente, ahora era su turno. A Quilan le pareció que aquel día estaba diferente. Se lo veía con más energía. Tal vez se iría pronto a casa, o quizá lo habían promocionado.

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