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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

A barlovento (13 page)

BOOK: A barlovento
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No obstante, el largo viaje de regreso a casa le parecía algo desalentador. La aerosfera Oskendari no mantenía un contacto regular con la Cultura (ni con nadie más) y lo último que Uagen había oído era que la siguiente nave de la Cultura con un programa de ruta que se acercase al sistema no partiría hasta al cabo de otros dos años. Habría otras embarcaciones que saldrían antes, pero aún tardaría más en llegar a casa si debía salir en una nave alienígena, eso en caso de que aceptaran llevarlo.

Incluso tomando un transporte de la Cultura, pasaría al menos un año de viaje hasta su hogar, y otro año para llegar hasta allí, y después el trayecto de vuelta... ninguna nave tenía programado un destino tan lejano la última vez que lo consultó.

Quince años atrás, le habían ofrecido su propia nave, cuando llegó la noticia de que un behemotauro dirigible había consentido alojar a un erudito de la Cultura, pero adquirir una nave estelar que solo utilizaría dos veces en veinte o treinta años le había parecido un derroche excesivo, incluso según los parámetros de la Cultura. Sin embargo, si iba a quedarse allí para no volver a ver con vida a ninguno de sus familiares y amigos, no tendría elección en cuanto a su regreso. En cualquiera de los casos, tenía que meditarlo mucho.

La Casa de Invitados de
Yoleus
se había ubicado en un lugar que proporcionase a los visitantes de la criatura unas vistas agradables y bien ventiladas. Con el cortejo de
Muetenive
y la táctica de seguimiento de
Yoleus
por debajo y por detrás, la casa se había convertido en un lugar sombrío y claustrofóbico. Mucha gente se había marchado, y los invitados que no lo habían hecho se mostraban excesivamente parlanchines y nerviosos según la opinión de Uagen que, al fin y al cabo, estaba allí para estudiar. Por ese motivo, empezó a sociabilizarse aún menos que antes, y cada vez pasaba más tiempo sumergido en su estudio o recorriendo las bulbosas superficies del behemotauro.

Se colgó del follaje, trabajando en silencio.

Bandadas de falfícoras vagaban entre los remolinos de viento en torno a las dos inmensas criaturas; columnas y nubes de infinitésimas siluetas oscuras. Precisamente, era el vuelo de una bandada de falfícoras lo que Uagen intentaba describir en su placa de escritura glífica.

Escribir, obviamente, apenas era el término adecuado para lo que hacía Uagen. No se escribía en una placa de escritura glífica; se accedía a su interior hueco con ayuda del bolígrafo digital y se cincelaba, se modelaba, se coloreaba, se texturizaba, se mezclaba, se equilibraba y se anotaba, todo al unísono. Los glifos de ese tipo eran sólidas composiciones poéticas, creadas desde nada sólido. Eran verdaderos hechizos, imágenes perfectas, auténticas intelectualizaciones de sistemas cruzados.

Los glifos habían sido inventados por las Mentes (o sus equivalentes) y corría el infame rumor de que solo se habían creado para proporcionar un sistema de comunicación que los humanos (o sus equivalentes) fueran incapaces de comprender o reproducir. Gente como Uagen había dedicado su vida a demostrar que las Mentes no eran tan abismalmente inteligentes como pensaban o que los cínicos paranoicos se habían equivocado.

–Bien. Ya he terminado –dijo Uagen, sosteniendo la placa frente a su rostro y mirándola atentamente. Le dio la vuelta e inclinó la cabeza. Mostró la placa a su compañera, la intérprete Praf 974, que estaba suspendida de una rama cercana al hombro de Uagen.

Praf 974 era una Decisiva de quinto orden de la Tropa Deductora del Decimoprimer Follaje del behemotauro dirigible
Yoleus,
a quien habían concedido inteligencia autónoma actualizada y el título de intérprete cuando fue asignada a Uagen. Inclinó la cabeza a la misma altura que él y echó un vistazo a la placa.

–No veo nada. –Hablaba en marain, el idioma de la Cultura.

–Estás boca abajo.

La criatura batió las alas. Sus alargados ojos miraban fijamente a Uagen.

–¿Acaso importa? –preguntó.

–Sí. Está polarizado. Mira. –Uagen giró la placa frente a la intérprete y la invirtió.

Praf 974 retrocedió, con las alas medio extendidas y el cuerpo encogido, como si estuviera preparándose para emprender el vuelo. Se relajó y recuperó la postura, balanceándose de un lado al otro.

–Ah, sí. Ahí están.

–Estaba tratando de utilizar el fenómeno por el cual se observa a una bandada de, por ejemplo, falfícoras desde una gran distancia, pero no pueden verse por la incapacidad de distinguir a una criatura individual desde tan lejos, con lo cual, se fusionan y se reúnen formando un grupo compacto y se vuelven visibles de repente, como si surgieran de la nada, como una metáfora de la comprensión conceptual, una experiencia a menudo igualmente precipitada.

Praf 974 volvió la cabeza, abrió el pico, sacó la lengua a toda velocidad para recolocar una hoja retorcida y miró de nuevo a Uagen.

–¿Y cómo se hace eso? –preguntó.


Mmm...
con mucho talento –repuso él, echándose a reír con cierta sorpresa. Guardó el bolígrafo y pulsó sobre la placa para almacenar el glifo.

Pero no debió de guardarlo bien, porque se deslizó desde su ranura lateral y cayó hacia el vacío azul.

–¡Oh, vaya! –dijo Uagen–. Tendría que haber repuesto el cordón.

El bolígrafo se convirtió en un minúsculo punto. Ambos lo miraron.

Praf 974 dijo:

–Era tu instrumento de escritura, ¿no?

–Sí –contestó Uagen, agarrándose la pierna derecha.

–¿Tienes otro?


Mmm...
en realidad, no –repuso él, mordiéndose una uña.


Mmm...
–Praf 974 inclinó la cabeza.

–Supongo que tendré que ir a buscarlo –dijo Uagen, rascándose la cabeza.

–Es el único que tienes.

Uagen soltó la mano y la cola del follaje, y se dejó caer al vacío para recuperar el instrumento. Praf 974 también liberó sus garras y lo siguió.

El aire era cálido y cargado; bramaba y golpeaba los oídos de Uagen.

–He recordado –dijo Praf 974 mientras ambos empezaron a caer en picado.

–¿Qué? –preguntó Uagen, mientras fijaba la placa de escritura a su cinturón, de donde extrajo un par de gafas antiventisca y se las puso, con los ojos ya llorosos.

Se inclinó en el aire para seguir al bolígrafo con la vista, aunque este ya estaba casi fuera de su campo de visión. Aquellos instrumentos de escritura eran pequeños pero muy densos, y también, sin intención, muy aerodinámicos. Y estaba cayendo a una alarmante velocidad. Las ropas de Uagen revolotearon y ondearon como una bandera en un temporal.

El gorro con borla que llevaba se escapó de su cabeza; intentó agarrarlo, pero salió despedido hacia arriba. Por encima de él, la enorme masa del behemotauro dirigible
Yoleus
se alejaba lentamente.

–¿Quieres que vaya a recuperar tu gorro? –gritó Praf 974 entre los bramidos del viento.

–No, gracias –exclamó Uagen–. Ya lo recogeremos a la vuelta.

Uagen se dio la vuelta y miró hacia las azules profundidades. El bolígrafo surcaba el viento como el proyectil de una ballesta.

Praf 974 se acercó a Uagen hasta que su pico quedó a la altura de su oído derecho y las plumas se agitaron en el cargado aire al nivel de su hombro.

–Como te decía... –empezó.

–¿Sí?

–El behemotauro
Yoleus
sabría más sobre tus conclusiones respecto a tu teoría sobre los efectos de la susceptibilidad gravitacional que influyen en la religiosidad de una especie con una particular referencia a sus creencias escatológicas.

Uagen estaba perdiendo de vista el bolígrafo. Miró a Praf 974 y frunció el ceño.

–¿Y?

–Nada. Acabo de recordarlo.

–Ah, bueno. Espera un momento. ¿Podrías...? O sea, que el bolígrafo cae a toda velocidad. –Uagen pulsó un botón de su puño izquierdo; sus ropas se pegaron a su cuerpo y dejaron de ondear. Adoptó una postura de salto al vacío, uniendo las manos y enrollando la cola en torno a sus piernas. Junto a él, Praf 974 plegó las alas y también consiguió un aspecto más aerodinámico.

–No puedo verlo –dijo ella.

–Yo sí. Creo. El muy puñetero...

El bolígrafo cada vez se alejaba más de él. Su resistencia al aire debía de ser algo inferior a la suya, incluso en la posición de caída en picado. Uagen miró durante un segundo a la intérprete.

–Creo que tendré que acelerar –gritó.

La silueta de Praf 974 pareció alargarse cuando plegó aún más las alas, pegándolas al cuerpo, y estiró el cuello. Alcanzó enseguida a Uagen y empezó a adelantarle. A continuación, se relajó y siguió cayendo.

–No puedo ir más deprisa –dijo.

–Bien. Entonces, nos vemos dentro de un rato.

Uagen pulsó un par de botones de su muñeca. Unos minúsculos motores situados en los brazaletes de sus tobillos se pusieron en marcha.

–¡Abre paso! –le gritó a la intérprete.

Las cuchillas propulsoras de los motores eran expansibles y, aunque no necesitaba demasiada energía adicional para aumentar la velocidad de la caída lo suficiente como para alcanzar el bolígrafo, sufrió el terrible accidente de atravesar con ellas a uno de los sirvientes más fieles de
Yoleus.

Praf 974 ya se había alejado unos metros.

–Intentaré recuperar tu gorro sin dejar que me coman las falfícoras.

–Ah. De acuerdo.

Uagen incrementó su velocidad de caída. El viento ululaba en sus orejas y unos pequeños crujidos en los oídos y en las cavidades del cráneo le indicaron que la presión estaba aumentando. Había perdido de vista el bolígrafo por un momento; como si el azul oceánico del cielo, aparentemente infinito, se lo hubiera tragado.

Si hubiera mantenido los ojos clavados en él, ahora podría asegurarse de conocer su posición exacta. En todo aquello, existía una similitud, tal vez, con el glifo de la repentina aparición de las falfícoras. Una relación con la concentración perceptual, con la forma en que la visión podía extraer un significado del semicaos del campo visual.

Quizá el bolígrafo se había desviado hacia un lado. Quizá un ave de rapiña camuflada, pensando que era comida, lo había engullido. Quizá no podría reubicarlo hasta que ambos alcanzasen la curvada superficie interna de la esfera. Uagen supuso que el objeto podía rebotar contra ella. ¿Cuál sería su profundidad? La aerosfera no era realmente una esfera; en realidad, ninguno de sus dos lóbulos era una esfera. A cierto nivel, el fondo de los lados curvados de la aerosfera estaba invertido, hundiéndose bajo la masa del cuello de detritos.

¿A cuánta distancia se encontraban de la línea polar de la aerosfera? Uagen recordó que se habían acercado mucho; por lo visto, la entidad lenticular de gigalitina Buthulne no se había alejado demasiado de la línea polar desde hacía décadas. ¡Quizá tendría que posarse sobre el cuello de detritos! Volvió a mirar hacia abajo. Ni rastro de algo sólido. Además, le habían dicho que, para verlo, se necesitaban varios días de caída en picado. Y, en cualquier caso, si el bolígrafo caía en la basura y la porquería del cuello, tampoco iba a encontrarlo nunca. Por otro lado, allí abajo había... cosas. Como Praf 974 había dicho, a lo mejor se lo comían.

¡Y todavía podía aterrizar sobre el cuello de detritos justo en el momento previo a la expulsión! Entonces, moriría seguro. ¡En el vacío! ¡Como parte de una pelota de mierda glorificada! ¡Qué horror!

Las aerosferas migraban por toda la galaxia, orbitando una vez cada cincuenta o cien millones de años, en función de lo cerca que se encontrasen del centro. Arrastraban residuos y gases que se adherían a los lados externos y, desde sus bases, cada pocos cientos de años, desechaban los residuos que los carroñeros de su flora y fauna no habían podido procesar completamente. Restos del tamaño de pequeñas lunas salían de imposibilidades globulares tan grandes como enanos, dejando una estela de globos de detritos esparcidos por los brazos espirales que situaban la primera aparición de aquel extraño mundo en la galaxia en un billón y medio de años atrás.

La gente había asumido que las aerosferas debían ser obra de la inteligencia, pero en realidad, nadie –o, al menos, nadie dispuesto a compartir sus conocimientos sobre el tema– tenía ni idea. La megafauna podía saber algo pero, para frustración de eruditos como Uagen Zlepe, las criaturas como
Yoleus
se encontraban tan y tan lejos del período Inescrutable que, con cualquier propósito práctico, el mundo también podría haber sido sinónimo de «sinceridad», o un «parlanchín de corazón simple».

Uagen se preguntó a qué velocidad estaba cayendo en ese momento. Tal vez si lo hacía demasiado rápido, volaría directamente hacia el bolígrafo, se lo clavaría y se mataría. ¡Qué deliciosa ironía! Y qué dolor. Comprobó la velocidad de caída en una pequeña pantalla situada en un rincón de sus gafas. Era de veintidós metros por segundo, y su tasa de descenso estaba aumentando de forma lenta y progresiva. Ajustó su velocidad a una constante de veinte.

Volvió a fijar su atención en el gran abismo azul que se extendía al frente y por debajo, y localizó el bolígrafo, que se tambaleaba de forma mínima mientras caía, como si algo o alguien invisible estuviera garabateando una espiral con él. Uagen consideró que se acercaba al objeto a un ritmo satisfactorio. Cuando se encontró a pocos metros de él, redujo ligeramente la velocidad, hasta encontrarse al nivel del instrumento, no más rápido de lo que una pluma caería a través del aire fresco.

Uagen cogió el bolígrafo. Intentó detener su caída de la forma más impresionante, como lo haría una persona de acción (pese a ser un estudioso erudito, también era alguien ávido de aventura, por inverosímil que eso pudiera parecer), dando una vuelta en el aire hasta situar los pies por debajo, donde las cuchillas propulsoras de los brazaletes se enfrentaron a la resistencia del aire. En retrospectiva, la posibilidad de haberse mutilado él mismo era bastante alta. Pero, en lugar de ello, simplemente perdió todo control y empezó a dar caóticas volteretas en el aire, gritando y maldiciendo, intentando mantener la cola enrollada y alejada de las cuchillas propulsoras, desprendiéndose de nuevo, sin querer, del bolígrafo.

Extendió sus extremidades y esperó a que sus movimientos adquiriesen cierta regularidad, tras lo que volvió a adoptar una posición aerodinámica para retomar el control de la caída y recuperar el objeto. Alcanzó a ver un vago indicio de la silueta de
Yoleus,
muy, muy arriba, y un pequeño contorno –lo suficiente cercano como para ser una forma y no un simple punto– en diagonal ascendente. Parecía Praf 974. Y allí estaba el bolígrafo; encima de él, abandonando su caída en espiral y reemprendiendo su actitud de proyectil de ballesta. Uagen utilizó los controles de sus puños para reducir la potencia de los propulsores.

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