A barlovento (12 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: A barlovento
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Avanzaban lo más despacio que parecía posible, con los que iban a morir confinados en un vagón cuya vida tampoco parecía lo suficientemente larga como para completar el viaje. El camión había perdido las puertas traseras en lo que fuera que hubiera desembocado en la imposibilidad de avanzar a una velocidad poco mayor que la de caminar. Cuando lo movieron y limpiaron la sangre de sus ojos, pudo ver las llanuras de Phelen tras de sí. Eran tierras negras y quemadas, que se extendían hasta donde abarcaba la vista. De cuando en cuando, ráfagas de humo manchaban el horizonte. Las nubes eran negras o grises, y a veces caían cenizas como lluvia suave.

Pero la lluvia real arreciaba con fuerza cuando el vehículo se encontraba en una zona de la carretera situada por debajo del nivel de las llanuras, transformando la vía en un arroyo gris e invadiendo la puerta trasera y el compartimento posterior del camión. Habían levantado a Quilan, que gemía de dolor, y lo habían sentado en uno de los bancos de la parte de atrás. Consiguió mover un brazo y la cabeza, no sin mucha dificultad, para contemplar con impotencia cómo tres de los heridos que lo acompañaban morían en sus camillas, engullidos por la marea gris. Él y uno de los otros gritaron, pero aparentemente, nadie los oyó.

El camión empezó a girar precipitadamente de un lado al otro, deslizándose sin rumbo en el barrizal. Quilan levantó la vista, asustado, hacia el abollado techo mientras el agua mugrosa se arremolinaba sobre los cuerpos sumergidos, a la altura de sus rodillas. Se preguntó si realmente le importaba o no morir, y decidió que sí porque tenía una posibilidad de volver a ver a Worosei. Entonces, el camión se estabilizó y encontró tracción, saliendo lentamente de las aguas y recuperando el camino entre rugidos.

La mezcla de ceniza y agua empezó a escurrirse de la parte posterior, dejando al descubierto los cadáveres, rebozados en gris, como si llevaran sudarios.

El camión tomó varios desvíos para esquivar hoyos y cráteres. Atravesó dos puentes improvisados entre tambaleos. Se cruzó con otros vehículos que circulaban en dirección contraria a la suya y, en una ocasión, un par de naves supersónicas pasaron en vuelo raso por encima de él, levantando polvo y cenizas. Nadie lo adelantó en ningún momento.

Quilan fue mínimamente atendido por dos camilleros de los Invisibles, que tenían órdenes de vigilarlo. En realidad, eran Desoídos, una casta por encima de los Invisibles, perteneciente a la ideología de los Leales. Ambos parecían alternar impredeciblemente entre el alivio de que fuera a sobrevivir y pudieran obtener un pellizco del rescate y el fastidio de que hubiera sobrevivido. En su cabeza, los bautizó como Mierda y Pedo, y se enorgulleció de no poder recordar sus verdaderos nombres.

Fantaseaba. Básicamente, fantaseaba con la idea de reunirse con Worosei sin que ella se hubiese enterado de que él había sobrevivido, de forma que el encuentro supusiese una completa sorpresa. Intentaba imaginar el aspecto de su rostro, la sucesión de expresiones que vería en ella.

Por supuesto, jamás sucedería así. Ella estaría igual que él, si las circunstancias fueran inversas; intentaría por todos los medios averiguar qué le había ocurrido a él, con la esperanza, por vana que pudiera parecer, de que hubiera sobrevivido gracias a cualquier milagro. Así, lo descubriría, o alguien se lo comunicaría cuando se difundiese la información sobre su huida, y él no vería esa expresión en su rostro. No obstante, podía imaginar todo aquello y se pasaba las horas haciéndolo, mientras el camión traqueteaba y gruñía en su trayecto a través de las calurosas llanuras.

Les había dicho su nombre, una vez que hubo conseguido articular palabra, pero nadie pareció prestarle la menor atención; lo único aparentemente importante era que se trataba de un noble, con la marca y la armadura que lo acreditaban. Tampoco estaba seguro de la conveniencia de recordarles cómo se llamaba. Si lo hacía, y se lo comunicaban a sus superiores, tal vez Worosei tardaría menos en descubrir que permanecía con vida, pero también tenía aquella parte supersticiosa y cautelosa que temía hacerlo, porque se imaginaba que alguien se lo decía a ella (satisfaciendo aquella presunta vana esperanza) e imaginaba la expresión de su rostro en ese momento, pero también se imaginaba muriendo después de aquello, porque no habían podido curar sus lesiones y cada vez se sentía más débil.

Aquello resultaría demasiado cruel. Que le dijeran que, contra todo pronóstico, había sobrevivido, para descubrir más tarde que había muerto por culpa de sus lesiones... Por eso decidió guardar silencio sobre su identidad.

Si existía la posibilidad de pagar un rescate o una alternativa aún más rápida, podría haber montado un alboroto, pero no tenía medios de pago inmediato, y las fuerzas de los Leales –Junto con algún independiente que pudiera haber sido aceptado en ambos bandos– se habían reagrupado en algún lugar próximo a Chel. No importaba. Worosei estaría allí con ellos. A salvo. No dejaba de imaginar la expresión de su rostro.

Entró en coma antes de llegar a lo que quedaba de la ciudad de Golse. El intercambio con rescate tuvo lugar sin que él tuviera conocimiento alguno de lo que estaba ocurriendo. Un trimestre más tarde, cuando la guerra ya había terminado y regresaba a Chel, supo lo que le había ocurrido a la nave
Tormenta de nieve,
y que Worosei había muerto allí.

Se marchó durante la noche del VGS, cuando la luz del sol ya había desaparecido y una profunda iluminación rojiza bañaba las tres naves y las escasas máquinas que volaban perezosamente en torno a ellas.

En realidad, se encontraba en otra embarcación, llamada
Piquete muy veloz,
en el último tramo de su viaje al orbital de Masaq. La nave desapareció en el interior del
Lista de partes sancionadas
y, al poco tiempo, salió y se separó del exterior elipsoide y plateado, virando para emprender el camino del sistema estelar de Lacelere y abandonando el VGS, que inició su giro para regresar al espacio chelgriano, una inmensa y brillante cueva de aire que centelleaba a través del vacío existente entre las estrellas.

Aerosfera

Uagen Zlepe, erudito, se encontraba suspendido del follaje subventral del lado izquierdo del behemotauro dirigible
Yoleus,
con ayuda de su cola prensil y su mano izquierda. Sostenía una placa de escritura glífica con un pie y escribía en ella con la otra mano. La otra pierna quedaba colgando, temporalmente libre para posibles necesidades. Vestía unos pantalones amplios de color cereza (en aquellos momentos, enrollados por encima de las rodillas), sujetos por un firme cinturón con bolsillos, una chaqueta negra y corta con una capa plegada, recios brazaletes de espejo en los tobillos y una cadena en el cuello con cuatro piedras apagadas y un gorro con borla. Su piel era de un tono verde claro y medía unos dos metros cuando se erguía sobre sus patas traseras, y algo más desde la nariz hasta la cola.

A su alrededor, más allá de los helechos colgantes del follaje del behemotauro, agitado por el viento, el paisaje se desvanecía hacia una brumosa nada azulada en todas direcciones, excepto hacia arriba, donde el cuerpo de aquella criatura colmaba el cielo.

Dos de los siete soles apenas resultaban visibles, uno grande y rojo a la derecha, justo por encima del Horizonte Asumido, y otro de menor tamaño de color anaranjado a la izquierda, a un cuarto aproximado por debajo, en línea recta. No se veía ninguna otra megafauna, aunque Uagen sabía que había una cerca de allí, justo encima de la superficie superior de
Yoleus.
El behemotauro dirigible
Muetenive
estaba en celo, y así llevaba desde hacía tres años estándar.
Yoleus
había seguido a la otra criatura durante todo aquel tiempo, viajando de forma diligente tras ella, siempre justo por debajo y por detrás, practicando el cortejo, argumentando sus motivos, esperando con paciencia a alcanzar su propio momento e injuriando, infectando o, simplemente, apartando del camino a todos los demás pretendientes potenciales.

Según los parámetros de los behemotauros dirigibles, un cortejo de tres años suponía algo más que un mero capricho, pero nada más importante que un antojo pasajero. No obstante,
Yoleus
parecía muy comprometido con la persecución, y esa misma atracción los había llevado a tan bajo nivel de la aerosfera Oskendari a lo largo de los últimos cincuenta días estándar; normalmente, una megafauna como aquella prefería permanecer más arriba, donde el aire era menos denso. Allí abajo, donde el ambiente era tan cargado y gelatinoso que Uagen Zlepe había notado que su propia voz sonaba distinta, era necesaria una gran cantidad de la energía de un behemotauro dirigible para controlar su flotabilidad.
Muetenive
estaba probando el ardor de
Yoleus,
y también su estado de forma física.

En una zona de mayor altura –tal vez a unos cinco o seis días estándar a aquel lento ritmo de deriva– se encontraba la entidad lenticular de gigalitina Buthulne, donde tal vez la pareja llegase a aparearse finalmente, aunque probablemente no lo haría.

En realidad, no estaba nada claro que lograsen siquiera llegar al inmenso continente vivo en primer lugar. Las aves mensajeras habían traído noticias de una burbuja de convección masiva que parecía estar a punto de manar de las zonas inferiores de la aerosfera a lo largo de los siguientes días, y que, si se interceptaba correctamente, proporcionaría un rápido y fácil ascenso al mundo flotante de Buthulne, aunque el tiempo previsto era muy ajustado.

Los cotilleos entre la variada población de
Muetenive
y
Yoleus,
de organismos dependientes, simbiotas, parásitos y huéspedes, indicaban la alta probabilidad de que
Muetenive
perdería el tiempo durante los siguientes dos o tres días, tras los que realizaría una carrera a máxima velocidad por el espacio aéreo justo hasta la parte superior de la burbuja de convección, para comprobar si
Yoleus
era capaz de mantener contacto. Si era el caso y lo hacían, harían una entrada espléndidamente espectacular en la presencia de Buthulne, donde un colosal parlamento de miles de sus colegas serían testigos de su gloriosa llegada.

El problema era que, a lo largo de las últimas decenas de miles de años,
Muetenive
había demostrado ser un jugador algo imprudente en aquellas lides. A menudo, dejaba aquellos
sprints
deportivos o de apareamiento para cuando ya era demasiado tarde.

De esa forma, quizá no llegarían a la región adecuada hasta que la burbuja ya hubiera desaparecido, y las dos megafaunas y todos los seres que reptaban en su interior, se aferraban a su exterior o flotaban a su alrededor se quedarían sin nada más que una turbulencia o, peor aún, corrientes de aire descendentes, mientras la burbuja se elevaba en la aerosfera.

Y todavía más alarmante para los de
Yoleus,
dada la fabulosa y legendaria reputación de la entidad lenticular de gigalitina Buthulne, era el hecho de que las aves mensajeras afirmaban que se trataría de una burbuja especialmente grande, y que a Buthulne le apetecía cambiar de paisaje, lo que significaba que era probable que se posicionase justo encima del chorro de aire, para alcanzar las capas superiores de la aerosfera. Si eso ocurría, podían transcurrir años, o incluso décadas, antes de que encontraran a otra entidad lenticular de gigalitina, y siglos –posiblemente milenios– antes de que la propia Buthulne se dejase ver de nuevo.

La Casa de Invitados de
Yoleus
era un bulto en forma de calabaza situado justo delante del tercer conjunto dorsal de aletas de la criatura, a escasa distancia de su cima. En aquella estructura, que le recordaba a una fruta vacía pese a sus cincuenta metros de anchura, Uagen tenía sus dependencias.

Uagen estaba allí, observando a
Yoleus,
la otra megafauna y la ecología completa de la aerosfera, desde hacía trece años. Ahora estaba considerando seriamente la posibilidad de cambiar de forma drástica tanto su esperanza de vida como su forma corpórea, para adaptarse mejor a la escala de la aerosfera y a la prolongada duración de las vidas de sus habitantes.

Uagen había tenido una forma bastante similar a la humana durante la mayor parte de los noventa años que había vivido en la Cultura. Su actual constitución simiesca –sumada al uso de cierta tecnología de la Cultura, aun sin base en la ciencia de campo, ante la que la megafauna nunca había mostrado objeción– había resultado una estrategia de adaptación sensata para la aerosfera.

No obstante, poco antes, había empezado a pensar en alterar su forma para parecerse a algo más similar a un pájaro gigante, y en vivir potencialmente durante mucho tiempo y, posiblemente, de forma indefinida; lo suficiente como para experimentar, por ejemplo, la lenta evolución de un behemotauro.

En el supuesto caso de que
Yoleus
y
Muetenive
se apareasen, intercambiando y fusionando sus personalidades, ¿cómo se llamarían los dos behemotauros resultantes? ¿
Yolenunive
y
Mueteleus?
¿Cómo afectaría exactamente aquella cópula sin descendencia a sus dos protagonistas? ¿Qué cambios sufriría cada uno? ¿Sería un intercambio equitativo o uno de los dos dominaría al otro? ¿Habría descendencia en algún caso? ¿Los behemotauros morían alguna vez por causas naturales? Nadie lo sabía. Aquellas preguntas y otras miles seguían sin respuesta. La megafauna de las aerosferas era muy escrupulosa a la hora de guardar silencio respecto a aquellas cuestiones, y en todos los registros históricos –o al menos, en todos los que Uagen había consultado en los notoriamente inmodestos depósitos de datos de la Cultura–, la evolución de un behemotauro jamás había sido documentada.

Uagen lo habría dado prácticamente todo para presenciar semejante proceso y aportar todas las respuestas, pero solo la posibilidad de hacerlo suponía un gran compromiso a largo plazo.

Suponía que, si conseguía algo de todo aquello, debería regresar a su orbital natal para comunicárselo a sus profesores, a su madre, a sus familiares, y a sus amigos y demás. Todos ellos lo esperaban de vuelta en otros diez o quince años, pero cada vez tenía la mayor certeza de que él era uno de esos eruditos que dedicaban sus vidas al trabajo, en lugar de pertenecer a aquel grupo que completaba un periodo de estudio intenso para adquirir un desarrollo más pleno. No experimentaba una excesiva sensación de pérdida a aquel respecto; según los parámetros humanoides de esperanza de vida, ya había tenido una existencia larga y fructífera cuando decidió dedicarse al estudio como prioridad principal.

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